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Mira lo que me obligas a hacer

Que la víctima se sienta responsable de lo que le ocurre: la transferencia de la culpa a la víctima es un mecanismo muy habitual en las relaciones de dominación, y especialmente, las que utilizan la agresión y el maltrato como arma de sometimiento. “¿Ves lo que me has obligado a hacer?”, le decía el hermano L. del colegio de La Salle de Premià de Mar al escritor Alejandro Palomas después de violarlo. El sentimiento de suciedad y de culpa que semejante frase provoca en un niño de ocho años le hizo sentirse tan desamparado como la colilla del primer cuento que escribió y recordarlo aún le hacía llorar el otro día en el programa Café de Ideas, de Gemma Nierga. Solo muchos años después, con una carrera literaria consolidada y cuando su madre había muerto y no podía causarle dolor, el escritor se ha sentido con fuerza para denunciar los abusos que le han marcado de por vida.

También el pianista James Rhodes narra en Instrumental, su libro autobiográfico, lo culpable que le hacía sentir su profesor de boxeo mientras abusaba de él entre los 6 y los 10 años, y las secuelas mentales de esa dominación, que incluyen episodios de depresión, autolesiones y varios intentos de suicidio. El mismo mecanismo de transferencia de culpa ha sido muchas veces descrito por mujeres que han sufrido violencia machista. Es muy frecuente que el agresor les haga sentir culpables de sus estallidos de violencia y, en su masculinidad herida, se presente como víctima de aquella a la que está agrediendo.

El falso victimismo del agresor es un recurso también frecuente en las estrategias de dominación colectiva y resulta sorprendente la forma tan nítida en que se observa en el discurso que utiliza Putin para justificar la invasión de Ucrania. Según él, es el Gobierno de Kiev, en manos de neonazis y drogadictos, el que, en contubernio con el imperialismo occidental, representa una amenaza para Rusia, lo que le obliga a recurrir a los tanques para hacerse respetar. Muchos analistas han visto en la actitud de Putin la imagen del macho alfa herido en su orgullo. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar?, se preguntan. Para saberlo habría que entrar en su mente y eso es lo que ha intentado hacer el filósofo francés Michel Eltchaninoff, especialista en historia de la filosofía y del pensamiento ruso, en su libro En la cabeza de Vladímir Putin, escrito en 2015 tras la anexión de Crimea.

Putin lleva tiempo intentando encender en Rusia la llama de la nación perseguida, influido por dos pensadores que alimentan la mística del pueblo elegido y el victimismo. Putin se declara admirador del historiador y antropólogo Lev Gumilev (1912-1992), autor del concepto passionarnost, algo así como el alma de un pueblo, la energía biocósmica que lo inspira y lo impulsa. Putin cree, con Gumilev, en el auge, plenitud y decadencia de las etnias, y considera que la rusa no ha alcanzado todavía su punto culminante. En su discurso del año 2012 en el Salón de San Jorge del Kremlin, ante 600 dignatarios, Putin dijo: “Quisiera que todos entendiéramos claramente que los próximos años serán decisivos. Quién tomará la iniciativa y quién permanecerá en la periferia e inevitablemente perderá su independencia dependerá no solo del potencial económico sino principalmente, de la voluntad de cada nación, de su energía interna, lo que Lev Gumilev denominó passionarnost”. Quince meses después, se anexionaba Crimea.

El otro pensador en el que Putin se inspira es el historiador Ivan Ylyin (1983-1054), el gran teórico del nacionalismo victimista ruso. Con Ylyin, Putin considera que desde el siglo XVIII, Europa y Occidente se interponen en el destino de Rusia. Tras la caída de la Unión Soviética, el imperialismo occidental intenta “acorralarla en una esquina del continente” hasta desmembrarla, comenzando por Ucrania, que ha caído en manos de un Gobierno ilegítimo al que no queda más remedio que aplastar. Mirad lo que me habéis obligado a hacer.

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