Morir sanos y salvos (advertencia desde Italia)


La creciente fragmentación es uno de los principales rasgos de la actual época política europea. En varios países, el voto se reparte de forma más equilibrada que antaño en el espectro parlamentario y obliga a dinámicas de diálogo y consenso cada vez más complejas. Como en otras circunstancias de la historia, también en este sentido Italia resulta un interesante laboratorio político adelantado. Su trayectoria de las últimas décadas es, en el fondo, una gran advertencia acerca del efecto aniquilador de la fragmentación mal gestionada, estéril, indispuesta o incapaz –¿hasta temerosa?— de emprender cambios de calado. De lo arduo que es reanimarse una vez que se ha empezado a desfallecer por esa vía.

Italia mantiene rasgos de excelencia en múltiples sectores. Cuenta con una industria vigorosa, una sociedad civil en mucho sentido vital, un irreductible instinto para la belleza. Pero cualquiera que la haya conocido durante tiempo percibe la sensación de declive, una melancolía de fondo que es la traslación emocional de datos macroeconómicos contundentes. Valgan dos por todos: dos décadas de estancamiento (entre 2001 y 2020 el PIB se ha encogido un 0,2% de media anual, frente a un crecimiento del 0,8% de la Zona Euro y un 1,2% de Alemania); y la hemorragia de talento y energías, casi un millón de italianos emigrados en la última década, un cuarto de ellos licenciados, según datos del Instituto de Estadística italiano.

La decadencia parece tener un reflejo incluso en el plano cultural, elevado en las primeras décadas de la República a niveles estratosféricos por titanes como Calvino, Montale, Pavese, Fellini, Pasolini y tantas otras figuras universales. Por supuesto permanece la excelencia: Giorgio Parisi acaba de ser galardonado con el Nobel de la Física y hay muchos intelectuales y artistas brillantes. Pero es difícil escapar de la sensación de que el empuje es menor. De que la ineficiencia de la política ha acabado funcionando como una enorme sordina sobre el país.

Con algunas excepciones, durante décadas la política italiana ha permanecido instalada en el cortoplacismo, en la componenda de bajo vuelo, anteponiendo el ahora al mañana, los mayores a los jóvenes, la comodidad al sueño. Naturalmente, la política no es un ente aislado, y sus fallos son el reflejo de los límites de la sociedad. En el declive concurren razones históricas, culturales, éticas.

En esta fase, la melancolía que tuvo tintes de resignación parece haber recobrado algo de esperanza, a veces con un punto de fe casi místico, con Mario Draghi en el poder. Esperanza de que logre restituir vitalidad a Italia. Sacarla de esa deriva, de esa actitud pasiva que posterga acciones difíciles, que elude infligir daños actuales aunque sea para bienes futuros, tocar intereses particulares beligerantes aunque sea para el bien general. Sacarla de una manera de vivir que es un morir sanos y salvos poco a poco.

Hubo un momento parecido en 1993 con el Gobierno Ciampi, otro exgobernador del Banco de Italia de gran altura. Esa experiencia ilustra que difícilmente un liderazgo brillante aislado genera nuevas dinámicas duraderas. La única solución realmente eficaz en la fragmentación parlamentaria es un auténtico respeto democrático al valor de los votos ciudadanos que los demás representan y la disposición a pagar un precio político por el bien colectivo.

A veces es difícil divisar la frontera entre una actitud prudente y una cobarde; entre un cambio valiente y uno irracional. Muchas vidas quedan marcadas para siempre por un error de cálculo en esos dilemas. Pero quizá es peor todavía quedarse paralizados ante ellos, bloqueados en la incapacidad de decidir, por una enfermiza fragmentación de la voluntad que, de forma incruenta, mata un poco cada día.

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