Es un buen año para los estafadores en televisión. La serie The Dropout, sobre una start-up fraudulenta en Silicon Valley, está reuniendo excelentes críticas por todo el mundo (a un mes de su estreno en España). No hace tanto, ¿Quién es Anna?, sobre Anna Sorokin, la joven europea de clase media que engañó a la alta sociedad estadounidense haciéndose pasar por una rica heredera alemana, era de una de las series más analizadas y comentadas del mes (tanto que se prepara otra versión de su historia, en HBO Max). Como apuntaba una columna reciente del periódico The Observer, a los estafadores los amamos porque en realidad los envidiamos.
A uno de los más célebres, David Hampton (Buffalo, Nueva York, 1964-Manhattan, 2003), además de envidiarlo, era difícil no comprenderlo. Tras su ascenso y caída, solo había un deseo mundano: entrar en Studio 54.
Seré un Poitier
Una noche de 1981, el adolescente Hampton llegó a las puertas de la mítica discoteca con un amigo y el portero les pidió 50 dólares que no tenían. Entonces tomó una decisión que marcaría su vida. Si aquella discoteca estaba repleta de famosos, ¿por qué no hacerse pasar por uno de ellos? “Como mi amigo era caucásico le dije: ‘Puedes ser el hijo de Gregory Peck’. Para mí, las opciones se reducían a ser el hijo de tres personas: Sidney Poitier, Sammy Davis Jr. o Harry Belafonte. Yo me parezco más a Belafonte, pero había leído en la revista People que tenía un hijo, llamado David, que es modelo. Pensé que Sammy Davis Jr. era demasiado ostentoso, demasiado llamativo. Poitier tiene mucha más clase. Fue el único actor negro que ganó un Oscar”, declaró Hampton en 1990 a The New York Times. ‘’Tras decirles nuestros nombres, nos arrastraron hasta las puertas del centro como si fuéramos los dueños”.
Hampton era un adolescente de una ciudad poco glamurosa al norte del Estado de Nueva York, hijo de un abogado y una enfermera que tenían para su hijo unos planes razonablemente convencionales: que fuera médico, abogado o corredor de Bolsa. Aquella noche en Manhattan, el joven escribió las primeras líneas de su nueva hoja de ruta. Había nacido David Poitier.
No tardó en volver a usar la artimaña en otro local de moda al reservar una mesa para él y para su supuesto padre, Sidney Poitier. “Una vez más, se produjo la magia. Dieron volteretas y enviaron bebidas a mi mesa. Para abreviar la historia, mi padre no apareció esa noche, y la comida corrió por cuenta de la casa”. Ni siquiera se planteó que lo que hacía era un delito. “Pensé que si tenía éxito, dentro de 20 o 30 años miraría atrás y me reiría’’.
Una sola palabra había permitido que las puertas se abrieran ante él: Poitier. ¿Por qué no volver a invocarla? Una noche llamó al timbre del apartamento de Melanie Griffith, pero a quien se encontró fue al actor Gary Sinise. La actriz le había dejado su casa mientras actuaba en Broadway. Hampton, que se presentó como David Poitier, le dijo a Sinise que era amigo de Griffith y que, tras perder el vuelo a Los Ángeles, necesitaba un lugar donde pasar la noche. Sinise lo acogió y a la mañana siguiente le dio 10 dólares para el taxi al aeropuerto.
Su buena educación y facilidad de palabra lo llevaron a mezclarse con los alumnos del Connecticut College, el lugar donde estudiaban los vástagos de las élites liberales neoyorquinas. Allí, envalentonado por lo fácil que estaba resultando todo, sustrajo la agenda de uno de los estudiantes mejor relacionados. Gracias a aquella libreta empezó a citar los nombres adecuados ante los oídos indicados y la estafa pasó de ser un divertimento sin consecuencias a un fraude.
Hampton tuvo acceso a la casa del ejecutivo televisivo John Jay Iselin y su esposa, a los que hizo creer que era un compañero de clase de sus hijos al que unos atracadores acababan de robarle su dinero y su trabajo de fin de curso en Harvard (irónicamente titulado Injusticias en el sistema de justicia penal). Hampton sabía cómo jugar con el sentimiento de culpa racial de la izquierda blanca estadounidense. Los Iselin, fascinados con la idea de tener en su casa al hijo de una celebridad que además era un icono de la lucha contra el racismo, lo acogieron. “Llega un momento en el que tienes tanto éxito que piensas que nunca puede acabar. Eso, junto con la codicia, fue mi perdición”.
El falso Poitier contaba anécdotas inventadas de su padre e incluso ofrecía pequeños papeles en sus películas. Hampton, que había estudiado interpretación en su Búfalo natal, no tardó en descubrir que sus mejores papeles se desarrollarían en la calle, no en el escenario. Su siguiente actuación tuvo lugar en casa del decano de la Escuela de Periodismo de Columbia Osborn Elliott, y su esposa.
Aquella noche, los Elliott tuvieron algo más que anécdotas. A la mañana siguiente lo encontraron en la cama con otro hombre. Hampton dijo que se trataba del sobrino de Malcolm Forbes (el editor de la revista económica Forbes), que le había pedido ayuda tras quedarse fuera de su apartamento. Era mentira. Lo echaron de casa sin contemplaciones y el castillo de naipes empezó a desmoronarse. Cuando Hampton llamó a los Elliott para disculparse, estos informaron a la policía (las versiones difieren: los Elliott mantienen que la disculpa les sonó a amenaza) y Hampton fue detenido. En 1983 fue acusado de hurto menor, suplantación y prácticas contables fraudulentas. También se le obligó a devolver a sus víctimas 4.490 dólares que había recibido a modo de préstamos. Al no hacer los pagos y seguir usando su identidad de David Poitier (por ejemplo, para alquilar limusinas en Nueva York), fue condenado a 18 meses de prisión en 1985.
De la cárcel a Broadway
Su nombre llegó pocos años después a las marquesinas de los teatros, aunque no de la forma en la que él hubiera deseado. El dramaturgo John Guare se enteró de sus andanzas a través de los Elliott y escribió Six Degrees of Separation, en referencia a la teoría de los seis grados de separación planteada por el escritor húngaro Frigyes Karinthy, según la cual todas las personas del mundo están interconectadas por menos de cinco contactos. La obra se convirtió en un éxito. A pesar de ser el principal protagonista, Hampton no vio un céntimo. No le tocó vivir un buen momento para ser un estafador pop (Anna Sorokin ha recibido 320.000 dólares por permitir que Netflix cuente su historia).
La obra de Guare ganó el premio del Círculo de Críticos de Teatro de Nueva York, fue finalista del Premio Pulitzer y recibió cuatro nominaciones a los Premios Tony. El día que se anunciaron, Hampton se encontró con una orden de alejamiento del dramaturgo. El falso Poitier le había dejado un mensaje amenazante en su teléfono: “Te aconsejo que me des algo de dinero o puedes empezar a contar tus días”. También demandó a Guare por cien millones por usufructuar su vida sin su permiso. Perdió.
El éxito de la obra llevó la historia de Hampton de Broadway a Hollywood. Donald Sutherland y Stockard Channing, que recibió una nominación al Oscar, eran la tan bienintencionada como pánfila pareja que acogía al farsante en su casa mientras Will Smith interpretó a David. El cantante trataba de demostrar que era algo más que El príncipe de Bel Air involucrándose en papeles más serios. Lo que más dio que hablar de la película de Fred Schepisi fue la negativa de Smith a besar a su coprotagonista, Anthony Michael Hall. Según confesó años después, esa negativa fue el resultado de seguir el consejo de Denzel Washington, que le previno sobre el daño que aquello podría ocasionar a su carrera. “Fue muy inmaduro por mi parte” reconoció.
El falso hermano
En España también se vivió una suplantación de identidad que empezó en una discoteca: otro falso familiar, en este caso un supuesto hermano del actor Rob Lowe, acabó ocupando portadas de revistas como Ragazza y reportajes en ¡Hola! En verano de 1991, Michael Lowe posaba en el Festival de Cine de Gijón y tres años después era uno de los reclamos del concurso de Telecinco Campeones de la playa, había grabado un disco y mantenido un supuesto romance con Rocío Carrasco. El impostor fue descubierto cuando Aitana Sánchez-Gijón se fue a Hollywood para protagonizar Un paseo por las nubes y coincidió con la mujer de Rob Lowe, la maquilladora Sheryl Berkoff que, por supuesto, no sabía nada de su cuñado.
Al contrario que en el caso de Hampton, y aunque el engaño le había proporcionado pingües beneficios, no hubo detenciones, ni juicios, no le importó a nadie. Hoy, Michael Gangl, su verdadero nombre, es un hombre de negocios en su Austria natal (ni siquiera era norteamericano), y lo único que recuerda aquel suceso es un “español fluido” en sus redes sociales.
Ni Hampton ni Gangl fueron los últimos timadores. Ni lo será Anna Sorokin. Cada cierto tiempo sigue apareciendo algún caso de suplantadores de identidad. En 2013, alguien aprovechó los cinco minutos de fama del cantante surcoreano PSY para hacerse pasar por él en el Festival de Cannes. Durante dos días fue agasajado como una estrella y saludado por celebridades como Adrien Brody o Naomie Harris.
Nadie se profesionalizó tanto en el arte del engaño como el británico Alan Conway, un estafador que durante los noventa se hizo pasar por Stanley Kubrick y, al igual que Hampton, tuvo su propia película, Color me Kubrick, con John Malkovich interpretando al falso director. La lista de ejemplos es interminable. Algunos buscaban un lucro desmedido, otros simplemente sentirse mejor. Y, más que nada, ansiaban la atención de los demás. Ese era el objetivo de David Hampton y su gran fracaso. Cuando falleció a los 39 años en un hospital de Manhattan por complicaciones relacionadas con el VIH, estaba solo. Mientras el telón caía por última vez para el hombre que hizo de su vida una representación, no había nadie para dedicarle un aplauso final.
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