Muere Walter Yetnikoff, el ejecutivo que era más salvaje que sus artistas

Walter Yetnikoff, en su etapa como presidente de CBS Records, en Nueva York, 1978.
Walter Yetnikoff, en su etapa como presidente de CBS Records, en Nueva York, 1978.Carlos Rene Perez / AP

Walter Yetnikoff, seguramente el hombre más poderoso de la industria discográfica durante sus años de vacas gordas, murió el domingo 8 de agosto en un hospital de Connecticut, a causa de un cáncer de vejiga; estaba al borde de cumplir los 88 años. Presidente de CBS Records entre 1975 y 1990, fue el artífice de la venta de la compañía al grupo japonés Sony.

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Yetnikoff, judío de Brooklyn, llegó a CBS Records en 1962, de la mano de Clive Davis, otro abogado que intuyó que el futuro del negocio discográfico pasaba por acuerdos más equitativos con los artistas, para lograr un clima de concordia que facilitara mantener una posición dominante en el mercado. Davis pilotó la entrada de la compañía en el pujante mundo del rock, sin renunciar a sus baladistas, sus musicales de Broadway, sus jazzmen y sus intérpretes de música clásica. Tras foguearse redactando contratos en el departamento legal, Yetnikoff se dedicó a la expansión internacional de la compañía.

La caída de Clive Davis en 1972, víctima propiciatoria de luchas intestinas en la empresa matriz, Columbia Broadcasting System, despejó el camino de Yetnikoff hacia la cima. En 1975, fue nombrado presidente y CEO de la rama discográfica. La compañía neoyorquina se sentía entonces asediada por el ascenso de Warner Bros. Records, firma californiana que había conectado con el zeitgeist contracultural y presumía de conceder máxima libertad a sus artistas. CBS no podía ser tan cool como Warner pero Yetnikoff decidió que debía tener mayor presencia en las ondas radiofónicas y en las tiendas de discos.

Para aplastar a la competencia (“fuck Warner” se cantaba a coro en las convenciones de CBS) todo estaba permitido. Yetnikoff traspasó la frontera de la legalidad pactando con promocioneros independientes de modos mafiosos, que usaban la ilegal payola (radiaciones a cambio de dinero y/o regalos) para ganarse el favor de las emisoras. Eso se hacía de tapadillo, aunque Yetnikoff también era capaz de jugar fuerte a cara descubierta. Aterrorizó al antiguo mánager de Billy Joel, Artie Ripp, para que devolviera los derechos editoriales de su repertorio. Enfrentado a lo que era en la práctica un veto de los artistas negros en el canal MTV, amenazó con cortar el suministro de vídeos de CBS si no programaban el Billie Jean, de Michael Jackson. MTV nunca ha aceptado esta narración de los hechos pero lo cierto es que su apoyo al crossover de Michael facilitó convertir a Thriller en el mayor superventas de la historia.

La creciente megalomanía de Jackson se convertiría en una pesadilla para Yetnikoff, que tuvo que lidiar con peticiones tan peregrinas como que influyera en las votaciones de los Grammy para evitar que Quincy Jones recibiera el premio como mejor productor (“ya tiene demasiados, yo sí que me lo merezco”). Felizmente, Michael no se sentía amenazado por Bruce Springsteen, que pasó de artista de grandes minorías a superestrella por aquella época, con el respaldo total de Yetnikoff. Las relaciones personales contaban y mucho: el directivo detestaba a Paul Simon y no puso muchas objeciones a que se pasara a Warner, donde lograría su mayor éxito, Graceland. También dejó que se marchara Johnny Cash, convencido de que el vocalista ya estaba exprimido.

Yetnikoff se entendía perfectamente con las figuras británicas: separado por el Atlántico, no sufría directamente sus agonías creativas. La compañía podía asumir adelantos millonarios y, cuando llegaba el disco, disparaba toda su artillería: lo comprobaron Pink Floyd, Paul McCartney o los Rolling Stones. Se plantó, eso sí, cuando George Michael quiso anular su contrato, alegando que CBS no quería que cambiara su imagen y que había restado soporte promocional a su Listen without prejudice.

Eso era anatema para un disquero como Yetnikoff. Tan improbable como que renunciara a los privilegios de su posición: no ocultaba que recurría al alcohol, la cocaína y el sexo para mantener el puntito necesario en aquel Olimpo de ego maníacos. Aún así, fue capaz de teledirigir la venta de CBS Records a Sony en 1988, una transacción que engordó en 20 millones de dólares su cuenta corriente. Se creía indispensable pero la cultura corporativa de los japoneses no podía transigir con sus desmadres. En 1990, le dieron la patada: fue reemplazado por uno de sus discípulos, Tommy Mottola, igual de manirroto pero mucho más discreto.

Lo que vino a continuación fue tristemente previsible. Un proyecto de biopic de Miles Davis naufragó cuando se hizo evidente que CBS no cedería su música. Siguieron intentos de mantenerse en el juego a través de pequeñas discográficas que no prosperaron, una penosa rehabilitación, la consagración a obras caritativas. Pero no perdió sus dientes afilados ni el gusto por la sangre. En 2004, en complicidad con el experto David Ritz, publicó Howling at the moon, unas truculentas memorias donde, aunque reconocía sus excesos, justificaba todas sus acciones y saldaba viejas cuentas.

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