En el lugar de encuentro, justo en la esquina que da acceso al patio compartido por los museos que ambas dirigen en pleno centro de Barcelona, solía colgar un cartel con la conjugación catalana de un verbo que se puso de moda a finales de los noventa: ravalejar. En otras palabras, callejear por las estrechas travesías del barrio del Raval, hito de la transformación urbanística de la ciudad —hoy lo llamaríamos gentrificación, con un matiz menos alegre— y meca del multiculturalismo que la capital catalana quiso convertir en imagen de marca tres décadas atrás, en plena euforia posolímpica. Judit Carrera y Elvira Dyangani Ose saben que los barceloneses han dejado de utilizar ese verbo. Su misión es volver a convertir este punto del antiguo Barrio Chino, nacido tras la primera ampliación de las murallas medievales de Barcelona, en el epicentro de los grandes debates de la actualidad, a los que sus respectivos museos piensan dar cobijo en los próximos años.
Las dos directoras proceden de mundos distintos, pero su agenda es la misma: más mujeres, más minorías y un debate público de mayor calidad, que consideran la condición sine qua non para contrarrestar el nuevo auge de los extremismos, que ambas observan con preocupación. Carrera dirige el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) desde 2018, mientras que Dyangani Ose se puso al frente del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba) el verano pasado. Las dos instituciones se rozan, pero han insistido en darse la espalda durante décadas. Ellas aspiran a crear nuevas sinergias, porque la urgencia del momento lo requiere. No son amigas íntimas, aunque puedan parecerlo cuando se las observa caminar juntas por el barrio y después conversar durante dos horas largas, en los minutos de descuento de un lunes de finales de invierno. Pese a sus diferencias, desprenden una insospechada simetría. La misma altura, los mismos andares. La misma locuacidad y una idéntica tendencia a la carcajada, además de un rigor teórico que disimulan, casi siempre, tras la más afable de las sonrisas. ¿Qué tienen en común? Quienes las conocen dicen que son enérgicas, apasionadas, vitalistas y trabajadoras hasta extremos estajanovistas. “Nunca se destaca nuestra inteligencia o nuestra capacidad para ejercer la autoridad”, se ríen al unísono.
Dyangani Ose nació en Córdoba, hija de emigrantes de Guinea Ecuatorial, aunque a los siete años se mudase con su familia a Canarias. Es el lugar de donde más se siente, si la obligan a escoger uno. “Aunque yo siempre lo he evitado. De pequeña, cuando me preguntaban de dónde venía, respondía que del vientre de mi madre. Así esquivaba ese tipo de preguntas…”, dice la directora del Macba, que sabe que está obligada a responderlas por encima de la media de la población. Se formó como historiadora del arte en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la Cornell University, en Nueva York. Después trabajó en el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) de Las Palmas y en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), antes de incorporarse a la Tate Modern de Londres como comisaria en 2011. Y luego pasó por Creative Time, un colectivo de referencia para los proyectos artísticos con cariz social, y dirigió el centro de arte The Showroom, también en Londres.
Su objetivo es que los skaters que se concentran en la plaza dels Àngels decidan entrar, de vez en cuando, en un museo dañado por su reputación ultraelitista entre la ciudadanía, ya desde su fundación en 1995. De momento, su llegada ha sido acogida con un entusiasmo relativo en una institución conocida por su tendencia al conflicto. Se ha apreciado su método participativo y su voluntad de diálogo. En el fondo, lo de Dyangani Ose es un reencuentro con la ciudad donde vivió más de una década durante su juventud. “Llegué a una Barcelona preolímpica en la que había el sentimiento de que todo estaba por hacer y una pasión por aunar cultura y política”, recuerda la nueva directora del Macba. “En la universidad me enamoré de una serie de sujetos académicos que me ayudaron a repensar quién era yo como mujer negra. Desde entonces, mi trabajo ha consistido en preguntarme dónde están los relatos que nadie cuenta, quiénes son los personajes de los que no sabemos nada, por qué nos han contado la historia de una manera determinada. Llego a este museo por el deseo de contar con una plataforma que me permita hacer eso a otra escala”.
Cuando se pregunta a Judit Carrera en qué tipo de familia creció, lo primero que responde, con cierto pudor, es que su padre leía “entre cinco y siete periódicos al día”. Fue educada en un catalanismo abierto al mundo y se especializó en Filosofía Política, primero en la Autónoma de Barcelona, como Dyangani Ose, y luego en Sciences Po, la prestigiosa escuela de París, donde también trabajó en la Unesco. Allí, esta lectora de Habermas y Arendt descubrió algunas de sus pasiones: el urbanismo, el multilingüismo, la relación con África. Al volver a Barcelona, encontró en el CCCB, fundado en 1994, el lugar idóneo para aplicar su formación teórica a una dimensión más práctica. Carrera escaló hasta la dirección del centro en el primer concurso público de su historia, tras haber pasado por varios departamentos. Su legitimidad no dejaba lugar a dudas: a cargo del programa de debates del centro, creó una red de intelectuales, escritores, creadores e instituciones de todo el mundo. Y, pese a todo, igual que Dyangani Ose, dudó en presentarse al puesto. “A las mujeres nos cuesta más dar este paso. Además, tenía un niño muy pequeño en ese momento. Al final lo hice por impulso feminista. Es importante que las mujeres nos atrevamos a asumir esa responsabilidad pública. No me arrepiento”, asegura la directora del CCCB. El último punto en común de sus respectivas biografías es que ambas nacieron en 1974.
—Somos hijas del primer impulso democrático, de una ilusión colectiva de la que fuimos testigos pasivos —afirma Carrera—. En Barcelona, eso acabó confluyendo en una voluntad de transformación de la ciudad que tomó los Juegos Olímpicos como excusa y no como finalidad, y utilizó la cultura y la arquitectura como motores de cambio. Además, formé parte de la primera generación educada íntegramente en catalán. No hay una incompatibilidad entre identidad y cosmopolitismo. Al revés, creo que en Cataluña fuimos precursores del mundo que venía, de la capacidad de traducción permanente, de la celebración de la diversidad lingüística y cultural, que yo viví con total normalidad. Ha sido la semilla que ha marcado toda mi trayectoria personal e intelectual.
—Comparto ese deseo por el cosmopolitismo, por una identidad múltiple —la secunda Dyangani Ose—. Mis orígenes y la nostalgia que mis padres sentían por Guinea Ecuatorial me definían como persona poscolonial, pero de pequeña no me levantaba por las mañanas diciéndome eso. Por otra parte, la España de los noventa ofrecía una realidad plural, aunque en ella también existiera la marginalización y una especie de racismo paternalista —añade, en referencia velada a la celebración folclórica del mestizaje que tanto abundó en la Barcelona de Manu Chao y el Fórum de las Culturas—. Llegó un momento en que sentí que me tenía que ir de España, porque no encontraba la manera de hacerme entender cuando formulaba un discurso sobre la raza y no tenía la categoría suficiente para que me escucharan.
—Nuestra generación ha destapado las debilidades del discurso oficialista de la Transición, la fragilidad del sistema sobre el que construimos esa democracia incipiente —apunta Carrera—. Tú hablas del colonialismo, pero existen muchos otros temas que escondimos bajo la alfombra, que no se quisieron resolver y que ahora están surgiendo con mucha fuerza. Se está produciendo una revisión crítica de esos consensos por parte de una generación que no los decidió y que ya no los siente como un tabú. Hay una parte sanadora en esa revisión crítica de nuestro pasado, pero también otra que implica la reaparición de ciertas pulsiones de odio, que toda sociedad tiene. La nuestra también, aunque no siempre las hayamos querido ver.
Carrera apunta así a la irrupción de la extrema derecha en el paisaje político español, ante la que cree que las instituciones culturales deben intervenir con vehemencia. “En estos momentos de crisis democrática es fundamental que hagamos entrar el debate y el conflicto dentro de nuestras salas, que lo afrontemos sin miedo y entendamos de una vez que el museo no es un lugar neutro o inmaculado”, opina la directora del CCCB. “No hay muchos entornos presenciales en los que personas de horizontes distintos se puedan encontrar y debatir a partir de miradas contrapuestas sobre el mundo. Ahora que la pandemia amenaza con encerrarnos definitivamente en burbujas digitales, el museo tiene que convertirse en un lugar público en el sentido filosófico de la palabra: un espacio político que crea una comunidad a su alrededor”.
Para Dyangani Ose tampoco hay otra vía posible. “Me parece fundamental que no solo hablemos de las obras de arte, sino también de las relaciones que esas obras permiten, impulsan o generan”. Las dos sienten alergia a “trabajar solo para el gremio”. “Debemos hacer que un museo más humano salga a flote. Hay que cambiar el tipo de lenguaje y contar otras historias. Lo que exhibimos debe ser accesible a todo tipo de públicos, al margen de su capacidad intelectual o de su nivel de aprendizaje”, se compromete la directora del Macba. Pero si la meta es un debate de ideas lo más abierto posible, incluso con quienes se encuentran en las antípodas ideológicas, ¿un museo público debe conversar también con Vox y con sus votantes?
—Hay que hablar con todo el mundo, pero solo cuando las dos partes usan el mismo lenguaje… —opina Dyangani.
—Exacto. Tenemos que ser un reflejo de la pluralidad de la sociedad, pero tiene que haber un mínimo común compartido, que para mí son los principios de una sociedad abierta, de la democracia radical —matiza Carrera—. Como dice la filósofa Carolin Emcke, no hay que ser tolerante con los intolerantes. La cultura tiene por misión evitar el discurso de odio y trabajar por una sociedad inclusiva. En ese sentido, trabajamos con principios opuestos a los de la extrema derecha. Hay líneas rojas que no debemos traspasar. A estas alturas de la historia, ya sabemos que el fascismo puede ser el producto de una guerra civil, pero también de una evolución progresiva en plena democracia. Hay que estar muy alerta.
Durante la conversación se dan los primeros pasos de la contienda en Ucrania. “El conflicto es un ataque directo a libertades que también son la base del arte y la cultura. Los museos y los centros culturales deben ser espacios abiertos a la sociedad y a los conflictos del mundo, lugares de hospitalidad para los refugiados y un espacio desde el que reforzar Europa y sus vínculos”, responderá Carrera, días más tarde, por correo electrónico. “En una guerra marcada por la propaganda y la negación del futuro, la cultura puede hacernos entender la complejidad del mundo, dar sentido al hecho de vivir juntos y contribuir a crear otro horizonte posible”. En una nota de voz, Dyangani Ose apuntará algo parecido. “El museo puede dar soluciones de emergencia en apoyo a los refugiados, tanto en el plano logístico como ofreciendo una plataforma para sus voces, un ejercicio posible de normalidad”.
Tanto Dyangani Ose como Carrera son las primeras mujeres que asumen sus cargos en los casi 30 años de historia de sus museos. Ambas coinciden en que aplican una gobernanza distinta, sin duda más horizontal. “Lo hemos hablado muchas veces. Hay modos de hacer que nos diferencian de los hombres que nos precedieron en esos roles. No sentimos la misma necesidad de autoglorificación. Me resulta incómodo atribuirlo al hecho de ser mujer o negra, pero sí es la manera desde la que trabajo. Siempre digo que no he tenido mentores, sino muchas compañeras de viaje”, responde Dyangani Ose. Carrera comparte esa visión. “Y al mismo tiempo, cuando llegas a un lugar de responsabilidad, te das cuenta de que llevas un bagaje de lecturas, de referencias y de experiencias, de una cierta sensibilidad que, al final, es la del feminismo. Eso te hace ser consciente de que hay otros colectivos invisibilizados. Y creo que esto sí que es una experiencia que te marca y que está bien que la reivindiquemos sin vergüenza e incluso con orgullo”.
Ambas consideran que los museos españoles van con un retraso relativo a la hora de abordar algunos grandes debates de la actualidad. Observan que todo el mundo aplaude la emergencia de movimientos como Black Lives Matter, pero la cuestión se vuelve más espinosa cuando llega la hora de reexaminar el legado español en la materia. El director de la Galería de los Uffizi, Eike Schmidt, afirmó a comienzos de este año que el papel de los museos es oponerse a “las estructuras sociales tóxicas” del pasado. La mayoría de los museos del mundo, del MoMA de Nueva York al Museo de Orsay de París, pasando por la Tate londinense, han dado pasos en la misma dirección. En España, en cambio, la cuestión sigue levantando ampollas, como demuestra el debate generado por la reciente reordenación de la colección permanente del Museo Reina Sofía, en Madrid.
—La historia colonial española es la gran ausente tanto en las escuelas como en los museos, que son dos de los grandes pilares de la transmisión de conocimiento —opina Carrera.
—A mí no me contaron de dónde venía mi familia en la escuela, ni tampoco gran cosa sobre las excolonias en América. ¿Por qué se deja fuera esa parte del relato sobre nuestra historia? El primer gesto debe ser crear estructuras verdaderamente anticoloniales —coincide Dyangani Ose—. No solo para entender el pasado, sino también el presente.
—Cuando nació el CCCB, la ciudad tenía un 2% de población de origen extranjero o inmigrante. En estos momentos estamos alrededor del 30%. El reto es cómo reflejamos esta pluralidad de miradas. No estamos hablando solo de la colonización, sino de este momento —conviene Carrera—. Comparto la perspectiva general de que vamos retrasados, aunque el resto de los países europeos, como Francia o Reino Unido, tampoco vayan muy adelantados.
—El problema es que los museos abordan este tema introduciendo alguna exposición concreta sobre la cuestión, pero la propia estructura de la institución no cambia. Para mí, ese es el reto. Hay que cambiar los equipos y el funcionamiento interno —coincide Dyangani Ose—. El museo tiene la ventaja de funcionar como un laboratorio donde se pueden ensayar soluciones. En un museo se puede hablar de más cosas que en el Parlamento.
Otra tesis a la que ambas se oponen es la que apunta a una supuesta decadencia cultural de Barcelona, que desde otros puntos de la Península muchos vinculan al procés, percibido como un ciclo de repliegue y desconexión.
—Estoy absolutamente en contra de esta tesis. Esta ciudad sigue siendo una gran capital cultural. Lo que nos tendríamos que preguntar es hasta qué punto hemos tenido los altavoces para que esta vitalidad y potencia se hayan visto reflejadas en el resto del Estado —rebate Carrera—. La ventaja de Barcelona como capital civil es que siempre ha tenido el hábito de no dar nada por sentado. Y eso, históricamente, le ha dado mucha más vitalidad y dinamismo que a las capitales políticas, que al ser sedes permanentes de poder no tienen tanta costumbre de repensarse a sí mismas. Si Barcelona tiene algún reto pendiente es terminar de creerse que la cultura tiene que ser lo que dé proyección de la ciudad. Para mí, ese es el gran reto, más allá de la obsesión comparativa con Madrid, que es una relación muy enfermiza desde los dos lados. A mí me gusta más compararme con Milán, con Karlsruhe o con Johanesburgo.
—En España se apostó por un modelo turístico que ha demostrado ser extremadamente frágil en los últimos años. Se construyeron espacios de cultura alrededor del turismo. La pandemia ha puesto de manifiesto la futilidad de ese gesto —agrega Dyangani Ose.
—En este país no se confía suficientemente en la cultura y en la educación, tal vez por su falta de trayectoria democrática. Venimos de donde venimos, digámoslo claramente. Sigue siendo la cultura vista o percibida como una cosa accesoria cuando, para mí, su función principal es la de dar sentido al hecho de vivir juntos. Todavía más en un momento en el que el hecho de estar juntos ha quedado profundamente transformado, alterado por la pandemia y el riesgo de la robotización del mundo. En esta ciudad habrá 50 grados de máxima en 2050. Habrá que pensar en convertirse en otra cosa que en una capital turística.
—Para mí, cuando tenía 15 años, Barcelona era Nueva York. La veía como una plataforma a otro lugar que no se quedaba en la Península, una Barcelona sin límites, transdisciplinar y transgeneracional, con una contracultura muy viva, en la que se producían cosas distintas que en Madrid porque no tenía restricciones de corte oficial —asegura Dyangani Ose—. Esa ciudad quedó en entredicho, pero todavía existe. Quizá las condiciones que han hecho posible mi nombramiento solo puedan darse aquí: que una mujer negra esté al frente de un museo como este, y que yo fuera capaz de pensar que eso era posible y que decidiera presentarme.
—¿En Madrid no hubiera pasado? —la interrogamos.
—En cualquier caso, no ha pasado todavía —zanja Dyangani Ose con media sonrisa.
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