Mucho más que paella, tortilla y croquetas: las joyas de la gastronomía española de las que se habla poco


Justo cuando creíamos que los muffins, las cupcakes, los macarons y otros dulces foráneos habían colonizado nuestro paladar, el cañí, tradicional, popular y galdosiano lazo frito de harina, agua y sal ha recobrado fuerza inusitada. Como si quisiéramos reafirmar que seguimos vivos y atados a este mundo anclándonos a las raíces de nuestra gastronomía. En estos días de desescalada, no hay más que pasearse junto a una terraza a la hora del desayuno o la merienda para contemplar numerosos conciudadanos entregados a la satisfactoria tarea de mojar churros en café o chocolate. ¿Tanto los echábamos de menos?

Pocas recetas hay tan castizas como la de estos “buñuelos estrechos y alargados, como una flauta, en ocasiones estriados, que cuentan con dos características que los hacen irresistibles: la manera de elaborarlos —fritos— y el punto crujiente que tienen recién hechos” (así los define la enciclopedia España: Cocina abierta, elaborada por la Real Academia de Gastronomía en colaboración con Google). Algunos remontan su origen al siglo XVI, cuando los pastores los consumían como sustituto del pan; también se dice que fueron los portugueses quienes los copiaron de China. El cuadro Vista de la Carrera de San Jerónimo y el Paseo del Prado con cortejo de carrozas, de 1686 y atribuido a Jan Van Kessel III, ya plasma entre los personajes de una escena cotidiana en una esquina madrileña a unas vendedoras de churros. En el Madrid del siglo XIX competían con barquillos y rosquillas en las chulescas verbenas y, exportados a América, los churros también cobraron un inveterado aprecio en México y Argentina, que dura hasta nuestros días.

Este alimento ha dejado su grasienta impronta en toda España, pero con distintos nombres: en Sevilla se les llama calentitos y en Granada, tejeringos

No deja de ser llamativo que en tiempos de cultura healthy renazca esta fritanga, pero es que nos recuerda de dónde venimos. “Es un producto creado a partir de cuatro elementos que están en todas las casas: harina de trigo, aceite, agua y sal”, indica José Berasaluce, historiador especializado en gastronomía. “Se asocia con la vida diaria, con la supervivencia, con las clases populares; la fritura forma parte de la dieta española. El aroma a churros recién hechos que se mezcla con el del pescado impregna todas las plazas de abastos y es una seña de identidad de nuestra idiosincrasia”.

Prueba de que relacionamos los churros con su atavismo es el escaso éxito de aquellos que venden congelados y embolsados; no son lo mismo. Como reflexiona Berasaluce, “no se ha producido el proceso de industrialización del churro. Todo el mundo sabe que los churros congelados que venden en el supermercado son un fake. Es la masa fresca y un poco fermentada la que le da el punto de crujiente”.

Al contrario que otras recetas cuyo calado se limita al ámbito regional, el churro ha dejado su grasienta impronta en todo el territorio nacional. En Sevilla los conocen como calentitos (y como calentería el lugar donde los elaboran). En Granada se refieren a ellos como tejeringos. Este pasado 8 de junio, el Ayuntamiento de El Puerto de Santa María (Cádiz) descubrió una placa en homenaje a Charo la de los churros, quien con 60 años en el negocio es historia viva de la ciudad. En las faldas del Pirineo aragonés y catalán, históricas churrerías infunden calórico vigor a los intrépidos montañeros antes de la escalada. Luego están las porras, hermanas del churro a las que se añaden una pizca de bicarbonato y algo más de harina en la mezcla…

Contra la incertidumbre, agarrarse a un churro ardiendo

Que recurramos a tan arraigada receta justo en estos momentos complicados tiene explicación. “Las comidas tradicionales son las que tienen mayor poso sociocultural; son las que nos enlazan con nuestro pasado, con nuestra niñez, con las memorias gustativas… Son las que nos dan un poco de estabilidad, aquellas a las que recurrimos cuando queremos sentirnos vivos. Es la comida que nos conecta con nosotros mismos, lo que fuimos y todo nuestro grupo”, expone Xavier Medina, catedrático de Antropología de la Universitat Oberta de Catalunya y presidente para Europa de la Comisión Internacional de Antropología de la Alimentación.

Los churros estarían cumpliendo, pues, la función de magdalena de Proust (conviene subrayar que es el aroma del té donde moja la magdalena, “el perfume, habrían dicho en Combray, de una taza de té”, lo que hace viajar a su niñez al protagonista de En busca del tiempo perdido). Nos transportan a tiempos pasados posiblemente mejores. “Es bastante normal —añade Medina— que en momentos en los que justo lo que pierdes es la estabilidad, en los que la normalidad desaparece, en que te falla el suelo bajo los pies y realmente ves que lo que te ha fallado es lo que tenías seguro, la gente busca seguridad. Y la seguridad en este caso te la dan las cosas conocidas, que sabes que no van a fallar, que sabes que te gustan. Te hacen pensar que hay cosas que no cambian y todo mejorará”. Ya durante la etapa más dura del confinamiento a muchos nos dio por aferrarnos al pasado a través de la cocina. “La gente se metió en su casa y se puso a cocinar cosas normales, que dominaban o echaban de menos”, añade el antropólogo. Se refiere, claro, al horneado de pan casero y de bizcochos tradicionales.

En cierto modo, esa recuperación del churro podría enmarcarse en la tendencia de convertir lo antiguo en moderno, como esos bares con paredes de azulejos y pizarras que anuncian raciones de cecina ahora transformados en templos hipsters. Así lo argumenta Xavier Medina: “La industria alimentaria ha hecho que perdamos un poco la conexión del consumidor con el origen del alimento. Ya desde los años ochenta empezamos a ver una revalorización de la tradición, de la búsqueda de lo que es lo contrario de la industria alimentaria, de lo que es bueno, puro, artesanal, la cocina de la abuela. En ese mismo sentido, vamos buscando las cosas como eran antes”.

Churros con salsa, crema y hasta picante

Aparte de ese carácter nostálgico, en el rescate del churro hay también un componente gastronómico; si no estuviera tan rico, no lo seguiríamos consumiendo bien entrado el siglo XXI. El secreto radica, según Juan Alfonso, churrero y propietario de Chocolat Madrid (establecimiento del capitalino barrio de Las Letras), en su pasmosa sencillez: “La masa no tiene ningún misterio. La clave está en poner cariño en su elaboración, y eso se traduce en molestarse en cambiar el aceite como máximo cada dos días, y prepararlos al momento. Esa es la forma de que salgan dorados y crujientes”.

A partir del churro base pueden elaborarse un sinfín de interpretaciones… que no todos los puristas verán con buenos ojos. En la actualidad es posible encontrarlos rellenos, con toppings o incluso con coloristas coberturas. Algunas de las adaptaciones más audaces las están haciendo en Comaxurros (Barcelona), donde preparan churros caramelizados rellenos de crema catalana, con salsa de vainilla y fresa o el “xurrito bravo”, salado y con salsa picante. “Su sofisticación del churro es muy interesante”, dice Berasaluce. En 2017, el chef chino Julio Zhang incluyó en la carta de su restaurante Lamian (Madrid) una variante que cuenta con crema de licor irlandés entre sus ingredientes. A diferencia del churro de toda la vida, estas novedosas versiones permiten que se amplíe su horario de consumo. “Lo puedes tomar a lo largo de día a modo de snack”, añade el historiador.

“Las comidas tradicionales son las que tienen mayor poso sociocultural; son las que nos enlazan con nuestro pasado, con nuestra niñez, con las memorias gustativas…”, explica el catedrático de Antropología Xavier Medina

Porque otro rasgo de los churros clásicos es su versatilidad. Lo mismo le infunde a uno energía para todo el día cuando los desayuna, que sirve de consistente merienda o apetece de madrugada, tras una noche de copas. De ahí que la chocolatería madrileña San Ginés, toda una institución —la menciona Valle-Inclán en Luces de bohemia (1920)—, mantenga sus puertas abiertas las 24 horas del día. Aunque puede tomarse perfectamente con un café, es mojado en chocolate como el churro alcanza su máximo esplendor. Todo se debe a que ambos elementos se complementan. “El aceite tiene un componente que eleva mucho la acidez —dice José Berasaluce—, y se necesita rebajarla echándole azúcar o mojándolo en un buen chocolate. Además, la untuosidad de este contrasta con el toque crujiente del churro. No es para desayunar todos los días, pero es la mezcla perfecta”.

Desde luego, no es un manjar del que convenga abusar. Partiendo de la receta clásica (un vaso de agua por cada vaso de harina), una ración de cuatro unidades aportaría 179,5 calorías; dos gramos de proteína vegetal; 8,3 gramos de grasa, la mayoría poliinsaturada (si se fríen con aceite de girasol) o monoinsaturada si se elaboran con aceite de oliva virgen extra; y 24,3 gramos de hidratos de carbono (de los cuales, 10 gramos son azúcares simples), según los cálculos de la dietista-nutricionista Alma Palau.

“Una ración equivaldría al 9% o 10% del valor calórico total de una dieta de 2.000 kcal”, añade. “Se recomendaría su consumo de forma esporádica, una o dos veces al mes, sobre todo en personas sedentarias (en personas muy activas podría aumentarse su consumo). Resulta más adecuado consumirlos en el desayuno que en la merienda, para favorecer que gastemos esta energía con la actividad física del día. Del mismo modo, no se debería recomendar a prácticamente ninguna persona con patologías previas como diabetes, obesidad, enfermedad cardiovascular, etcétera”. Lo bueno es que no hace falta hincharse: basta un solo bocado para deleitarse con su sonoro y evocador crepitar. De ahí que vuelvan a venderse… como churros.


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