Natalia Fernández-Marcote Marín, de 32 años, es alta, simpática, resuelta y habla a una velocidad supersónica. A las once de la mañana del miércoles, tras tres horas de clase, sale de la academia Depol (Academia de Oposiciones para Policía), situada en un barrio al este de Madrid, se come un bocadillo de pan especial (es celíaca) sin dejar de andar y se mete en la boca de metro de Ascao. Tiene media hora de trayecto hasta el gimnasio del polideportivo Magariños.
Nació en Murcia. Cursó estudios universitarios de Publicidad. Desde los 17 años ha trabajado en bares, restaurantes y tiendas los fines de semana y en vacaciones para pagarse sus gastos, sus viajes o el coche. Cuando terminó la carrera comprobó que en Murcia no había salidas profesionales que la convencieran y, con la excusa de un máster y con toda la ilusión de los 27 años a cuestas, se fue a Madrid. Tras el máster trabajó en una primera agencia de becaria por 350 euros al mes por media jornada. La jornada se convirtió en completa meses después y le redondearon el sueldo hasta los 550 euros. Cuando se le acabó el tiempo estipulado de becaria legal la empresa le propuso un puesto de community manager (encargada de gestionar las redes sociales de determinadas cuentas de clientes) pero disfrazada de becaria falsa de cara a la Administración. Para poder contratarla así la obligaron a que se inscribiera en un curso inútil de posicionamiento de contenidos en la red. “No me servía de nada, pero daba el pego y cumplía los requisitos: yo era estudiante y por lo tanto, susceptible de volver a ser becaria”, cuenta. Cobraba menos de 1.000 euros. Pasado el tiempo, buscó de nuevo. Y una segunda agencia, de cierta categoría, a la que también prefiere no nombrar, le ofreció ser social media manager (“perdón por el inglés, pero es que en ese mundillo, todo eso se dice en inglés”). En este puesto ya debía llevar por entero y en solitario cuentas publicitarias de varios clientes. “Este fue el golpe final: tenía mucha responsabilidad, trabajaba de nueve de la mañana a siete de la tarde todos los días. Y algunos, bastantes, muchas más. La frase constante era “no llegamos, no llegamos”, porque se aceptaban encargos sin recursos suficientes, para ganar más dinero. Eso sí: por primera vez en mi vida cobraba más de 1.000 euros al mes: exactamente 1.079. Con pagas extras”.
Llegó el confinamiento. Trabajar desde casa se volvió una extenuante tortura diaria. Ya no podía dejar la oficina, aunque fuera de noche, cerrar la puerta y decir adiós, hasta el día siguiente. Aislada en casa pero sin poder desconectar, atendía llamadas de clientes a todas horas, lo mismo un miércoles a las diez de la noche que un sábado o un domingo a las ocho, con la frasecita constante de los jefes de “no llegamos, no llegamos, no llegamos”. Fumaba cada día más, comenzó a padecer dolencias relacionadas con el estrés. Lloró a veces. Otras explotó. Y una mañana de junio, cuando lo peor del confinamiento había pasado, cuando Natalia pensaba que lo peor de esa época negra había pasado, le llamó su jefa para decirle que la despedían, a ella y a seis compañeros más. Una parte de Natalia se lo agradeció porque estaba agotada y harta. La otra se preguntó a sí misma: “Y ahora, ¿qué hago con mi vida?”. Habían pasado casi tres años desde su llegada a Madrid.
En el gimnasio del polideportivo Magariños hoy entrenan los jugadores del equipo de baloncesto Estudiantes. Natalia se mezcla entre esas torres humanas y se aplica con la barra fija para ganar músculo en los brazos. Las pruebas físicas de la oposición son su punto débil. Deberá cumplimentar tres. La primera consiste en un circuito de agilidad, para lo que se ha comprado por wallapop un juego completo en vallas y banderines. La segunda es una serie de ejercicios de barra fija y la tercera se supera tras correr un kilómetro en determinado tiempo. Natalia ya ha dejado de fumar y solo se permite beber –y poco- a partir de los sábados por la tarde y los domingos. No confía en sacar la mejor marca de la promoción en las pruebas físicas, pero sí en superarlas todas. Lo peor, confiesa, es madrugar en verano para ponerse a correr al aire libre.
Tras la noticia del despido, Natalia confeccionó una lista de opciones. Una de ellas, no la primera, casi la última, era la de hacer oposiciones a la escala básica de Policía Nacional. Pero la eligió: “No fue solo por la seguridad después de una vida entera de incertidumbre, ni por el sueldo después de una vida entera de mileurista, ni por las pagas extras. Todo esto contó mucho, claro. Pero también los años vividos en un trabajo en que se me infravaloraba continuamente. Yo no quería eso. Y me di cuenta de que me gustaría trabajar en la calle, hacer algo por los demás. Siempre quise ser inspectora de policía. No sé explicarlo mejor para que no suene tan peliculero. Pero es así. En fin. Me dije: ‘Lo de la publicidad se acabó, Natalia. Vamos para adelante”.
El examen será en otoño. Aún no se sabe el día. Además de las pruebas físicas, deberá pasar un examen de conocimientos, otro de ortografía, un test psicotécnico y una entrevista personal. Se presentarán más de 35.000 aspirantes para poco más de 2.100 plazas. Los responsables de tres academias especializadas en oposiciones para empleos públicos, la mencionada Depol, MasterD y el Centro de Estudios Financieros (CEF), coinciden en señalar que en 2021 han tenido más inscripciones que otros años, sobre todo para pruebas que posibilitan el acceso a empleos de funcionarios de nivel medio o bajo. La generación de jóvenes golpeada otra vez por una (nueva) crisis ve en las oposiciones una salida al laberinto de la precariedad y a la falta de futuro.
Natalia, después de comer, se sienta a la mesa colocada en un rincón de la sala de estar del piso alquilado que comparte en Madrid con su pareja, Dani. Estudiará toda la tarde, repasará los temas: “La brigada de inteligencia financiera se ocupa de investigar y perseguir los hechos delictivos relacionados con las actividades de blanqueo de capitales”. El novio, ingeniero, trabaja en una empresa por un sueldo de 1.600 euros. Ella comenta que decidirse a hacer las oposiciones, el hecho mismo de poder cambiar de rumbo, le ha inyectado una dosis de moral y de ilusión que no encuentra en muchos de sus amigos, entre los que cunde el desánimo y cierto conformismo sin cura. “Si no paso la oposición a la primera lo intentaré otra vez. Y si no, pues otra. No pararé. Aunque ya trabajando de algo, porque se me habrá acabado el paro y la indemnización. Tengo amigas que ya están pensando en congelar óvulos porque ahora no pueden ser madres. Otros ven su vida atascada, han hecho su carrera, han empezado a trabajar pero llegados a este punto, no saben cómo seguir, parece que no hay camino. Mi madre decía que la etapa más bonita de su vida empezó a los 30. Y yo… yo estoy cansada de subsistir malamente, yo ya sabía que se iban a aprovechar de mí, que se iban a aprovechar de toda esa incertidumbre que nos rodea, pero no así, no tanto. Yo no he visto un contrato fijo nunca. Yo no sé lo que es un mes de vacaciones. Ya he entregado ya muchas horas baratas a muchas empresas. Que las empresas ahorren tanto en nosotros es…”.
– ¡Es absurdo!, interviene Dani, el novio.
– No: es denigrante, zanja Natalia.
Capítulo 3. Opositores y emigrantes
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