Murray, la estrella forjada en el llanto y el dolor: "No había tiempo para las emociones"

Murray, la estrella forjada en el llanto y el dolor: "No había tiempo para las emociones"

A ojos de los estándares, a juicio de la lógica más aplastante, Jamal Murray no tuvo una infancia feliz. O como la de un niño cualquiera, haciendo flexiones en la nieve y no muñecos, machacándose en el parque a dominadas en vez de dejarse ir en el tobogán, recogiendo hojas en vez de juguetes soportando el crudo frío canadiense que va penetrando poco a poco pero impenitente en las manos hasta desencadenar un punzante dolor.

Y si no se tiritaba se abrasaba, sentadillas con los muslos aguantando tazas de té que no quemaban sino que era puro fuego, como el del café ardiendo en los labios. Tuvo que aprender a dominar también los instintos de autodefensa humanos: 12 minutos de ejercicio.

“Pequeñas cosas como esta me ayudaron a construir mi umbral de sufrimiento”, contaba a Malika Andrews Jamal Murray, el que, desde bien chico, tuvo que aprender a disfrutar sufriendo, a abrazar el padecimiento extremo, cuando el aire falta y los músculos casi estallan, sin ningún balón para evadirse.

El ‘ogro’, el instigador, lo tenía en casa: su padre, Roger Murray, tolerancia cero ante las excusas. Hasta con las que no lo eran: si las pistas de baloncesto estaban en obras, a botar el balón sobre una pista de hielo. Y nada de rechistar. “No teníamos tiempo para emociones. Hacer el trabajo es lo que importaba”, recuerda el base canadiense en el detallado reportaje que hizo para la ESPN Jackie McMullan en 2019 sobre los expeditivos, hasta despiadados métodos de su padre.

“Todo el mundo pensaba que estábamos locos”, dijo entonces Roger Murray. “Todo el mundo dudaba de nosotros. Yo nunca dudé de mí mismo. No escucho a la gente. No te escucho a ti. Tengo la piel dura”, espetó el padre de base canadiense, un apasionado de los highlights de Michael Jordan al que le perdían las enseñanzas de Bruce Lee y Kung Fu, haciendo a su hijo también esclavo de cada fallo, a correr a la colina por cada tiro libre errado.

“Crecí con disciplina, aunque no quisiera ir a correr a las colinas, tenía que hacerlo”, señaló en aquella ocasión el recién proclamado campeón de la NBA, nacido y criado en Kitchener, a una hora de Toronto. Una infancia tan antagónica, tan opuesta a la acomodada niñez de su pareja perfecta Nikola Jokic, despreocupado de su sobrepeso mientras sólo pensaba en lo feliz que era tragando y tragando litros de Coca-Cola acurrucado en el sofá.

Si acaso Jamal quedaba espaturrado inmóvil, era exhausto en el suelo tras una de las palizas a las órdenes de su inflexible progenitor con su particular enfoque filosófico. “Nos ponemos límites a nosotros mismos como humanos física y mentalmente. Pero, ¿por qué no hacemos más?”, reflexionaba el padre de un Murray que una vez en la NBA amanecía algún que otro día dormido en el suelo de la pista tras toda la noche practicando tiro.

Por el entonces en el que trascendieron los escalofriantes entresijos de su infancia, 2019, resultaba que Jamal, 22 años, no había completado su calvario.

“Aunque no quisiera ir a correr a las colinas, tenía que hacerlo”


Jamal Murray

Con el respeto y la fama que se había ganado el célebre ‘Murray de la Burbuja’ de 2020 con los Nuggets llegando hasta las Finales de Conferencia -eliminados por los Lakers de LeBron y Davis-, el cuerpo que lo había aguantado todo de pequeño le falló para partirle el alma: rotura del ligamento cruzado anterior de la rodilla izquierda contra los Golden State Warriors en abril de 2021. Todo lo que no había llorado por el dolor de pequeño lo lloró entonces, camino del aeropuerto de San Francisco.

-Me váis a traspasar, ¿verdad? Soy mercancía dañada…-, balbuceaba el canadiense entre llantos dirigiéndose a Michael Malone, sabiendo el base de qué va la NBA y su industrial insensibilidad para tratar a los jugadores que no producen como objetos de usar y tirar sin importarle ni el quién ni el dónde. Pero el entrenador y los Denver Nuggets se iban a salir de los estándares como lo hizo la dura infancia de Murray. 

-¡Diablos, no! Eres nuestro. Te queremos, te vamos a ayudar a volver. Tío, vas a volver de esto. Y no sólo vas a volver, vas a ser el mejor-, le instó Malone.

Pero, por mucho que llenaran, las palabras se acaban volviendo vacías. Con una devastadora lesión de la magnitud del ligamento cruzado anterior, el deportista asiste a la muerte súbita de sí mismo por cómo se presenta de sopetón algo tan grave.

El efecto efervescente de las unánimes palabras de ánimo que llueven se acaba diluyendo, todos los demás siguiendo con su vida mientras, Jamal Murray en este caso, quedó solo con su dolor, la desesperante monotonía del proceso, insuficiente la certeza de volver a jugar ante la angustia de si tu verdadero baloncesto regresará.

Tuvo que ser entonces cuando todo el martirio de años atrás acabó de cobrar sentido y cuando Jamal Murray se acabó de hacer inmune al dolor para conocer a su mejor yo y desprenderse del recuerdo, del incluso concepto ‘Murray de la Burbuja’ en el que parecía que se iba a quedar encasillado como bien define Oren Weisfeld en Yahoo.

Después de todo, sólo puede hacer que pasárselo en grande en la pista. El estallido de éxtasis nada más besar el anillo fue a cruzar sus dos esencias, la sustancia de lo que está hecho, lágrimas de emoción yendo al encuentro del sudor. Ya lo decía él. “Es un sentimiento increíble. Mucha sangre, sudor y lágrimas para llegar hasta aquí”.




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