Cuando dos boxeadores están muy cerca, casi pegados, es fácil que se inmovilicen mutuamente. Al alejarse, es más sencillo que los golpes vuelen. La metáfora es de Nicholas Mulder, quien explica en The Economic Weapon por qué la interdependencia económica es una contención a la guerra. Claro que el mundo al que nos dirigimos no es el de la interdependencia sino el del desacoplamiento, lo que implica la vuelta a los viejos antagonismos e imaginarios ideológicos de la Guerra Fría: Occidente se remilitariza bajo el paraguas de la Alianza Atlántica, devolviendo a EE UU una renovada hegemonía contra un enemigo común, el bloque de las autocracias rusa y china. “¿Dónde quedaría aquí el sueño liberal de convertir a la UE en una fuerza global estratégicamente soberana que rivalice de manera creíble tanto con una China emergente como con un EE UU en declive?”. La pregunta la formula el sociólogo Wolfgang Streeck, en un guiño a aquella idea de De Gaulle de una Europa como “potencia de equilibrio”.
Este revival recalentado de la Guerra Fría es la inevitable situación a la que nos aboca el matonismo de Putin, pero las dudas de Streeck sobre el futuro de Europa deberían entrar en la ecuación de las decisiones que estamos adoptando en esta guerra. Por ejemplo: ¿la militarización del continente bajo el mando atlantista dejará espacio para aquella autonomía estratégica de la que tanto se hablaba cuando Trump ocupaba la Casa Blanca? El debate podría volver en noviembre si los republicanos se hacen con el Congreso, o incluso con la presidencia, con Trump como posible candidato dentro de dos años. Pero, ¿y si el momento OTAN no implica su revitalización? Lo dice Adam Tooze, quien explica que Ucrania ha confirmado el fracaso de una organización que fue creada, precisamente, para contener la expansión rusa y mantener la paz en Europa. Porque, más allá de respaldar a Ucrania, ¿cuál es la visión de EE UU de un orden de seguridad viable en Europa? Washington no comparte vecindad con Rusia. Nosotros sí. Y si la guerra se cronifica, sería como tener un Afganistán en nuestras puertas, con el coste humanitario, económico y político que supondría. Incluso con coste democrático.
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Son dos visiones interesantes. Para Streeck, los planes para recortar la ayuda financiera a Polonia o Hungría por violentar el Estado de derecho se verían eclipsados por los objetivos estratégicos de la OTAN; para Tooze, una campaña anti-Rusia de EE UU en los países del Este azuzaría su radicalización nacional. Porque la verdad es que Putin nos está dejando poco margen de maniobra. Y aunque el “ni Putin ni la OTAN” no es más que una inservible falacia argumentativa, sí es urgente reflexionar sobre cómo reubicaremos el proyecto europeo bajo el nuevo abrazo del liderazgo atlantista, al amparo de EE UU. Si no lo hacemos, nos veremos arrastrados por los acontecimientos, y ahí, sin duda, perderemos todos.
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