Migraciones facilita que todos los jóvenes que trabajaron en el campo mantengan sus permisos


Pasan las tres de la tarde y Emeka, un nigeriano de 19 años, se baja del autobús agotado y lleno de polvo. Lleva más de seis horas recogiendo frambuesas a casi 40 grados bajo el plástico de un invernadero y arrastra los pies hasta la casa que comparte con otros 50 jóvenes en El Rocío (Almonte, Huelva). Buena parte de ellos ha cumplido hace poco 18 años y acaba de dejar atrás un peregrinaje por centros de menores que les acogieron cuando, siendo unos críos, se metieron en una patera o en los bajos de un camión para llegar a España. Emeka nunca había faenado en el campo y hasta hace un mes ni siquiera tenía autorización para trabajar, pero la falta de manos en las campañas agrícolas ha dado un giro a sus planes y a los de cientos de jóvenes inmigrantes como él. “Es una oportunidad, es la primera vez que puedo ganarme un sueldo que no es en negro”, explica Emeka con una sonrisa.

La casa de El Rocío, una vivienda típica de la aldea con tres plantas, tiene una decena de habitaciones con literas para seis personas, patios amplios, tres cocinas y varios baños. “Parte del dinero que gane lo enviaré a mi familia y la otra la ahorraré”, cuenta Emeka mientras recibe un saludo efusivo de Mohamed Lankadem, un chico marroquí que con 19 años ha vivido en Melilla -adonde llegó con 13-, Málaga, Tenerife, Parla (Madrid), Bruselas y Jerez de la Frontera (Cádiz). Lankadem hizo un curso de marino mercante en Alicante y debería estar en un barco en alta mar, pero la pandemia truncó el que sería su primer empleo. “Preferiría estar en el camarote, aunque sea muy pequeño, pero recoger fruta, es una salida para mí”, se consuela. Ganan 42 euros por una jornada de seis horas y media.

Lo que no han logrado años de reivindicación de entidades que trabajan por la inserción laboral de estos chicos, lo ha conseguido la crisis del coronavirus. El real decreto del 7 de abril que aprobó el Gobierno para reclutar temporeros entre desempleados abrió la puerta también a conceder autorizaciones de trabajo a un colectivo siempre excluido: jóvenes migrantes de entre 18 y 21 años, llegados a España como menores de edad. Aun tutelados por las comunidades autónomas durante años, la mayoría de estos chicos sale de los centros de acogida sin que se les hayan tramitado sus papeles y, al llegar a los 18 años, se convierten de un día para otro en inmigrantes irregulares. El que tiene suerte y apoyo, como los protagonistas de este reportaje, consigue una autorización de residencia, pero aún así no se les da autorización para trabajar. La norma ha permitido que todos aquellos que tienen ese permiso de residencia y viven en España de manera regular puedan ahora ser contratados.

La aprobación de la norma llevó a un puñado de ONG a volcarse en contactar empresarios y sortear burocracia para emplear a los chavales en los campos. Moahmed Lankadem, por ejemplo, tiene el respaldo de Voluntarios por Otro Mundo, una ONG de Jerez de la Frontera que movió cielo y tierra para colocar a los 30 jóvenes que acoge en sus pisos y a otros 20 que reclutó en casas okupas y de la propia calle cuando los empresarios, satisfechos con el desempeño de los chicos, le pidieron más trabajadores. “Para ellos es una gran oportunidad porque no tienen arraigo social, ni familiar”, celebra el director de la entidad, Michel Bustillo. “Es una manera de que se sientan orgullosos y seguros con su primer trabajo y su primera cuenta bancaria. Es un paso más para su integración”. Bustillo espera que los chavales puedan enlazar la campaña de los frutos rojos en Huelva con la recogida de la fruta de hueso en Lleida.

Este no es el empleo de sus sueños y además trabajan sin comer ni beber porque están en Ramadán, pero se les ha abierto una puerta antes cerrada a cal y canto por las exigencias de la ley. Sus permisos, en principio, acaban el próximo 30 de junio, pero se estudia prorrogarlos hasta septiembre, mientras la Secretaría de Estado de Migraciones busca la fórmula jurídica para que su paso por las campañas agrícolas sea el primero de su incorporación completa al mercado laboral. Aún no hay constancia oficial de cuántos son, aunque solo en Andalucía y Cataluña ya suman más de un centenar de contratos y hay más de 300 apuntados en la bolsa de trabajo. El único dato oficial de la Secretaría de Migraciones es que 450 extranjeros han firmado un contrato gracias al real decreto. Este incluye a temporeros a los que prorrogaron sus autorizaciones de trabajo para que continuaran en las cosechas y a los jóvenes extutelados.

“Quiero ser un chef famoso”

A 1.000 kilómetros de El Rocío, Mohammed Gheziel y Mouad Lmadani, dos chicos marroquíes de 18 años, limpian vides de garnacha y moscatel en un campo familiar de Batea, Tarragona. A Gheziel hay que arrancarle su historia con preguntas y frases cortas, pero hace un esfuerzo por contarlo. Fue un chaval rebelde en Marruecos, consumía drogas y le costó centrarse en sus primeros meses en España. Le cambió la vida un curso de asistente de cocina que hizo en un restaurante con una estrella Michelín y el trabajo que consiguió después, con solo 17 años, en un hotel donde se celebraban bodas, bautizos y comuniones. “Servía a 1.000 personas cada fin de semana. Ahora sé hacer foie y sushi y me gustaría ser un chef famoso”, cuenta.

“Mohamed ha cambiado mucho. Cuando llegó era muy joven y no tenía las cosas claras. Si a los que les falta les das un objetivo o un hilo del que tirar es difícil que se pierdan. Hay que darles la oportunidad a todos”, defiende Ilene Glasser, la directora de los pisos de inserción laboral para jóvenes inmigrantes que gestiona la Fundación Diagrama en Cataluña. Poco después de encontrar, por fin, su vocación en la cocina, Gheziel cumplió los 18 años y ya no podía trabajar. No lo pensó un segundo cuando le ofrecieron ser temporero. El martes fue su primer día, hacía un calor sofocante, tenía la boca seca y se llevaba constantemente la mano las lumbares, pero ahí estaba, de vid en vid, en ayunas y mascarilla.

Lmadani, que faena a su lado, habla castellano con elocuencia y cuela en su relato palabras como “éxito” y “autoconfianza”. En Marruecos siempre sacó buenas notas y se empeñó desde los 13 años en venir a España. En su familia, dos primos y un tío habían muerto en una patera y su madre se negó en redondo a dejarle marchar hasta que, a los 17 años, no pudo frenarle más. “Quería un buen futuro y seguir formándome para poder conseguir mis objetivos. Ahora tengo dos: trabajar en una cocina o como mediador. Menos mal que la convencí porque valió la pena”, celebra.

Este es su primer contrato y le parece injusto no haber podido trabajar antes. “Participé en un concurso de cocina con más de 500 personas y quedé cuarto”, cuenta orgulloso. Ganó un certificado y un kit de cuchillos y asegura que tres personas le ofrecieron empleo. “Me dijeron que podían hacerme un contrato de tres o seis meses, pero que de un año, como me pedía la ley para conseguir mi permiso, era imposible”, lamenta. “No lo entiendo. ¿De qué sirve tener papeles de residencia si no puedes trabajar? Espero que cambien algunas normas”.

La medida, ahora celebrada por las entidades, no estuvo exenta de debate interno porque suponía poner los ojos en este colectivo solo cuando hizo falta paliar la falta de mano de obra. “Hubo discusión, claro, pero al final es una oportunidad. Hay que verlo como un precedente que pueda aplicarse a otros trabajos y otros periodos. Hay muchos chavales con potencial en todos los sectores”, argumenta Glasser. Lmadani lo agradece. “Este no es mi sitio, pero es lo que toca. España me ha ayudado mucho y si mi trabajo contribuye a levantar el país, me hace sentir bien”.

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