Aquella final partió al siglo XX.
Desde su llegada al programa olímpico, en 1952, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas tuvo un objetivo histórico: vencer a Estados Unidos en los deportes en los que era emblema internacional. En la lucha por la supremacía política entre Este y Oeste el deporte fue ideología; campo de batalla real durante la Guerra Fría.
A los dirigentes del Partido Comunista Soviético les venía guango el lema del dominico francés Henri Didon que sostenía que en el deporte lo importante no era ganar, sino participar. Les venía más a modo la sentencia atribuida al coach de futbol americano Vince Lombardi: ganar es lo único.
Para el politburó, vencer a los americanos era, en efecto, lo único.
Cuatro años después de su debut en las Magnas Justas, la delegación soviética se apoderó de la cima del medallero olímpico de Melbourne 56. Había vencido a “los yankees” en disciplinas tan tradicionales en ese país como la gimnasia, el boxeo y algunas de la pista y del campo. La rama femenil era la gran fortaleza del aparato de Estado que se había alimentado, poco después del triunfo de la Revolución de Febrero, de las reuniones atléticas llamadas espartaquiadas, en las que, a finales de los años veinte, se agregó el baloncesto; deporte creado por el canadiense James Naismith pero rápidamente difundido en todas las universidades públicas y privadas de la Unión Americana.
El basquetbol fue incluido en el programa olímpico en los Juegos de Berlín 36. Estados Unidos, Canadá y México (países que habían desarrollado ligas con calendarios bien definidos) se repartieron las primeras medallas. Desde entonces y hasta la final que partió al siglo XX, la de Múnich 1972, los estadounidenses no perdieron un solo partido; la racha ganadora más larga para un equipo nacional en los grandes certámenes. Con excepción de México 68, la quinteta soviética jugó las finales del torneo olímpico contra la estadounidense entre 1952 y 1972. El partido más apretado entre ambos lados de la Utopía se produjo en Tokio 64, cuando la diferencia fue de siete puntos: 73-66. En México, Yugoslavia venció a la URSS en una de las semifinales y perdería el oro ante Estados Unidos (50-65), en un partido de un solo lado.
Michael Jordan tenía nueve años cuando se produjo aquella final que partió al siglo XX.
Había nacido el 17 de febrero de 1963 (poco antes del homicidio de John F. Kennedy, en Dallas), en Brooklyn, Nueva York. No era especialmente bueno en las matemáticas cuando estudiaba la primaria, pero tenía un talento extraordinario para los deportes; destacaba en el baloncesto, el beisbol y en el futbol americano. Aquella transición de la final de Múnich marcó a una generación de estadounidenses; el invencible equipo de baloncesto estaba a punto de no serlo tanto. Michael sería testigo de primera instancia en la transformación de la contienda deportiva (y política) entre el lado de allá y el de acá.
El equipo estadounidense del 72 fue dirigido por Henry Payne Iba, coach con el que se había coronado en Tokio y en México. Vladimir Petrovich Kondrasin, nacido en san Petersburgo en 1929 y titulado en maestría en deportes en 1952, fue el entrenador más notable en la historia del baloncesto soviético. Había llegado al puesto de técnico en 1971, después de dirigir en varias universidades de la URSS y al famoso Spartak de Leningrado. Era, como suele decirse, un hombre de partido. Camarada que había contribuido al desarrollo del deporte de alto rendimiento en la Unión Soviética, especialmente en la duela. Entraría al Salón de la Fama del Basquetbol en 2007; ocho años después de su muerte (1999).
Después de una polémica arbitral en la que los jueces hicieron un galimatías con el cronómetro en los últimos minutos del encuentro, por fin la Unión Soviética logró vencer al “amigo americano” en “su” deporte (el beisbol y el futbol americano no formaban parte del programa) y la final olímpica. Fue la primera derrota del cuadro estadounidense, que, fiel a su estilo, estaba integrado por jugadores colegiales. El debate sobre el uso de profesionales comenzó a gestarse. Los soviéticos -decían los expertos de los diarios neoyorquinos- eran en verdad jugadores de paga, a quienes el estado mantenía como trabajadores de alta calificación. Estados Unidos -agregaban- jugaba en desventaja contra “esos profesionales marrones” que no eran otra cosa que funcionarios del partido.
La generación de Jordan crecería con aquella derrota sobre las espaldas. En Montreal 76 – los últimos juegos antes de los boicots de Estados Unidos (1980) y la URSS (1984) los estadounidenses recuperaron el podio con un sobrado triunfo (95-74) contra los yugoslavos, que ya dominaban el mapa del baloncesto en el Este europeo.
Michael Jordan tenía 17 años cuando la Casa Blanca anunció que -en represalia a la invasión soviética a Afganistán- no asistiría a Moscú. La respuesta roja sería similar para los Juegos de Los Ángeles 84, en los que Michael Jordan participaría por primera vez como estrella de la Universidad de Carolina del Norte, a la que había ingresado en 1981. Curiosamente, en los certámenes sin “gringos” la URSS no llegaría a la final del baloncesto; en la que Yugoslavia venció 86-77 a Italia.
Michael Jordan, campeón y Jugador Más Valioso de la NCAA con Carolina, se sumaría al penúltimo equipo estudiantil de Estados Unidos. Ganaría el oro a España (96-65) y meses después sería contratado por los Bulls de Chicago como tercera opción del Draft. La discusión sobre el futuro del baloncesto olímpico no dejó de ser intensa en aquellos años, a pesar de los triunfos estadounidenses.
Un año después del triunfo de Michael Jordan y el resto del equipo “americano”, llegó a la Secretaría General del Partido Comunista Soviética otro Miguel: Mijaíl Gorbachov, un político ruso nacido en Privólnoye en 1931. Cuando Gorbachov llegó al poder, la URSS ya se encontraba en una crisis letal. Sus intentos de reformas en política y en economía (Glásnost y Perestroika) no servirían de nada para detener el derrumbe de los muros.
El movimiento olímpico, en cambio, pasaba por su primer gran momento financiero. Después del desastre que significó Montreal 76 para las finanzas de la ciudad, de Canadá completo y para el mismo COI, Peter Uberroth (Evanston, Illinois, 1937) diseñó, como presidente del Comité Organizador de los Juegos de Los Ángeles 84, un plan comercial en el que participaron como nunca antes las marcas deportivas.
Aquellas fueron las primeras justas con balance positivo en las cuentas corrientes. Y dejaron, por fin, una fuerte derrama de ingresos para California y el resto de la economía estadounidense. El catalán Juan Antonio Samaranch (1920-2010) celebró la estrategia de Uberroth y se propuso perfeccionarla: en esos mediados ochenta nació lo que los expertos en mercadotecnia deportiva llaman “gigantismo olímpico”.
Antes del juego semifinal de Seúl 88, la polémica sobre el deporte amateur (colegial en este caso) y el “profesional marrón” soviético se intensificó. A la víspera, la prensa estadounidense pronosticó lo que sucedería en la duela: la URSS (el último equipo de baloncesto soviético) venció a Estados Unidos 82-76. Aquella sería la última quinteta escolar de los “americanos”. Fue la última “batalla ideológica” en el baloncesto olímpico. Un año después, el 9 de noviembre, se vino abajo el Muro de Berlin y en 1990 desapareció la nomenclatura. En Barcelona 92, el COI creó el concepto de Comunidad de Estados Independientes para aglutinar a los atletas que formaban parte de las 15 repúblicas soviéticas.
Entre Seúl 88 y Barcelona 92, el mundo dejó de ser el que fue desde la rendición incondicional alemana de 1945. Y el deporte jugó un papel fundamental en el desarrollo de lo que llamarían Libre Mercado y Globalidad. Después de la humillación estadounidense ante los soviéticos, la Federación Internacional de Basquetbol (FIBA) aceptó discutir la posibilidad de que los jugadores de la National Basketball Association (NBA) tomaran parte en el torneo olímpico. Con Samaranch como presidente, el COI había relajado las restricciones a profesionales en otros deportes. Antes de que se iniciara el calendario de clasificación del basquetbol del continente americano, la FIBA aprobó -con la abstención de la federación estadounidense- la inclusión la NBA en los Juegos de Barcelona. El deporte, con Michael Jordan a la cabeza, sería distinto desde entonces.
Jordan encabezaría a una legión de jugadores de la NBA tan grande como la que había formado Jasón con los Argonautas. Ya bicampeón de la liga más exitosa del mundo con los Bulls de Chicago, Michael compartió elenco con las grandes figuras del profesionalismo. Entre otras, con Magic Johnson, Larry Bird, David Robinson, Patrick Ewing y Charles Barkley, quienes eran ampliamente conocidos en todos los lugares del planeta.
Aquella final que partió al siglo XX, la de Munich 72, fue la causa de la más grande transformación financiera del deporte olímpico. Los derechos de transmisión aumentaron sus costos, la señal de televisión fue más demandada por las compañías de todo el mundo y la venta de suvenires aumentó a niveles insospechados. El deporte fue precursor de la globalidad (la venta universal de mercancías) con un equipo único al que, hábilmente, los mercadólogos llamaron Dream Team.
Y todo había comenzado en un duelo de ideologías en el momento más caliente de la Guerra Fría. La URSS, que venció en el medallero olímpico (1952-1988) a los Estados Unidos, se convirtió en cenizas y sobre sus escombros se edificó el hiperconsumo de productos. La marca Nike, patrocinadora de Jordan, se consolidó como la gran potencia en el negocio de venta de zapatos, camisetas y otros artículos deportivos utilizados por el 23 de los Bulls y por el resto del Dream Team. Adidas, la firma alemana, dejó de ser la principal proveedora de uniformes nacionales, entre los que se encontraba, por cierto, el de la Unión Soviética.
Los Juegos Olímpicos se convirtieron, en ese 1992, en un gran negocio en la industria del espectáculo.
Estados Unidos no perdió partido alguno en los cuatro torneos oficiales en los que participó Michael Jordan.
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