Miami, la ciudad capital



NO ES FÁCIL llegar a Miami.
Tantos quieren. Unos 22 millones de personas desembarcan en su aeropuerto cada año: 60.000 por día. La llegada es un ejercicio de humillación ligera: cientos o miles en esta cola lenta, los guardias que te gritan que avances, que te pares, que avances otra vez, que el celular está prohibido, que vuelvas a pararte. La cola serpentea por el hangar enorme, erizado de carteles que te repiten lo que no debes hacer; al fondo, en esa línea de garitas que te separan de los USA, te espera un empleado todopoderoso que puede rechazarte sin la menor explicación: te espera el miedo ante el poder real. Años atrás yo tenía que conectar urgente con un vuelo a México y el oficial de migraciones me preguntó para qué venía a los Estados Unidos y le dije que no venía y entonces me preguntó para qué iba a México y le dije que por qué ese sería su asunto.
     –Porque si no me da la gana no lo dejo pasar y usted no va a ninguna parte.
     Me contestó, preciso y elocuente. Y ahora la cola dura, tarda, salvo para unos pocos que avanzan triunfadores por el pasillo del costado. Van hacia esas máquinas especiales con un cartel que dice Global Entry: el que cumple con varios requisitos y paga 100 dólares puede inscribirse en el programa y pasa en dos minutos. Para que quede claro, desde el principio, que aquí hay clases.

Vista aérea de Miami Beach. Almudena Toral

A Miami se llega: más de la mitad de sus habitantes llegó desde algún lado. N., por ejemplo, llegó con 10 años y un papá policía de Batista que escapaba de un pelotón en Cuba, enero del ‘59; R. llegó también de Cuba pero en el 2000 a buscarse la vida y darle un futuro a su hijo; J., de Cuba hace dos años, a sus 26, a ver el mundo y aprender a usarlo; G. llegó de la Argentina hace unos 30, con 25 y una herencia que le permitió, para empezar, comprarse una Ferrari; M. llegó hace 15 años, a sus 40, de Nicaragua sin papeles cruzando a pie el desierto mexicano por las noches; M. llegó de Venezuela hace seis años en sus treinta y tantos, dos hijos y marido, porque un general chavista quería volver a encarcelarla; V. con 30 llegó de Venezuela via Nueva York hace tres años para encontrarse con su familia e intentar una empresa de marketing; J. llegó de México via California hace 40 años, a sus 20, para quedarse tres o cuatro y ahora es un periodista muy famoso. Hace un siglo Miami tenía 6.000 habitantes; hace medio tenía dos millones; ahora, más de seis.
–¿Cuál es tu nacionalidad?
     –Cubana.
     Dice, sin la sombra de una duda, Ninoska Pérez, que llegó a Miami hace 60 años. Ninoska es una mujer ancha, vital, pulseras y collares, que está por cumplir 70 años y sigue su pelea de los últimos 50. Su padre era un coronel de la policía de Batista que se escapó la noche en que los guerrilleros entraron en La Habana; los suyos lo siguieron unos meses más tarde. Esa primera ola cubana empezó a cambiar Miami para siempre. Eran unos 200.000, mayormente blancos, acomodados, educados, muy anticomunistas y se instalaron como un grupo nacional: mantuvieron costumbres y comidas, la lengua y la esperanza de volver. Ninoska aprendió inglés, estudió en la universidad y empezó a trabajar en esas radios que nunca dejaron de llamar a sus compatriotas a rebelarse contra Fidel Castro.
     –¿Y americana no?
     –Bueno, sí. Uno se siente americana porque ama a este país, porque te dio todas las oportunidades que no tuviste en el tuyo, pero Cuba siempre queda ahí, siempre es lo primero. Esa isla debe tener un imán…
     –¿Y no te dan ganas a veces de decir bueno, ya está, me olvido de todo eso?
     –No, me encantaría pero no puedo. Y además no lo hago por principio. En Cuba hay muchas víctimas. Es como si, cuando estaban exterminando a los judíos, la gente hubiera ido de vacaciones a Alemania. Eso me choca mucho.
     Entonces le pregunto por la muerte de Castro y me dice que no fue lo que había imaginado. En su escritorio hay estampas de vírgenes y fotos de bebés.
     –Yo siempre pensaba en ese día. Pero él ya llevaba tanto tiempo siendo un cadaver político que no fue la alegría que esperaba. Y además se murió tranquilo en su cama, nunca fue juzgado, nunca pagó su precio…
     Ninoska es de las últimas de esa vieja guardia que ya se va muriendo: ahora, sus hijos y nietos hablan inglés, son la primera minoría de la ciudad, consiguen posiciones de poder, se ocupan de sus negocios mucho más que de cualquier nostalgia. Pero ella no se rinde:
     –¡Aquí radio Mambí! ¡El tema es Cuba, la meta es su libertad! ¡Aquí está “Ninoska en Mambí”! ¡Todo para la libertad de Cuba!
     Proclama un locutor, salsa de fondo, como todos los días a las 13, como todos desde hace medio siglo, y ella mira el micrófono y le habla.

Fiesta en la piscina de un bar en South Beach. Almudena Toral

Miami es una isla, una especie de isla: el mar delante, los pantanos detrás. Y una ilusión que dependió, desde el principio, de su habilidad para convencer a personas lejanas de que valía la pena dejar sus lugares para venir a éste. No era fácil. En 1819, cuando los Estados Unidos decidieron comprar –a precio de saldo– la región, un diputado por Virginia se opuso con vehemencia: “La Florida no vale la pena. Es una tierra de ciénagas, de sapos, cocodrilos y mosquitos. ¡Nadie emigraría allí, ni aunque saliera del infierno!”.
Ahora, Miami es un lugar al que la mayoría decidió venir: una ciudad deseada. Miami es una ciudad deseada por miles y miles de latinoamericanos que creen que aquí podrán vivir una vida distinta; deseada por miles y miles de venezolanos medio pobres que creen que aquí encontrarán trabajo y comida cada día; deseada por miles de venezolanos groseramente ricos que creen que aquí encontrarán seguridad para ellos y sus dólares; deseada por miles y miles de cubanos que la ven en los clips reguetoneros como un edén de oros y de culos; deseada por miles y miles de centroamericanos y haitianos radicalmente pobres que la ven como la posibilidad de comer todos los días bajo techo; deseada por miles y miles de sudacas no tan pobres que la ven como la posibilidad de vivir como en los comerciales; deseada por unos pocos miles realmente ricos que creen que aquí pueden serlo más aún o, por lo menos, intentarlo a bordo de aquel yate, tan tranquilos; deseada por miles y miles de argentinos colombianos brasileños mexicanos que la ven como el paraíso de las compras baratas que quisieran tener en sus países y no tienen; deseada por miles y miles de argentinos colombianos brasileños mexicanos alemanes norteamericanos que la ven como ese mito pop de camisas floreadas y nalgas como barcos, el lugar de lo cool y lo fashion y la rumba a rayas; deseada por miles y miles de licenciados en administraciones diseñadores de la web vendedores de todo que la ven como el lugar perfecto para tener esa familia rubia el perro el parasol junto a la alberca; deseada por miles y miles de norteamericanos aviejados que la ven como el lugar perfecto para esperar su muerte al sol; deseada por miles y miles de políticos empresarios ladrones varios que la ven como la forma de aparcar sus riquezas mejor o peor habidas casi sin preguntas; deseada, por fin, por razones oscuras, por los que siempre quisimos despreciarla.
No conozco otra ciudad con tanto cielo. Miami es cielo y cielo y mar y brillos, palmeras y palacios, rascacielos y ranchos y miserias varias, esa mezcla de acentos. Miami es una ciudad como no hay y eso es bueno y es malo y tantas otras cosas.
     Miami es una ciudad del siglo XX, de cuando los coches invadieron y rompieron el orden clásico de centro y suburbios y calles y peatones. Aquí todo es centro, todo es suburbio, todo es automóvil. No hay plazas, no hay calles, no hay encuentros; hay solo recorridos, desplazarse de un punto a otro punto, la deliberación que te protege de las casualidades: otra forma del orden, en su peor sentido. Es difícil creer, primero, que sea una ciudad; después, poco a poco, te vas acostumbrando. Es difícil creer, segundo, que sea latinoamericana; después, poco a poco, vas oyendo. Es difícil creer, tercero, que sea tan desigual; después, poco a poco, la vas recorriendo.
El primero que la llamó “la capital de América Latina” fue, dicen, Jaime Roldós, entonces presidente de Ecuador, en 1979. Roldós murió dos años después en un accidente de aviación que pudo ser un atentado. Su frase siguió viva; quizá tenga un error de género.

Todo aquí está en cambio o renovación o apropiación constante: es esa proliferación incontrolada de torres  enormes, blancas y celestes, que surgen como hongos

–A mí me fue muy bien con el negocio inmobiliario, pero me habría ido muy bien con cualquier otra cosa. Yo siempre trabajé mucho, pero además tenía una economía que empujaba y empujaba: acá todo explotó, barrios donde parecía que no iba a pasar nada se desarrollaron como locos. Mirabas un barrio que era de negros y decías esto para que se limpie son 50 años y no, en cinco o diez ya explotaba. Esa energía de la ciudad, esa ola nos llevó a todos mil metros adelante… La evolución de Miami fue increíble.
     –¿Por qué tan acelerada?
     –Creo que la descubrieron muy rápido. Hubo una afluencia de dólares que venían de Latinoamérica buscando algún seguro que allá no había. El desarrollo inmobiliario de Miami debe ser veinte o treinta veces mayor que el de Nueva York. Pero lo cierto es que el Miami caro es 80 por ciento latinoamericano. Hubo un momento en que muchos países de Latinoamérica generaron mucha riqueza y muchos ricos que querían sacar su plata de esos países, en el chavismo salían dólares a cagarse, porque se los robaban y creían que en algún momento se les iba a acabar, Brasil en algún momento fue parecido, Argentina y Colombia y México también.
     Hace más de 30 años, su padre había vendido su empresa argentina y G. pensó que no quería empezar otra en un país sin garantías. Casi por azar cayó en Miami y le gustó: era joven, la vida era agradable:
     –Era una ciudad fácil, chica, conocías a todo el mundo, y era como estar siempre de vacaciones. Trabajabas, por supuesto, mucho, pero estaba el calor, el mar, las fiestas, esas cosas… Esta es una sociedad muy abierta. Acá, como la gente no tiene mucho sentido de pertenencia, no te pregunta de dónde saliste, quién sos, cómo hiciste la plata… A nadie le importa. Acá hay mucho de todo, muy mezclado, así que te da una posibilidad de inserción que no existe en otros lugares.
     Su caso era casi común: sudacas que llegaban porque querían armar sus carreras, sus empresas, sin depender de los cambios de gobiernos y de reglas, las amenazas, la inseguridad –o que escapaban ellos mismos de alguna ley, de algún pasado turbio. En Miami el pasado personal es una anécdota que uno puede o no querer contar. Miami vende la ilusión de que el futuro es lo que pesa. De que cada quien es capaz de construir el suyo –si trabaja suficiente, si lo tiene claro, si está a la altura de sus metas. Solían llamarlo el sueño americano y murió, en el resto de ese país, por un choque violento con las clases, las razas. Aquí todavía sobrevive: esto es muy nuevo.
En Miami viven más billonarios –personas con más de mil millones– que en París o San Pablo, Shanghai o Singapur. Hay por lo menos treinta conocidos: ellos solos tienen unos 100.000 millones de dólares.
     El dinero viejo a veces tiene pudor, recato de mostrarse. En Miami todo el dinero es nuevo: se exhibe, se pavonea, se presume.
Miami o Maiami o, incluso, en argentino, Mashami, tiene una beiesa rara, hecha de kitsch y naturaleza desbordante y mucho brillo. En general, el orden es el frío. Miami es caluroso y húmedo, ordenado. Y su relación con el agua la convierte en una Venecia de la era del motor de explosión: una Venecia al cubo.
Y están, por sobre todo, los banianos. O hay que llamarlos ficus de Bengala: esos árboles como gigantes buenos, sus docenas de ramas que caen en lágrimas gigantes y buscan la tierra y arman un mundo alrededor, una pequeña selva. Es lujuria alejada de cualquier folclorismo: aquí no hay, como a veces en el Tercer Mundo, belleza espontánea, desmadrada. Aquí la belleza se compra, se instala, se controla con plata: los barrios ricos son tropicales frondosos lujuriosos; los barrios pobres son secos como palos. Se suele asociar trópico y pobreza; aquí los barrios pobres no son apenas tropicales. Cuanto más ricos, más se ve el Caribe: más plantas despampanantes, más verdes colosales, el mar incluso, pájaros, delfines; todo eso que formaba la idea del paraíso desatado aquí se normaliza, se vuelve cotidiano para los que pueden comprarlo y mantenerlo.
     Y entonces esos barrios entre los más bellamente lujosos del planeta: Coconut Groves y Coral Gables, con su desparramo de árboles y flores, casas y más casas entre túneles verdes, la naturaleza como decoración o decorado. Y Key Biscayne, la isla de la fantasía.
A la entrada de Key Biscayne hay un cartel discreto que pregunta “Iguanas out of control?” y da un teléfono para reportarlas. Si las hay, debe ser lo único que parece fuera de control. Key Biscayne es una isla separada de la ciudad por la bahía, unida por sus puentes: un Truman Show casi perfecto, árboles florecientes, calles florecientes, niños florecientes que la recorren en carritos de golf, casas que están entre lo más fino que la arquitectura actual sabe construir o, cuanto menos, lo más grande. Algunas intentan ser modernas; otras prefieren la copia de otros tiempos; las mejores y mayores dan al mar o a los manglares y la vida es bella, serena, tan segura. Es la ilusión de Miami para ricos: que la vida es bella, serena, tan segura.
     –Sin la propiedad privada el mundo no puede funcionar. Basta con ver lo que pasa en Venezuela.
     Me dice, y no le digo que en Venezuela hay mucha propiedad privada porque él es mi anfitrión; cenamos –tan bien, tan agradable– en su casa de muchos millones, muebles a la española, cuadros clásicos.
     –Si hay algo santo en este mundo es eso. La condición para que todo lo demás funcione.

Una pareja, ante un mural en el barrio artístico de Wynwood. Almudena Toral

Cuando emprendió su viaje, M. no imaginaba cómo sería ese lugar adonde iba. En Matagalpa, Nicaragua, M. vivía en un rancho que no lograba terminar, trabajaba en un centro para niños desnutridos, tenía siete hijos y un marido escapado y no veía más solución que la partida: le habían dicho que en Miami podría ganar lo necesario para criarlos y educarlos. Allí vivía el marido de una prima y ella la empujaba; al fin se decidió. El viaje fue largo, laborioso: salieron en un bus hasta Managua, otro hasta Guatemala, más buses hasta el río Suchiate, en la frontera mexicana, donde le pagaron a un barquero y a unos soldados para que las cruzaran hasta Ciudad Hidalgo.
     –¿Y no tenía miedo?
     –No.
     –¿Por qué? Yo habría tenido…
     –Bueno, yo no sabía cómo era.
     Más allá de Ciudad Hidalgo su prima se quebró un tobillo; consiguieron un curandero que se lo sobó pero pasaron tres meses hasta que pudo caminar de nuevo. Entonces cruzaron México en autobús hasta Sonora: allí pagaron a unos coyotes para que las cruzaran a los Estados Unidos a través del desierto:
     –Tres mil, apenas, les pagamos, cada una. Ahora vale más, el doble, más.
     Cada noche caminaban doce, catorce horas. Eran quince: salían en fila cuando bajaba el sol y marchaban hasta el alba, con frío, mucho frío. No llevaban ni una muda de ropa para no cargar nada inútil; solo un poco de agua, alguna fruta, un gorro, un par de guantes, una manta.
     –Cuando salía el sol parábamos. Nos quedábamos debajo de algún arbolito, ellos conocen, saben dónde esconderse, allí comíamos, dormíamos. Y había que estar atentos, que no nos fueran a encontrar… Lo peor es el final, te dicen es allí, en esa luz, y resulta que la luz nunca llega, caminas y caminas y no llega.
     Llegaron, al final, y una van las llevó a Phoenix, Arizona; allí esperaron dos semanas hasta que vino otra que, tras tres días de ruta, las dejó en Miami. El viaje había durado medio año.
     –¿Y no hubo algún momento en que pensó no puedo, no vale la pena, me vuelvo a mi casa?
     –No, cuando uno viene con una meta, no se devuelve. Uno dice tengo que caminar, tengo que llegar. Hay que tener una meta, saber a lo que viene.
     Cuando llegó, dice, no lo podía creer: que nunca pensó que fuera a ser tan rico, tan lleno de carros, de edificios, pero que lo que más le gustó fue que por fin iba a ganar dinero.
     –Esa es la alegría de acá: conseguir unos trabajos para ganar su dinerito y mantener a los chavalos allá.
     M. gana dos o tres mil dólares al mes; quizá diez veces más que en Nicaragua. M. es alta, flaca, la cara redonda y agradable, el pelo estirado con un moño, bluyín, sandalias, una camisa blanca con dibujos: tan lejos del cliché de la campesina centroamericana. M. nunca aprendió inglés: dice que no lo necesita, que para su trabajo no lo necesita.
     –¿Para qué? Si yo lo que hago es la limpieza…
     M. tiene 54 años y ya lleva quince en Miami. Cuando salió, su hijo menor era un chico de 6; ahora es un hombre –que ella nunca vio. M. limpia casas, cuida niños, y ha conseguido criar a los suyos a lo lejos. Su vida –como la de miles de latinos, la fuerza de trabajo barata de Miami– no fue fácil. Trabajo, más trabajo, otro trabajo. Hace años vivía con un albañil hondureño; una mañana la policía de migraciones les golpeó la puerta. Lo buscaban a él: se lo llevaron, lo deportaron –y a ella, nunca sabrá por qué, ni siquiera le preguntaron quién era. La amenaza, de todas formas, sigue: nunca pasa. Hay que vivir pensando que en cualquier momento pueden echarte, dice, desarmar tu vida: hay que vivir sabiendo –más aún– que todo es transitorio.
     –¿Se arrepiente de algo?
     –¿Quién, yo? No, yo aquí he logrado lo que quería. Allá en su país uno no puede, no le da para hacer nada, para hacerse su casa, amueblarla. Allá uno solo puede sobrevivir; aquí uno trabaja y puede hacerlo, ayudar a sus hijos, darles lo que ellos necesitan.
     M. vive con una hija, un hijo y una nuera en dos cuartos chicos, un saloncito, una cocina, su gran televisor, su frío artificial. Su casa, en Little Havanna, es una de esas construcciones de renta de un solo piso, larga, llena de puertas, sus vecinos nicas, salvadoreños, ecuatorianos, colombianos. En esas calles, por supuesto, no hay un árbol; hay, en cambio, muchas personas gordas. Ahora M. paga 1200 dólares porque los alquileres han subido mucho: hace poco la echaron de una casa donde pagaba 900 porque la van a derribar para hacer una torre.
     –Ahora también este barrio se lo están dando a los ricos. Ya no sé dónde vamos a ir.
     –¿Y no le da un poco de envidia que haya gente que tenga tanto billete?
     –No, eso no da envidia. Si uno gana su vida se conforma con lo que tiene. Y yo cumplí, mis hijos ya están criados, estudiaron, se casaron, tienen hijos, están todos bien, gracias a Dios.
     –Bueno, no gracias a Dios, gracias a usted.
     –Ah, sí, también a Dios, porque él me ha dado la fuerza.
     Dice M. y, como suele, se sonríe.
En 2012 la revista Forbes nombró a Miami “la ciudad más miserable de América”. Se refería, sobre todo, a la desigualdad. Aquí hay ricos muy ricos y un millón de personas bajo la línea de pobreza. Hispanos y negros tienen el doble de posibilidades que los blancos de ser pobres. Muchos, como M., soportan esa desigualdad social por las desigualdades nacionales: ser pobre en Miami es ser pudiente en Nicaragua.
     El coche, por ejemplo. Para muchos inmigrantes, tener un coche en su lugar de origen era un sueño imposible. Allí los coches son para los –más o menos– ricos. Aquí es fácil: aquí los coches son –también– para los pobres. No es que dejen de ser pobres; son pobres con coche, tienen lo que en sus países tienen los ricos: un coche, la tele chata, la nevera, comida en la nevera.
M. no tiene coche: le da miedo manejar, le da miedo que la paren y le pidan sus papeles.

Miami es, sobre todo, una vidriera para mostrar dinero. Dinero sin el pudor protestante. Aquí se está por el dinero, para el dinero, gracias al dinero, a favor del dinero

“Miami es la ciudad de Estados Unidos que tiene mayor discrepancia entre ingresos y renta. Por eso el 80 por ciento de estos condominios los están comprando los extranjeros”, le dijo hace poco al Miami Herald el mayor constructor de la ciudad, el multimillonario cubano Jorge Pérez, que, a cambio de sus donaciones, le puso su nombre al Pérez Museum of Arts, la joya más reciente.
El proceso es continuo: un barrio barato se pone de moda entre jóvenes y artistas y personas que querrían parecer jóvenes y/o artistas porque es barato y agradable y empiezan a mudarse. El cambio de clase hace que en el barrio todo aumente: cada vez más personas que quieren parecer se mudan, pagan más caro, y los jóvenes y artistas y personas ya no pueden pagarlo y buscan otro barrio barato y agradable y empiezan a mudarse y expulsan a los antiguos habitantes y se instalan unos años hasta que.
     Entonces quedan esas zonas –como Overtown, antiguo barrio negro– donde la gentrificación acaba de empezar: sus nuevas grandes torres con sus tiendas y su fulgor corporativo, y esas personas todavía de antes que vagan por las calles, esas personas esqueletas: esa mujer blanca de quizá 30, quién sabe 50, la cara calavera, que me mira y se agarra la entrepierna como quien dice algo; ese hombre negro de quizá 50, quién sabe 34, que grita y grita a los vientos unas palabras que no entiendo, tan enojado con los vientos.
Miami es un experimento de punta: lo mejor y lo peor que el dinero puede hacer con una ciudad. Deshacerla, rehacerla, convertirla en un espacio tan distinto de lo que solemos considerar una ciudad. Miami es un espacio en cambio o renovación o apropiación constante: es esa proliferación incontrolada, cancerosa, de torres enormes, blancas y celestes, que surgen como hongos –con esa construcción a la americana, siempre provisoria, como si no creyeran en la permanencia, si no creyeran que un edificio debe durar más de 20 o 30 años: la obsolescencia programada de las casas. Y ahora, además, está el miedo al cambio climático: las zonas costeras pueden sufrir la subida de las aguas y entonces los constructores atacan esos barrios interiores que antes despreciaban.
     Miami es, sobre todo, una vidriera para mostrar dinero. Dinero sin el pudor protestante, dinero exhibido para que todos sepan que tal o cual tiene dinero. Y el acuerdo general de que aquí se está por el dinero, para el dinero, gracias al dinero, a favor del dinero. Por eso, por él, hace tiempo que los negros de Miami no queman ningún barrio, que los latinos de Miami se emplean como pueden, que los blancos de Miami no salen a cazarlos –mientras sigan pensando que se sirven los unos a los otros para ganar dinero.
     El equilibrio, por supuesto, es inestable; todos hacen como si no fuera a romperse nunca; todos saben que puede derrumbarse cualquier tarde.
El Whole Foods de Brickel es una síntesis de algo: nuevo, rodeado por las torres nuevas, mantiene ese estilo cool casual hipster orgánico todo de madera que es la cifra del nuevo compromiso. Yo soy consciente, yo cuido de la Tierra, yo cuido a los animales, yo me cuido. En el Whole Foods se manifiesta esa manera suave del dominio que consiste en tener todo de todo el mundo y ofrecerlo como despojos del triunfo: todas las salsas, todos los cereales, todas las quinoas y kales y hummus y lentejas, los coconut curries y los vindaloos y massalas y sopas y frutas imposibles y panes y tartas y carnes y orquídeas y cafés y los miles de tés y las gambas en círculos perfectos y los helados sin azúcar sin helado y las mejores hamburguesas de carne sin carne, todo con su cuenta de calorías para que nada te ataque por la panza, para que nada rompa tu idilio contigo mismo. Hace dos años, Jeff Bezos, el hombre de Amazon, el más rico, compró la cadena de más de 400 supermercados por 12.100 millones de euros. Bezos se llama Bezos por el segundo marido de su madre, un inmigrante cubano que se los trajo a Miami; aquí el nuevo rico estudió el bachillerato y trabajó en algún McDonald’s. El Whole Foods es su brazo material, su avanzada en el mundo palpable, un espacio donde sus socios Prime tienen sus privilegios y van en shorts o licra o shorts de licra para mostrar sus piernas que tanto cuesta mantener. Los clientes son los vecinos de la zona: jóvenes y más jóvenes, sudacas con posibles, empleados jerárquicos de financieras y bancos y tecnos y teles y quién sabe, que viven más o menos solos o comparten pisos y por ahora resisten al cliché jardín niños perro; que no sabrían qué hacer en un chalet en una urba, que necesitan el entorno de vecinos y gimnasios y bares y negocios.
     Casi todos son blancos; los cajeros, faltaba más, son mujeres y negras.

Una caseta de socorristas en Miami Beach. Almudena Toral

–No, yo tampoco digo que soy de Miami.
     Dice Jorge Ramos: que aquí todos son forasteros, desde los políticos corruptos y los empresarios ricos a los trabajadores más jóvenes que vienen a buscarse la vida. Jorge Ramos es flaco, enjuto, el pelo muy blanco y los ojos muy azules, los rasgos afilados y me dice que no, que pese a los casi 30 años que lleva en esta ciudad él tampoco dice que “es de Miami”, que acá nadie lo dice: que cuando te preguntan dices que eres –por ejemplo, en su caso– “mexicano pero vivo en Miami” o incluso “mexicano pero con pasaporte americano”: que para los migrantes ya no hay identidades simples.
     –Acá todos estamos out of place, fuera de nuestros lugares. Todos.
     Pero que la condición de hispanos, dice, sí los reúne a todos y que es impresionante cómo creció su poder en los últimos años:
     –Ahora se está lanzando Joe Biden, el vice de Obama, como candidato a presidente demócrata, y uno de estos días voy a ir a entrevistarlo. Hace unos años esa gente no nos habría hecho caso. Ahora saben que sin nosotros no pueden ganar las elecciones.
    Jorge Ramos habla de “nosotros”. Esa mirada nos hace uno, nos reúne: para esa ingeniería electoral o para las campañas comerciales o para la percepción de cualquier americano blanco o negro las diferencias entre un cubano y un chileno y un mexicano son menores que sus coincidencias: todos somos latinos. Eso sucede en Miami más que en cualquier otro sitio: aquí, de algún modo, ser latino(americano) tiene sentido, es una identidad que se va armando en la mezcla de tantos inmigrantes.
     –Y este es el único lugar de Estados Unidos donde nadie te discrimina por ser latino. Al contrario, aquí hasta tenemos partes del poder: la política, los medios, los negocios, la cultura están llenas de latinos con poder. También eso la hace muy distinta.
     Jorge Ramos es el periodista hispano más conocido del país. Los latinos lo siguen desde hace décadas, las que lleva presentando el noticiero de Univisión; los demás lo reconocieron hace cuatro años, cuando Trump, colérico, lo echó de una conferencia de prensa por una pregunta que no le gustó. Y hace unas semanas Maduro repitió la jugada.
     –Miami es como una gran madre que recoge a todos los que vienen. Pero quizás una madre adoptiva: sabes que te quiere, que te cuida, pero no es la tuya. Aquí, a fin de cuentas, siempre estás de paso.
     –¿Aunque sea durante 30 años?
     –Sí, también. Yo llevo todo ese tiempo pero nunca me imagino terminar aquí, morirme en Miami.
Me lo habían dicho otros. Me pregunto si no es parte de sus atractivos: una ciudad donde uno cree que no se va a morir. Que eso siempre sucede en otra parte.
 –Sí, es así. Uno no puede vivir acá sin pensar cómo sería tu vida si te hubieras quedado en tu lugar, en tu ciudad.
     Me dice Gerardo Reyes, gran periodista colombiano. Es el truco o la cruz del inmigrante: siempre le queda la ilusión de esa vida que podría haber tenido si no hubiera migrado.
     –Y ya no eres de aquí ni de allí, pasas a ser de ningún lado. Esto no es lo definitivo pero se va volviendo definitivo. Al principio uno extraña mucho la vida de allá, trata de replicarla acá, pero de a poco vas entendiendo que no se puede, que tienes que aprender a vivir esta vida. Uno cree que quiere volver pero no vuelve pero lo sigue pensando todo el tiempo.
O, dicho de otro modo: ¿dónde más es posible comer, sin manejar más que unas cuadras, fajitas, empanadas, arepas, un ajiaco, una bandeja paisa, asados, pupusas, feijoada, tiraditos, ceviches, ropa vieja, medialunas, moros y cristianos, salchipapas, anticuchos, sandwichitos de miga, tacos al pastor? Aquí mucho se mezcla, se confunde. Miami es el mejor ejemplo de ciudad en la globalización: la ciudad como mezcla, la ciudad como eslabón de una cadena. El que la usa viene de aquí o de allá, hoy puede estar aquí y allá mañana.
Aquí no hay patria o, si la hay, es algo que está lejos.

Roberto García, en su tienda en un campamento callejero formado por expresos por delitos sexuales. Almudena Toral

–Aquí eres un poco huésped todo el tiempo. No hay una tranquilidad de que llegaste y ya está.
     Jorge Carrasco no cumplió 30 años pero ya tuvo el premio de crónica de la Fundación García Márquez por un reportaje sobre travestis de La Habana. Hace tres años salió de Cuba con una beca mexicana; en cuanto pudo siguió viaje a Miami.
     –En Cuba estás demasiado aislado, quieres saber qué hay del otro lado. Y vienes y descubres que aquí todo es provisorio, de pronto estás en un trabajo bueno y se acaba y ya está, no hay seguridad, no hay una línea recta. Entonces te da el pánico…
     Jorge tiene la cara flaca, un buen corte de pelo, los pantalones serios, los mocasines con adornos; ahora colabora con la BBC y vive con su novio cerca de la playa, al norte de Miami Beach, en un piso chiquito. Y dice que todo es tan caro que hasta las relaciones cambian:
     –Mi novio es peluquero, gana más que yo. Entre los dos pagamos el apartamento. Si yo me peleo con él… Yo lo adoro, lo amo, pero si estuviéramos en Cuba me iría para mi casa, dos semanas, tres, y mientras no tenga ganas de verlo no lo veo. Pero aquí no se puede. Hay momentos en que no quiero verle la cara pero igual me quedo porque no hay de otra…
     Dice, y que le resulta difícil entender a esta gente, que son muy individualistas, que es lo mío primero no matter what, todo centrado en el dinero, tú sabes, esa gente que manejar un toyota y tener internet en el teléfono todo el tiempo es como el fin de su existencia…
     –Pero te faltan muchas cosas. Acá la gente no tiene tiempo para hacer amistad. Están enfocados en trabajar, pagar sus biles, hacer dinero, comprarse lo que quieren.
     –Tú también te lanzaste al sueño americano y te compraste un coche.
     –Bueno, comprar es una palabra tricky. Tramposita.
     Dice: que aquí las personas no compran las cosas, que se meten en deudas por las cosas.
     –Aquí tú lo puedes tener todo pero a pura deuda. Cuantas más cosas tienes, más deudas tienes. Por eso la cantidad de gente que hace bancarrota es una cosa loca. Los inmigrantes quieren tener ciertas cosas pero no pueden comprarlas, porque tampoco tienen buenos trabajos, entonces te metes en deudas, más deudas, llega un momento en que te das cuenta de que no vas a poder salir y te buscas un abogado y te haces una bancarrota. El otro día una mujer me contaba que le dijeron que Fulano debía 50.000 y que iba a hacer una bancarrota y entonces ella le dijo que no, que esperara a deber 100.000, la bancarrota buena es de la de 100.000, si te vas a ir vete con todo.
     Jorge se queja y se divierte: está molesto y fascinado, inquieto. Mañana vuelve a Cuba por primera vez; antes no podía para no complicar su pedido de residencia y ahora está nervioso, dice, como un niño.
     –No sé qué dirán, cómo me ven, en qué me habrá cambiado esta ciudad. No sé cómo soy yo ahora que no era antes. Pero seguro que soy distinto. Esta ciudad te cambia, eso es seguro.

Almudena Toral

Miami fue, antes que nada, cuando la fundaron, a fines del siglo XIX, una playa. La playa es un invento de esos días. Antes, la orilla era esa mezcla, ese espacio limítrofe que no es ni tierra ni mar, ni cultura ni naturaleza, ni sólido ni líquido, ni orden ni progreso; una frontera, una confusión que los hombres evitaron desde siempre. La usaban los marinos, los pescadores, los que no tenían más remedio. Pero en estos tiempos pocos espacios se han valorizado tanto como la playa. Miami es un efecto de ese cambio.
Hace más de 30 años, la primera vez que ví Miami Beach, camino de Haití, los hoteles art-decó se caían a pedazos; los decoraban, en sus galerías, viejas y viejos –mayormente judíos, generalmente neoyorquinos– sentados con mantas sobre las rodillas, en un estado comparable. Miami, entonces, era un buen lugar para morir –si uno estaba dispuesto a morirse durante diez o quince años. Miami era una ciudad cansada, suspendida.
     Todo empezó a cambiar hacia 1980. En abril de ese año el régimen cubano decidió permitir la partida de quien quisiera irse. Cientos de embarcaciones de fortuna salieron de la playa de Mariel hacia Miami. Castro aprovechó para deshacerse de buena parte de lo que le sobraba: entre los 150.000 cubanos que llegaron había más de 5.000 presos, cantidad de malvivientes y malandras y pacientes psiquiátricos y homosexuales: la “escoria”, los llamó el comandante.
     Con ellos y ciertos colombianos llegó el cambio: Miami se convirtió en el gran puerto de entrada de la cocaína y sus lujos y sus corruptelas. El negocio del narco dejaba unos 10.000 millones de dólares de entonces al año, y eso daba para comprarse muchos yates, muchas mansiones, muchos policías, muchos políticos y jueces. “Para bien o para mal, la coca hizo que Miami volviera a ser sexy”, sentenció Anthony Bourdain. En esos días Miami era el rincón más violento de Estados Unidos. Después, la playa la fue salvando poco a poco. Junto con los grandes malls, la volvieron a convertir en una meta del turismo.
En 2018 vinieron 16 millones de turistas que gastaron 25.000 millones de dólares: el PIB de Senegal. Y la mitad de Miami –la mitad pobre, más que nada– vive del turismo, las tiendas y los restaurantes. Como Nueva York, como Los Ángeles, como París o Londres, Miami ha salido en tantas películas, tantas series, que mirarla no es descubrir sino reconocer. Millones de turistas vienen todos los años a confirmar lo que ya vieron, a incluirse con su selfi en la postal.
Hoy domingo la playa de South Beach está tranquila: muchas familias latinas y negras y negras latinas con niños y neveras, unos pocos turistas lechosos encendidos, nenes y nenas que retozan en el mar bajito, arenas blancas, algas, algún pelícano a los gritos, una señora recostada en unos almohadones con un tubo de oxígeno que respira difícil –y no me atrevo a preguntarle si vino a despedirse. Hay, sí, multitud de músculos en vilo. Miami es, también, la ideología de la salud en todo su esplendor. Esa idea tan actual de que la vida que llevamos rompe los cuerpos que nos han tocado y hay que hacer cosas para compensarlo: expiar, pagar tributo. Este es un escenario perfecto para eso y las opciones se multiplican: todos corren, todos se ejercitan, todos se preocupan. O, por lo menos, todos los que pueden. Pero yo esperaba pasarelas de glamour, exhibición de carnes y de brillos; me equivoqué otra vez y es un alivio. Después me dicen que eso pasa en espacios más privados: playas casi cerradas, hoteles, clubes, casas, barcos.
     O en la avenida que bordea la playa, Ocean Drive, con el ocaso. El sol cae y pasa un coche pintado de colores acelerando a fondo, una mujer con más colores todavía en los pelos revueltos, una chica subida a tacos como torres, un muchacho perdido detrás de sus tatuajes, carnes recién compradas que urge amortizar. Son esfuerzos por hacerse ver, por superar esa contradicción de nuestro tiempo: hay que estar a la moda –parecerse– y al mismo tiempo destacar, diferenciarse.
Son turistas. El turismo es la mejor forma conocida –tras la religión– de creer que, por unos días, somos otros: no ser ese que trabaja obecece se comporta sino un ocioso dueño de su tiempo que solo debe divertirse –debe divertirse– interesándose por artes e historias que nunca le interesan o siendo ese haragán de arena y sol que nunca es o ese amante desprejuiciado y exitoso que querría. El placer es sacarle renta a la inversión, poner a trabajar ese trabajo acumulado: usar esos músculos o esas ropas o esos pelos o esas siliconas para hacerse mirar, poder mirar, hacerse tocar, poder tocar, hacerse del poder –efímero– que da la posesión cortita.
     Desear y ser deseado. El poder es beber desde temprano sabiendo que por un día no hay deberes; el poder es rematarse a selfis para que todos sepan cuánto gozas; el poder es no tener que nada; el poder –ese poder tan breve– es ser, una semana, como siempre son los que lo tienen.
El turismo tiene la urgencia de lo que ya conoce –desde el principio– su final.

Tres arrastran grandes maletas con rueditas; uno no. Uno tiene 11 años y reclama su tablet; su madre, una de los tres, le dice que ahora lo ven, que no moleste, y me explica que están sobrepasados.
     –Las valijas, mire las valijas. Nosotros trajimos una, vacía, porque somos precavidos, pero tuvimos que comprar dos más. Y ya están casi llenas.
     Silvia tiene 44 años, una hija de 17, el hijo de 11, un marido de poco más, Patricio; son chilenos. Me dice que vinieron de vacaciones y que parte de las vacaciones es venir a este mall a comprar, claro. El Dolphin tiene 240 tiendas repartidas en 130.000 metros cuadrados: ofertas, ofertas, más ofertas. El mall son pasillos y pasillos, el suelo falso mármol, galerías repletas de negocios y la música fuerte y el rumor de las compras. Las tiendas dicen que son outlets, donde las grandes y medianas marcas venden a precios tentadores –y se deshacen de sus sobras. A diferencia de los grandes malls de lujo, donde hasta el polvo brilla, todo aquí tiene un aire gastado, cansadito –que quizás incluso convenga para convencer al público de que es un outlet verdadero. O quizá solo es cuestión de costos.
     –Pero no se crea que es por impulso, por capricho. Compramos a conciencia.
     Me explica Patricio, casi calvo, serio, alto y flaco: que no, que está muy calculado, que acá las cosas cuestan la mitad que en Chile y que vale la pena, que me imagine lo que van a ahorrar con estas compras. Esto es Miami en todo su esplendor: Miami tal como está inscrito en las mentes de millones de latinoamericanos.
     –Sí, es cierto. Mucho vamos a ahorrar. Y además aquí hay cosas que en Chile no las ves. Qué raro, ¿no? Y mira que nosotros en Chile vamos a lugares buenos, mejores que este…
     Me dice Silvia, con una especie de sonrisa, pero que además cada uno tiene derecho a un caprichito: que el chico se eligió una tablet y está más cara que lo que habían pensado, que Patricio una chaqueta de Armani muy barata, que ella un bolso fabuloso, que la chica todavía no les dijo. La chica, Camila, la mira con el reproche que solo una hija adolescente.
     –Ni te voy a decir.
     –A ver quién te lo paga, entonces.
     Le contesta su padre.
     –Tú, papi, quién va a ser.
     Le dice ella, sin sombra de una duda. Nos rodean esos olores falsos con que los americanos llenan sus ambientes, tan temerosos de los olores verdaderos, y hordas de personas que caminan a paso de turista –lento, levemente arrastrado– arrastrando sus maletas nuevas o sus bolsas en ramos o racimos. Alguna vez querría escribir una Fisiología de la compra, el acto más decisivo de nuestras culturas; aquí será, sin duda, mi trabajo de campo.

Solían venir de compras y volver con las valijas repletas; ahora algunos llegan con lo que pueden traerse y empiezan a buscar trabajo; otros llegan a instalarse en sus mansiones compradas con fondos confusos. Los venezolanos son los nuevos cubanos de Miami, la gran corriente migratoria actual. Nadie sabe preciso cuántos son; se supone que cientos de miles. Y muchos se han instalado en ese barrio que solían llamar Doral y, ahora, Doralzuela.
     –Yo aquí me siento como en Caracas cuando funcionaba, cuando había luz y agua. No, no me siento mal, estoy contenta. Hay servicios, hay lugares para comer nuestra comida, hay gente conocida, hay clubes, los chicos tienen muchas actividades, se vive bien.
     Dice María, el pelo negro, muy sonriente, sentada en su escritorio. María tiene acento caribe, un marido, esta empresa, dos hijos de 10 y 12 años que ahora dicen que son half & half.
     –Hay que ganárselo, claro. Nosotros trabajamos muchísimo. Pero aquí todo se hace por lo legal, no hay que andar repartiendo billete para poder hacer las cosas, y además el esfuerzo da resultado, así da gusto. Lo que me da pena son los que todavía están allá, pobrecitos.
      Allá, por supuesto, es Venezuela. Aquí, en cambio, es un galpón lleno de cajas en una calle desolada.
     –Sí, es verdad que estamos casi como en casa.
Para muchos vivir en Miami quiere decir trabajar en Miami pero vivir muy parecido a cómo vivirían en sus países si en sus países pudieran trabajar, si en sus países no tuvieran miedo, si sus países los cuidaran. Pueden seguir muchas de sus costumbres, comer su comida, ver sus programas en la televisión, leer sus diarios, sufrir con sus equipos, hablar con sus familias en pantallas.
     Miami es la vanguardia y el núcleo duro de este mundo en que las utopías se han hecho individuales: ya no es “mi bienestar depende de que todos lo tengan” sino “quiero vivir ordenado, con poder de consumo, con capacidad de previsión, con garantías y seguridades” –lo que ahora se llama vivir bien. Y no hay manera más extrema de encarnar ese proyecto individual que irse a hacerlo a un lugar que no es tuyo, donde los demás no son los tuyos, donde te importan poco y, además, ellos hacen lo mismo.
     –Aquí no hay una sociedad a la que pertenezcas. Así que te despojas de todo eso que recubre tu deseo de éxito personal. Lo que pasa alrededor no es tu problema. Es capitalismo en estado puro: uno es uno y el resto no te importa.
     Me dirá, otro día, L., cínico escondido.
     –Y si no funciona o no lo logras siempre está la opción de irte: volver o probar suerte en otro sitio.
En el galpón hay cajas, cajas, cajas, latas, latas, latas, bidones para la gasolina, baterías para la luz, más salvavidas para tierras arrasadas. María me muestra una caja de cartón mediana y me pregunta si no es desesperante: son remedios contra el cáncer que alguien, me dice, necesita de urgencia en Caracas; el avión que los iba a llevar se canceló y no sale hasta la otra semana.
     –No sabes, hemos buscado todas las opciones pero nada, no conseguimos nada. Y es una cuestión de vida o muerte.
     En Venezuela María era odontóloga; tuvo un problema con el familiar de un jerarca chavista y la metieron presa. Al cabo de seis meses consiguió la libertad condicional y se escapó; en Miami su marido había empezado a armar esta empresa de envíos. Es un negocio nuevo: muchos de los miles y miles de venezolanos emigrados intentan ayudar a sus parientes con provisiones y remedios. Otros, los que todavía pueden, compran desde Caracas su comida en Walmart o Amazon y la remiten a este galpón, donde se la reempacan y mandan a su casa. Y están las encomiendas preparadas de la empresa: por 100 dolares incluyen unas cajas de arroz, frijoles, spaghetti, leche en polvo, harina pan, café, azúcar, y unas latas de atún y de sardinas, aceite, ketchup, mostaza, mayonesa, cereal, jabón, champú, desodorantes, compresas y papel higiénico. Pero hay rumores de que el gobierno de Trump va a prohibir los vuelos a Venezuela.
     –Siempre es así. Cuanto más se necesita, más difícil se vuelve. Parece que lo hicieran a propósito.
     Yo no me atrevo a preguntarle quién.
Más allá del galpón se extiende Doralzuela: los restos del barrio industrial que supo ser, talleres y astilleros, grúas como dragones, esas casitas bajas más o menos pobres en calles más o menos iguales con jardín descuidado y uno o dos coches en la puerta pero también edificios nuevos que se dicen de lujo, starbucks y restoranes italianos y sudacas varios y un barrio cerrado de chalets con su golf y viviendas sociales y más galpones y depósitos y calles arboladas y calles solitarias y un prado ralo con docenas de vacas y detrás de las vacas el Comando Sur. El Comando Sur es un predio gigante rodeado por rejas y un riacho y en el medio varios edificios, el gran bunker central, el mástil con la bandera de esa patria. El Comando Sur es una atracción de Miami que no suele salir en los folletos: el cuerpo de ejército estadounidense “responsable de proporcionar planificación de contingencia, operaciones, y la cooperación de seguridad para América del Sur, Central y el Caribe”. Su origen se remonta a 1903, cuando Roosevelt mandó marines a Panamá para garantizar que el nuevo país se separara de Colombia y entregara el Canal a los americanos. Desde entonces atacaron docenas de veces; ahora tendrían que ir a Caracas si Donald Trump al fin lo decidiera.
“Politicians and diapers must be changed often for the same reasons. Welcome 2020 elections season”, dice el cartel de una tienda de licores.

Nunca un teatro olió tanto a cilantro. Aquí, en el Colony Theatre de la famosa Lincoln Road, Miami Beach, un grupo de músicos venezolanos pone en escena ¡Viva la Parranda!, un relato de sus vidas de pueblo con historias, canciones y un sancocho que se va cocinando sin apuro: cantan, bailan, relatan, extrañan. El Colony, joyita art déco, fue inaugurado como cine en 1935 por la Paramount; hace ya casi medio siglo que es teatro pero languidecía hasta que lo retomó, tres años atrás, el Art Drama que dirige el venezolano Michel Hausmann.
     –En todos los teatros de este país se ponen obras que podrías ver en Nueva York. Las nuestras son realmente para Miami: queremos conversar con esta comunidad, tan distinta, tan diversa. Miami es más diverso que Estados Unidos, es una ciudad de minorías.
     Michel tiene 37 años, barba, pelo largo, un entusiasmo a toda prueba y una historia de choques con las autoridades de su país que terminó por traerlo a estas playas.
     –Aquí no había nada, una ciudad de millones de habitantes donde no había nada. Y de repente se transformó.
     –¿Por qué una ciudad que siempre había desdeñado la cultura de pronto decidió que iba a ser una ciudad cultural?
     –Bueno, había gente que venía intentándolo desde hace tiempo. Pero de pronto se trajeron Art Basel y todo cambió.
     Art Basel es Miami puro: cualquier otra ciudad que hubiera querido tener una feria de arte de primera línea se habría planteado fundarla, progresar, lograrlo con el tiempo; aquí se compraron una hecha, la más cara, la mejor.
     –Miami creció en una época muy turbia, corrupción, cocaína. Pero siempre las grandes fortunas empezaron con alguien criminal… Miami se hizo rica de manera ilícita y después llegaron las nuevas generaciones y trataron de cambiarlo. Art Bassel fue algo que cambió la trayectoria de la ciudad, convirtió a Miami en otro tipo de destino.
     Miami es una ciudad cuyos ricos y poderosos la piensan, tratan de manejar su evolución. En algún momento decidieron que había que darle una pátina artística; ahora están intentando convertirla en un destino para nuevas empresas tecnológicas –y lo están consiguiendo. Michel se siente un pionero:
     –La historia y la cultura de Miami se han trabajado tan poco, hay tanto por explorar. Yo trato de convencer a la gente interesante de que se mude aquí. Primero, porque los necesitamos. Pero también porque todo está por hacer, hay lugar, hay necesidad. Sí, claro, tener sol tantas horas al día te pone de mejor humor. Pero a mí me emociona la idea de que estamos construyendo algo. Te da una narrativa, un propósito, y eso es lo que uno busca en la vida, ¿no?

En estas calles hay profusión de Harley Davidsons. Para manejar una Harley se precisa una buena panza, algún tatuaje fuera de lugar, el pelo cano con colita atada, la sospecha de que eres alguien que puede un poco tarde lo que siempre quiso sin poder. Eso aquí es otro clásico. Gente de cierta edad viviendo como querían vivir cuando tenían edad incierta: señores más o menos mayores conduciendo sus descapotables con camisas de flores y chicas a juego, señoras con falditas blancas cortas y camisetas ajustadas mirando más al instructor que a la pelota cuando aprenden a jugar al tenis. Darse los gustos, dicen: la marca de la casa. Un lugar para darse los gustos.
Pero Miami es, como todas las ciudades, muchas ciudades. Para recorrerla te pasas horas y horas en el coche o, dicho de otro modo: no caminas. No hay dónde caminar, no hay cómo llegar a pie a los lugares. Y andar en coche o carro por Miami puede ser: o bien meterse en una autopista de cuatro o cinco carriles que podría estar aquí o allá o en todas partes y esperar que circule; o bien enfrascarse en una serie de avenidas tan parecidas las unas a las otras que alcanzaría con sacar los carteles para perderse sin remedio. Dicen que primero alguien inventó el GPS y después, sin saber qué hacer con él, fundó Miami.
En estas calles/avenidas/carreteras las tiendas de las franquicias más frecuentes –McDonald’s, Taco Bell, Wendy’s, Burger King, Walgreen’s, CVS, Pollo Tropical– se repiten sin fin: aparecen, insistentes, al costado de todos los caminos, como si quisieran convencerte de que estás siempre en el mismo lugar.
     Desde el auto, a veces, lo parece. En la ciudad del auto, el grado cero del espacio público es la “plaza” –con esa zeta líquida que el castellano no posee–: esos parkings rodeados por un arco de negocios de un piso, sus carteles, a veces seis o siete, a veces 15 o 20, donde el autonauta parará para poder hacer sus cosas. Son negocios pequeños: venta de celulares, una cerrajería, una casa de empeños, transferencia de plata, un pedicuro, la funeraria pobre, una lavandería, el salón de belleza, el dentista, el vendedor de seguros, el evasor de impuestos, el abogado de divorcios, un peruvian restaurant, la modern mexican taquería, la wines & liquors, y, cada vez más, el Pet Supermarket: los artículos para las mascotas. En un país que se gasta en sus perritos y gatitos el equivalente del PIB de El Salvador, Honduras y Nicaragua juntas, Miami es una de las ciudades con más bestias de casa: una pet-loving city, por supuesto.

Cuesta relacionar el calor y el movimiento de un reguetón con el frío de su grabación. En Miami no hay invierno; para eso se inventó el aire acondicionado. Los aires proveen ese frío que tanto les importa: el frío aspiracional, el frío como conquista, el frío como otro lujo que se compra. El calor es, faltaba más, cosa de pobres.
     –En la industria de la música el 90 por ciento de las cosas corren en Miami. Aquí están las disqueras, los productores, los compositores…
     –¿Por qué están acá?
     –Bueno, para empezar aquí se vive bien. Es ese saborcito latino, te sientes como en casa. Y hay un estilo de vida. Es una ciudad muy nocturna, el alcohol, la fiesta, las mujeres, las drogas, muchas tentaciones.
     Thomaz nació en Venezuela hace 21 años y es reguetonero: tras varias vueltas recaló aquí con todas las ganas de ganar, triunfar, llegar al éxito, esas cosas.
     –¿Te tientan mucho?
     –Sí. A mucha gente le gusta la música, le gusta la fama, todo lo que hay alrededor.
     El Master House Studio es un salón pequeño, la mesa del ingeniero de sonido, tres sofás negros modelo bañadera y una puerta a una cabina ínfima donde Thomaz se encierra para grabar palabras sobre la base que le arma una máquina. No hay mucho más: un muchacho de cabeza rapada y unos tatús discretos que canta solo en una cabina claustrofóbica algo sobre una chica que se saca la ropa para que él la ame o algo así.
     –Yo lo que quiero es que las mujeres se enamoren de mí… y está funcionando.
     Dice Thomaz, se ríe, dice que no, que es mentira –para que yo crea que es verdad. Le digo que si eso es lo que quiere está haciendo un esfuerzo excesivo: que muchas y muchos se enamoran sin tanto trabajo. Él se vuelve a reír y dice que el reguetón es su vida, su pasión, siempre lo fue, y que su gran ventaja es que, a diferencia de la salsa o la bachata, no hay que entenderlo para disfrutarlo.
     –Yo creo que mi generación nació con ese oído reguetonero. Y ahora muchos artistas que antes lo criticaban, como Vives, Shakira, Bisbal, Enrique Iglesias, ahora lo están haciendo.
     Dice Thomaz, que hasta hace unos meses se hacía llamar Thomas The Latin Boy, pero ya no.
     –A mí me gustaba el reguetón calle, no es que quisiera ser maleante pero me gustaba ese estilo. Y siempre se ha mantenido eso de hablarle directo, fuerte a la mujer, pero antes se hablaba más de matar y yo tengo más pistolas que tú y soy más malo que tú, era mucho peor. No es lo mismo promover la violencia que promover algo que en la intimidad a una mujer le gusta que le digan. Realmente a todas las mujeres del mundo en la intimidad les gustaría que les hablen como les hablan nuestras canciones.
     Dice, y decido darle otra oportunidad:
     –¿Estás seguro?
     –Superseguro, sí. A las chicas de nuestra generación les gusta. Es muy complejo: mucha gente las critica pero en las discotecas las que más las cantan son ellas. Parece contradictorio pero así es como es.

En la discoteca LIV hay coñacs a 16.000 dólares, tequilas a 21.000, champañas a 26.000. El cliente paga la botella, pero paga, sobre todo, el respeto o la envidia de los que lo rodean

Ahora, todavía temprano, apenas medianoche, en la pista del LIV hay unas sesenta muchachas –americanas, hispanas, rusas, indias, chinas– y cinco o seis muchachos, sin contar los roperos de seguridad, que nadie confundiría con muchachos. Hay luces que se mueven, un DJ diligente, mucho ruido y cierta expectativa: las chicas dan saltitos con los brazos alzados, en una aproximación bastante convincente a la sensualidad de un androide con poca batería. Varias beben; algunas tienen faldas perceptibles; todas se selfean para que sus seguidor@s no se pierdan el momento: una incluso se transmite en video, trotskista de la disco, militante de la selfi permanente. En LIV el morrito es meta y es bandera.
LIV es una de las discotecas más famosas de la ciudad; está en Miami Beach, en un hotel que se llama Fontainebleau para que ningún cliente lo pueda pronunciar a la primera. Aquí la entrada común puede costar unos 100 dólares y no las venden a cualquiera. Pero ya es la una y en la pista no hay mucha más aglomeración que en cualquier metro en hora punta; por suerte para bailar no queda sitio y la proporción mujer/hombre es solo tres a uno. La situación es tan difícil que algunos ni siquiera pueden selfiarse como deben, pero se ve que igual es un placer: siguen a los saltitos. Alguien alguna vez estudiará el peso del saltito en la felicidad contemporánea, y llegará a conclusiones que nos harán brincar de gozo.
     En LIV hay varias barras de bebidas y las atienden unas chicas de bikini negra inexistente: los habitués les piden tragos de los estantes traseros así se dan la vuelta. Los seguratas son calvos, pesan 114 o más y mascan chicle: miran el mundo como si fuera contagioso. Los que secan el suelo todo el tiempo con un trapo en el pie son más pequeños y no mascan chicle; el aire vibra o tiembla o se conmueve con los bajos. El ruido es tremebundo, el frío más o menos, las personas se mueven maquinitas, todo alrededor de la pista hay islas de sofás que arman espacios bien cerrados, custodiados por sus seguratas porque son zonas más VIP o más caras o más algo; están en pleno medio, bien a la vista para que nadie deje de ver que son más algo, para que nadie se olvide de que esto es Miami, brother, look.
En LIV, en el estruendo, es imposible hablar media palabra. Yo igual querría conversar con alguien, pero es obvio que no entiendo la lengua.
Cada tanto uno de los sofás blindados ordena una botella cara: en la carta –dos pantallas unidas por una funda de cuero– hay coñacs a 16.000 dólares, tequilas a 21.000, champañas a 26.000. Entonces cinco de las chicas llevan sus culos y unas antorchas de bengalas y una de ellas eleva la botella en un estuche de neón y todas bailan ante el cliente que acaba de gastarse veinte sueldos de su mucama en esos tragos. Es preciso que todos lo sepamos: el cliente paga la botella pero paga, sobre todo, el respeto o la envidia de los que lo rodean, el interés o el apetito de las que lo rodean. Es un ritual de apareamiento clásico –el macho va y mueve sus plumas– solo que, en la sociedad capitalista avanzada, el macho compra a otras para que las muevan.
     Y va pasando el tiempo y el alcohol y todo se desata. Chicas se suben a las mesas y a los sofás y simulan coitos sorprendentes: el reguetón permite que una mujer actúe coitos visiblemente masculinos. Hombres las miran embobados; hombres se acercan, más bobos todavía. LIV es uno de los lugares donde Miami más se esfuerza por estar a la altura de su fama: sostener, por ejemplo, los resultados de esa encuesta que encargó, hace unos años, Trojan, el gran fabricante de condones, y que la definió como “la ciudad más sexual de Estados Unidos”: felicidad en acto.

Fue ese beso. Roberto tiene ojos entre azules y verdes, una barbita chiva, la piel ajada, los dientes muy picados, los anillos, dos sirenas tetonas tatuadas en los pechos, dos cadenas de plata con su dije de tibia y calavera, y dice que todo empezó con ese beso:
     –Sí, fue por un beso que yo le metí… le dí a una muchacha menor de edad. Tú sabes, nosotros en Cuba…
     Roberto tiene 53 años y llegó de La Habana hace ya veinte, con su esposa y su hijo. Ahora no tiene ni esposa ni hijo ni casa ni nada: una condena por delitos sexuales lo obliga a vivir en la calle, en esta tienda en cualquier calle. Roberto dice que en su país no vivía mal –era percusionista y buzo, vendía chucherías a los turistas, resolvía– pero que vino a buscar un futuro mejor y se topó con un choque de culturas:
     –Allá nadie se ofende. Uno estuvo con muchachas de 15, 16 años y nunca tuvo problemas, pero uno llega aquí y no sabe cómo son las leyes.
     –¿La chica te denunció?
     –No, la amiguita se lo dijo a la maestra y la maestra me mandó a la policía. La que me metió un beso fue la muchacha, no fui yo. Catorce años tenía, pero mira… Para mí fue el beso de la muerte. Ese beso me ha costado la vida.
     –¿Lo recuerdas?
     –Sí, claro, cómo no. Es una película que no para nunca… Para colmo yo estaba bien, trabajaba en esos campos de golf que compró Trump, y todo se dio vuelta… Y cuando la policía me vino a buscar yo les dije lo que había pasado, no sabía nada, no sabía, ¿me entiendes?
     En su prontuario online aparecen delitos más graves; él los niega:
     –Yo no he violado a nadie, no. Lo que pasa es que cuando fui a juicio ya llevaba tres años en la cárcel y me declaré culpable a cambio de que me dieran por cumplida la condena.
     Le quedaban cinco años de libertad condicional: debía llevar un grillete electrónico y –como todos los sex offenders– no podía residir a menos de 800 metros de ningún parque, escuela, guardería. En una ciudad tan densa, eso deja pocos sitios habitables; Roberto vivía con sus colegas en campamentos de fortuna en los rincones más marginales de Miami. Por eso, dice, no podía enchufar el grillete y se le descargaba, así que un día lo acusaron de haber violado la condicional y lo volvieron a meter en la cárcel: cuatro años. Cuando lo soltaron, hace tres, todavía le quedaban cinco más de libertad condicional, grillete y restricción de residencia.
     –La cárcel es insoportable. Pero a algunos les gusta, almuerzo, desayuno, comida, no hay que trabajar, hablando mierda, oyendo radiecito, prefieren estar presos que en la calle. Yo prefiero estar en cualquier lado menos allí.
     Está aquí: una tienda de campaña azul y blanca, gastada, torcida, delante de una playa de coches rotos apilados y unos bulldozers removiendo la tierra. Alrededor hay otros diez o doce colegas de delito y sus casas son tiendas, toldos, algún sillón sin patas, una silla de ruedas con una rueda mala, un par de bicicletas, una van sesentera. Son, en toda la ciudad, unos quinientos, vagando, acampando donde pueden, esperando que los echen de nuevo.
     –Otros te dicen que para vivir así, en la calle, siempre escapándose, mejor volver a la cárcel. Aquí hay casos terribles, hay gente terrible, pero no deberían demoler a todo el mundo. Hay tipos que de verdad deberían encerrarlos y tirar la llave, pero que no nos hagan pagar a todos este precio…
     Dice Roberto, y que le quedan todavía dos años y no ve la hora. En su tienda hay un catre cubierto de ropa, cajoneras de plástico, bidones de plástico, una bombona de gas con una hornalla, un equipo de música potente, una silla de playa, las zapatillas bajo el catre, un cristo con su cruz, más cadenas colgando, el cenicero repleto de colillas.
     –Estoy jodido, hermano, bien jodido. De vez en cuando aparece algún trabajito, pero tú consigues algo por la derecha y los de la probatoria llaman, mira, este es tal y cual, y automáticamente te botan del trabajo. Tiene que ser alguien que tenga una amistad, que el jefe diga no, a mí no me importa que él sea esto…
     Dice, y se empeña en mostrarme viejas fotos, videos con tumbadoras, su vida en el teléfono. Y me insiste en que vino a Miami buscando su futuro y se encontró con esto.
     –Ay, si hubiera sabido, mi hermano, si yo hubiera sabido…

–Acá el glamour es la calidad de vida: el mar, esas palmeras, los azules, todo ese kitsch, esa grasada. Y que mucha gente se permite una exhibición de cosas caras que en otros lugares no haría. Autos, esas cosas. Lo que tiene Miami es que es muy seguro, entonces cada uno puede mostrar lo que quiere mostrar. Y además acá todo vale.
     –Bueno, es que no hay un grupo prescriptor, uno con el poder de definir qué está bien y qué está mal…
     –Claro, porque acá hay mucha mezcla, Latinoamérica, Europa. No hay líder… Pienso que Faena es como el líder que congregó todo lo más glamouroso, porque como es tan libre, tan real…
     Alan Faena tiene 55 años, el cuerpo hecho a gimnasio, el pantalón y la camiseta blancos que usa siempre que no usa un pantalón y una camisa blancos, y un turbante blanco que le enmarca la cara. Faena es, entre otras cosas, dueño de hoteles que se llaman Faena –en Buenos Aires, aquí mismo.
     –¿Cuando decís que Faena es líder estás hablando de vos o del hotel?
     –No, del hotel.
     Dice, se ríe, me convida un mate. La casa de Alan Faena es poderosa: una de esas falsas coloniales con paredes mediterráneas y tamaño de pequeño mall, jardín de selva, que crecen en los barrios ricos de Miami. En el salón queda poco lugar para personas. Hay, en cambio, confusión de animales más o menos muertos, colmillos gigantescos, piedras y caireles, un trono egipcio, una araña de docenas de luces, un Buda majestuoso redorado, una corona de obispo de Moscú, muchos leopardos de madera en distintas posturas y sillones con tapizados de leopardos y el techo pintado y las paredes rojas y una gran calavera sobre el hogar vacío; un caniche blanco corretea, tan familiar entre lo extraño. Más allá la galería y el jardín y, al final, el muelle sobre uno de esos brazos de mar que aquí se mezclan con las calles.
     –Miami es el mejor lugar para llegar, lindo para las primeras fotos. Después le faltan cosas de las grandes ciudades, que no lo es. Es un lugar de mucha gente de paso. Y Miami Beach es un poco un gran Club Méditerranée, todo tan bonito.
     Faena construyó, además del hotel, más edificios superlujo. Entre ellos el apartamento más caro de la historia local, un penthouse de 60 millones de dólares en una torre frente al mar firmada Norman Foster y bautizada, claro, Faena House.
     –Yo vengo del mundo de la moda, donde lo que importa es generar valor: cómo una camiseta fabricada en China que vos y yo pagamos cinco dólares, yo la puedo vender en 180 y vos la tenés que vender en doce.
     –¿De qué depende?
     –De cómo comunicás, de generar el deseo, de convencer al tipo que lo puede pagar… Y en eso una camiseta es lo mismo que un edificio, un hotel, una ciudad.
     Miami sí sabe venderse. Para bien o para mal, ninguna ciudad influye tanto en la cultura sudaca: ninguna ha definido tanto esos modelos urbanos de barrios verdes y cerrados que los ricos del continente imitan con denuedo, esos malls que reproducen como pueden, esas torres brillosas; ninguna tiene tal potencia para exportar sus músicas y modas y ropas y deseos a toda la región. Y, sobre todo, ninguna ha producido como ella un espacio de cruce donde hay algo que ya no es cubano ni dominicano ni argentino ni estadounidense ni colombiano ni venezolano: algo latino-americano.
Para bien, insisto, o para mal.

L. me dice que a Miami le va bien cuando a América Latina le va mal.
     –Aunque mal puede significar cosas muy diferentes.
     Y se explica: que buena parte de los dineros que pagan estos lujos –estas torres, estos puentes, todo este esplendor– vienen de las cuentas B de los países del Sur. O son los ricos venezolanos que huyen de su país con todo lo que pueden, o los políticos argentinos que quieren esconder su rapiña o los corruptores brasileros o los narcos colombianos o los empresarios chilenos o cualquier otro, que traen aquí los dineros que no quieren o no pueden tener en sus países; que no pueden declarar en sus países, que temen tener en sus países.
     –Son cosas muy distintas, pero el resultado es que esa plata, en lugar de trabajar y mejorar cosas en sus países está aquí sentadita, esperando que vengan cada tanto sus dueños a controlar que todo sigue bien.
     Parece cierto: alguien alguna vez conseguirá calcular cuántos miles de millones que podrían haber servido para dinamizar las economías latinoamericanas, para crear empleos y bienestar en sus lugares, está varado en los brillos de Miami. Es como el castellano: muchos se jactan de su difusión en los Estados Unidos –que ya son más de 50 millones, que es la segunda lengua más hablada– sin pensar que avanza porque tantos migrantes no encontraron en sus países las condiciones necesarias para vivir en ellos y debieron dejarlos: que la difusión del castellano es una medida del fracaso latinoamericano. Y que la prosperidad de Miami es otra: su fracaso para crear trabajo, para crear seguridad, para crear economías que parezcan sólidas, para armar democracias que obliguen a sus ricos, para crear países que los que pueden elegir elijan.
     Que Miami, entonces, tan bella, tan brillito, tan seriamente placentera, sería la pus de esa infección. La metáfora es, sin duda, deplorable. O, dicho de otro modo, que es un error de género: que Miami, más que la capital, es el capital de América Latina.


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