Líder de opinión hasta el final, al presentador de televisión Larry King no le sirvieron de mucho sus últimos mensajes públicos, en los que exhortaba a sus seguidores a usar mascarilla y mantener la distancia social. La leyenda televisiva ha muerto este sábado a los 87 años tras haber sido ingresado por coronavirus en el Cedars Sinai Medical Center de Los Ángeles en Navidad. El comunicador estadounidense que hizo de la entrevista un arte arrastraba dolencias previas que el contagio del virus acabó de rematar, si bien sus allegados no han hecho pública la causa de la muerte.
Su telegenia, credibilidad y una reconocible imagen, con sempiternos tirantes, gafas de pantalla panorámica y corbatas estrepitosas, acuñaron la televisión moderna en Estados Unidos, esa que combina el ritmo del espectáculo y el rigor informativo, con un tono afable y despreocupado pero a la vez incisivo que anticipaba el instinto de sabueso de sus herederos en las ondas, como la peleona Christiane Amanpour, por citar solo a otra estrella catódica. Durante un cuarto de siglo presentó en la CNN, la cadena que ha redimensionado la información televisiva, el programa Larry King Live, en el que entrevistó a todos los presidentes de EE UU en ejercicio desde 1974 y a un buen número de mandatarios internacionales como el palestino Yasir Arafat o el ruso Vladímir Putin.
King abandonó la CNN en 2010, pero siguió en la brecha con un programa de entrevistas difundido en su web. Dos años después lanzó Larry King Now en Ora TV, un canal de vídeos por suscripción. Hace dos meses, al cumplir 87 años, agradeció en la red social Twitter todos los mensajes de felicitación que le habían hecho llegar colegas y admiradores, junto con una fotografía en la que aparecía con buen aspecto pese a su diabetes tipo 2, y las muescas de varios ataques cardiacos y un cáncer de pulmón superado. En 1987 sufrió un infarto masivo que requirió un quíntuple baipás, una experiencia que compartió en dos libros y un documental de televisión británico. La vida también le golpeó duro: el verano pasado perdió a dos de sus hijos en un intervalo de tres semanas.
Forma parte de la historia del periodismo su cobertura de la guerra del Golfo de 1991, la primera retransmitida en directo por televisión, desde la lluvia de misiles que trazaba elipses de colores sobre el Tigris hasta el cormorán empapado en petróleo en Kuwait que luego se descubrió que era un montaje, puede que la primera noticia falsa de la televisión contemporánea. Desde los estudios, Larry King estuvo al pie del cañón esa primera noche en directo de la guerra, conectando con el enviado especial de la cadena en Bagdad, el también legendario Peter Arnett, pero también en la retaguardia, preguntando a políticos, a militares, a víctimas y a verdugos. Tras entrevistar a los expertos, King abría los micrófonos a los telespectadores, haciendo del programa un barómetro de la opinión pública.
Antes de degustar las mieles del éxito, King, prominente nariz ganchuda y cabeza poderosa de emperador romano, desempeñó una amplia variedad de empleos en distintos medios de comunicación. Nacido en Brooklyn en 1933 como Zeiger King, sus dos décadas de forja en Miami fueron una época disipada que transcurrió entre el trabajo mediocre, la bohemia y las deudas. Comenzó como pinchadiscos, pero también limpió oficinas, y logró cierta notoriedad al entrevistar a gente común en directo en un restaurante. Más tarde comenzó a intercalar invitados famosos, lo que le llevó a trabajar a una cadena de televisión local donde se unió a la leyenda del entretenimiento Jackie Gleason. En los setenta, mientras radiaba partidos de los Miami Dolphins y tenía un programa de radio deportivo local, fue alcanzando celebridad nacional y finalmente se incorporó a la CNN en 1985 con Larry King Live, donde permaneció hasta 2010. Ni la veteranía ni la edad le impidieron probar nuevos formatos, como un podcast semanal llamado Politicking with Larry King, o incluso un clip de Bryan Cranston explicando los Power Rangers.
Su ademán desahogado, en mangas de camisa y apoyando la barbilla en las manos, ha pasado a la historia de la televisión como los golpes de tupé de Jesús Hermida, uno de sus deudores. “Yo nunca me he considerado un reportero. Yo soy la revista de un periódico. Estoy tratando de ser entretenido e informativo”, decía a menudo sobre la receta de su éxito, que convirtió su programa en un vagón de metro en hora punta: en la misma semana entrevistó, allá por los noventa, a Margaret Thatcher, Mijaíl Gorbachov, el todopoderoso ejecutivo Lee Iaccoca y Michael Jordan. En total, calcula el diario The New York Times, unas 50.000 personas, de héroes a villanos, reyes o criminales, visionarios o académicos, respondieron a sus preguntas.
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