Donald Trump se convirtió ayer en el tercer presidente en los 243 años de historia de Estados Unidos que se verá sometido a un juicio en el Senado para decidir sobre su destitución. La mayoría de la Cámara de Representantes lo declaró culpable de abuso de poder y obstrucción al Congreso. Y estos dos hechos, independientemente del resultado final del proceso, quedarán para siempre en el debe de un mandatario que desde que comenzó su carrera presidencial ha hecho del desprecio a la clase política estadounidense una de sus banderas. La resolución aprobada en la madrugada de ayer envía un claro mensaje no solo al presidente sino también al electorado estadounidense: nadie está por encima de la ley.
En una democracia, la destitución de un presidente es un proceso traumático per se, porque significa revertir —sobre la base de unos hechos graves, claramente estipulados y comprobados— la voluntad popular expresada en las urnas. Y ese trauma va más allá del destino final del juzgado. Trump todavía —y probablemente— puede ser absuelto por el Senado, donde el Partido Republicano goza de mayoría, al contrario de lo que sucede en la Cámara de Representantes. Pero los efectos del proceso ya se han visto antes de llegar a esa instancia. Las once horas de debate en la Cámara baja mostraron un panorama político profundamente dividido con unos congresistas republicanos completamente reacios a tener en cuenta las pruebas y argumentos a favor de la destitución presidencial. Mientras sí que hubo congresistas demócratas que votaron en contra de su partido, sus homólogos republicanos se limitaron a repetir —ciertamente de una forma más elegante— las mismas consignas de Trump tendentes a desacreditar este impeachment por considerarlo sesgado políticamente.
Contrasta la actitud en un día tan importante de la presidenta de la Cámara y líder de la mayoría demócrata, Nanci Pelosi, y del presidente, quien aspira a la reelección en el año que entra. Mientras la primera acudió al Congreso vestida de negro, utilizó un tono solemne y recalcó que no le producía ninguna alegría lo que estaba sucediendo, el segundo hizo saber que no había seguido el debate y decidió darse un baño de masas donde repitió sus amenazas y descalificaciones al Partido Demócrata. Además, horas antes de la votación había dirigido una carta a Pelosi —una novedad, habitualmente se limita a las redes sociales— plagada de inexactitudes y ataques contra sus rivales políticos. Trump sigue dando muestras de no entender la gravedad de lo sucedido, y mucho menos de la gravedad de su actuación. Ahora el Senado deberá juzgar los hechos en un proceso que puede ser largo en pleno año electoral. Y aunque Trump gane, su mandato ha quedado manchado para siempre.
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