As the World Turns fue una telenovela diaria emitida entre 1956 y 2010. De sus 13.858 capítulos, el más visto fue el de la boda entre Steve y Betsy. Su historia de amor causó sensación y los 20 millones de espectadores que asistieron al enlace siguen siendo la segunda mayor audiencia de un culebrón en la historia de Estados Unidos. El pueblo había hablado: le encantaba ver a Meg Ryan (Betsy) enamorarse. Tanto, que jamás le permitirían hacer otra cosa. Hasta que ella se cansó. En una entrevista para el New York Times, la actriz ha definido su ruptura con Hollywood como “una separación de mutuo acuerdo”. ¿Pero qué ocurrió exactamente para que el público se divorciase de la “novia de América”?
Meg Ryan (Connecticut, Estados Unidos, 1961) nunca tuvo vocación de ser actriz. Recurrió a la publicidad (en un anuncio de Burger King ya explotaba su aspecto de chica corriente interpretando a una cajera) para costearse sus estudios de periodismo y las oportunidades no dejaron de llegar durante los 30 años siguientes. “Nunca me he sentido una de esas actrices por naturaleza. Había cierta música que sabía tocar bien como actriz. Me gustaba, me divertía, pero la interpretación siempre fue algo que tenía que resolver”, aclara Ryan a New York Times. Su orgasmo fingido en una cafetería en Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989) la convirtió en una estrella a pesar de que, como advertía la revista Fotogramas en 1990, “las estrellas no tienen el aspecto de Meg Ryan”.
Ella sola puso de moda a las “chicas de al lado” y resucitó un género, la comedia romántica, que llevaba dos décadas en coma. Su bautismo como “la novia de América”, etiqueta acuñada para Mary Pickford en los años 30, marcaría su carrera para bien (llegó a ser la actriz mejor pagada del mundo) y para mal (no consintieron que fuese otra cosa).
Su bautismo como “la novia de América” ha marcado su carrera para bien (llegó a ser la actriz mejor pagada del mundo) y para mal (no le han consentido que sea otra cosa)
“Comprendo que es un cumplido que te describan como ‘adorable’, pero también siento que se proyectaron en mí ideas que no tenían nada que ver conmigo. ¿La chica de al lado? ¿De al lado de qué? Nunca me he sentido una persona convencional”, reflexionaría años después la actriz. La taquilla de Algo para recordar (Nora Ephron, 1993) multiplicó por 11 su presupuesto: una ratio similar a las de Titanic, Los Vengadores o El despertar de la fuerza. La rentabilidad de las comedias románticas, que aunque fracasaran en las salas acababan dando beneficios en el videoclub y la televisión, equiparó por primera vez en 50 años el sueldo, el poder y el protagonismo de las actrices a los de los actores. Pero también como en los años 30, el estatus de las estrellas requería una fórmula predecible basada en su producto: Julia Roberts era indomable, Sandra Bullock era atolondrada, Meg Ryan era una lunática.
En Algo para recordar se obsesiona con un viudo (Tom Hanks) tras escuchar su testimonio en un programa de radio y llega a contratar un detective para encontrarle. En French Kiss viaja a París para recuperar a su exnovio (spoiler: se enamoraba de un criminal en el avión). En Adictos al amor monta un dispositivo de espionaje junto al exnovio (Matthew Broderick) de la actual novia de su exnovio para separarlos (spoiler: se enamora de Broderick). Y en Tienes un e-mail se enamora por Internet porque en 1998 el ciberromance aún resultaba extravagante e Internet era un lugar feliz, no una plataforma para destruir la civilización. El público celebraba estos arrebatos desquiciados porque Meg actuaba en nombre del amor y porque era, efectivamente, adorable.
Billy Crystal, su compañero en Cuando Harry encontró a Sally, describía a la actriz como “cualquiera de esas chicas con las que querías salir en el instituto”. Rosie O’Donnell, que trabajó con ella en Algo para recordar, aseguraba que “sientes que podría ser tu mejor amiga, que podrías contarle tus secretos y que nunca te traicionaría”.
Hasta su madre, quien la abandonó a los 15 años y con quien no tiene relación desde los 30, expresaba su preocupación ante la adicción a la cocaína de su entonces marido (el actor Dennis Quaid) desde el punto de vista de la imagen de marca: “¿Cómo le afectará eso a la novia de América?”. La madre de Meg dejó a la familia para tratar de triunfar como actriz y a los pocos meses se casó con un periodista. El padre de Meg contó que se sintió sobrepasado por tener que sacar adelante a la familia él solo. Por eso ella se fue a la universidad y se puso a trabajar como actriz para pagarse la carrera. A finales de los 80, Ryan intentó un acercamiento a su madre, pero Dennis Quaid acudía a los encuentros bajo los efectos de las sustancias y aquello siempre terminaba mal. La madre le advirtió de que no se casase con él. Eso irritó a Ryan y volvió a romper el contacto con ella. Un par de años después la madre y su marido empezaron a dar entrevistas contando que su hija era una mujer “fría, rencorosa y controladora”. No se han hablado desde entonces.
Así que el mundo entero asumió que la actriz era como sus personajes: despistada, hipersensible y tan neurótica como inofensiva. Durante toda la década de los 90 encajó en este molde, presumiendo de su matrimonio con Quaid (a quien conoció en el rodaje de El chip prodigioso) como uno de los más estables de Hollywood: se casaron el día de San Valentín de 1991 después de que el actor cumpliese la condición de desintoxicarse (Quaid recordaría que en los 80 la cocaína estaba incluida en el presupuesto de las películas), celebraban “fines de semana misteriosos” en los que uno de los dos preparaba en secreto una escapada romántica y tuvieron un hijo, Jack, en 1992.
Pero entonces llegó Russell Crowe.
“Comprendo que es un cumplido que te describan como ‘adorable’, pero también siento que se proyectaron ideas en mí que no tenían nada que ver conmigo. ¿La chica de al lado? ¿De al lado de qué?”, dice la actriz
“Era una gran historia, sí, pero no era la realidad de mi matrimonio”, confesaría Ryan años después, “Dennis me había sido infiel durante mucho tiempo, lo cual fue doloroso, y creo que me equivoqué al no dar estas explicaciones. Supongo que a la gente le hace sentir bien que una historia sea cuestión de blanco o negro, pero los titulares sensacionalistas no pueden contar una historia tan complicada”. Su siguiente comedia romántica, Kate y Leopold (2001), supuso su primer fracaso comercial. Su siguiente paso profesional, recién cumplidos los temibles 40 años además, era clave. Y decidió quemar todas las naves.
En carne viva (Jane Campion, 2003) era un oscuro thriller erótico en el que Ryan aparecía desnuda, mantenía sexo explícito y no se inmutaba cuando un siniestro policía (Mark Ruffalo) le decía “quiero verte la rajita”. Ruffalo admitió durante la presentación de la película en el festival de Toronto haber sentido nerviosismo en las escenas sexuales: “¿Me van a comparar con Russell Crowe?”. Ryan estaba sentada a su lado y, una vez más, su imagen pública no dependía de ella sino de lo que los demás quisiesen proyectar sobre ella. Ryan defendía En carne viva explicando que “desmitifica la mitología romántica occidental del ‘felices para siempre’ y del príncipe que te rescata; muchas personas mantienen una relación de frustración con ese mito”.
Aquel fue uno de los mayores suicidios artísticos, sociales y, por encima de todo, comerciales que se recuerdan en Hollywood. Ahí estaba la novia de América desmontando un mito que ella misma se había forrado alimentando. Ahí estaba Ryan haciéndole un corte de mangas a todo el que la había juzgado por fulana. Y el público la rechazó como a Julie Andrews cuando mostró los pechos en SOB: sois honrados bandidos (Blake Edwards, 1981).
Que Ryan simulase un orgasmo era cautivador, pero que lo tuviese resultó intolerable. Desde entonces, ha aparecido en siete películas en 15 años (frente a las 21 que hizo en los 15 anteriores). Ninguna ha tenido relevancia alguna.
Hoy confiesa que se retiró porque la interpretación no le despertaba tanta curiosidad como otros aspectos de la vida: “Era como estar en un coche, en uno muy caro, cuyo interior es precioso, así que no te puedes quejar. Pero todo el metal te impide escuchar lo que ocurre fuera de él”
En estos últimos 15 años, se ha dedicado a cuidar de sus dos hijos (adoptó una niña china, Daisy True, en 2003), mantener una relación con el cantante John Mellencamp (con el que se acaba de prometer, tras separarse el año pasado), asistir a conferencias, viajar, redecorar casas, hacer fotografías y escribir. “Ya fui a la luna. Lo tuve todo. Y ya no lo necesito. Ahora tengo libertad real y me centro en lo que me interesa. ¿Qué historia quiero contar? ¿En qué ambiente quiero estar? ¿Qué personas quiero cerca?”, explica. Sin embargo, el público no ha dejado de enjuiciarla: ahora, por haber traicionado la cara que enamoró al mundo entero en los 90.
La cirugía estética ha desdibujado el rostro de la exnovia de América y desde su prejubilación forzosa Meg Ryan no ha dejado de ser el “¡mira cómo está ahora!” favorito de los medios cada vez que se ha puesto delante de una cámara. En la cima de su carrera, su directora en Algo para recordar, Nora Ephron, aseguró que el secreto del éxito de Ryan era que “haría cualquier cosa por hacerte reír, carece de toda vanidad”. Precisamente renunciar a esa supuesta ausencia de vanidad que (de nuevo) otros asumieron en ella se juzga como un pecado imperdonable: es normal que Pamela Anderson se opere, pero que lo haga Meg Ryan se considera desagradable.
Desde su rancho en Chappaquiddick (Massachussets) —una isla de lujosas mansiones y funesto recuerdo porque en uno de sus puentes Ted Kennedy sufrió un accidente que acabó con la vida de su secretaria y con sus aspiraciones a la Casa Blanca— Ryan observa perpleja que ahora todo el mundo busque esa fama que a ella tanto le costó dejar atrás. “La gente es tan feliz en las redes sociales que me resulta deprimente”, lamenta hoy.
Al final de la entrevista en The New York Times, Meg Ryan desconcierta al periodista asegurándole que las comedias que mejor le hacen sentir son las de los siniestros hermanos Coen (Fargo y Barton Fink). Pero quizá esa sea su victoria: que nadie sepa realmente quién es Meg Ryan, porque nadie ha tenido interés en descubrirlo.
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