Díganme que me calle si ya han oído esto antes: estamos inmersos en una guerra comercial con China. En realidad, es probable que no lo hayan oído hasta ahora. No me refiero a los torpes aranceles de Donald Trump dirigidos a reducir el déficit comercial de Estados Unidos. De lo que estoy hablando es de los nuevos controles generalizados que el Gobierno de Biden impuso el viernes pasado a las exportaciones de tecnología a China, con los que se pretende condicionar a otros países avanzados, además de a Estados Unidos.
A diferencia de los aranceles de Trump, estos controles tienen un objetivo claro: imposibilitar o, al menos, frenar los intentos de Pekín de fabricar semiconductores avanzados, de enorme importancia militar y comercial. Si esto parece un paso muy agresivo por parte de Estados Unidos, es porque lo es. Pero hay que situarlo en su contexto. Los acontecimientos recientes han socavado la risueña visión de la globalización que ha dominado la política occidental. Ahora salta a la vista que, a pesar de la integración mundial, sigue habiendo actores malos y peligrosos, y que la interdependencia a veces les da poder. Pero también proporciona a los actores buenos maneras de limitar la capacidad de los malos de hacer daño. Y está claro que el Gobierno de Biden se está tomando en serio la lección.
Esto no era lo que se suponía que iba a pasar. El sistema de comercio mundial de la posguerra, con sus límites al proteccionismo y sus oleadas de reducción de aranceles, surgió en parte de la idea de que el intercambio comercial fomentaba la paz. Así lo creía firmemente Cordell Hull, secretario de Estado de Franklin Roosevelt, a quien se puede atribuir la paternidad del sistema. La Unión Europea se desarrolló a partir de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero de 1951, creada con el objetivo explícito de hacer imposible la guerra mediante la vinculación de la industria europea.
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Más tarde, Alemania promovió los lazos económicos con Rusia y China bajo la doctrina del Wandel durch Handel —el cambio a través del comercio—, que afirmaba que la integración en la economía mundial favorecería la democratización y el Estado de derecho. A la vista está que la teoría no ha funcionado. Rusia está dirigida por un autócrata brutal que ha invadido Ucrania. China parece haber retrocedido desde el punto de vista político con la vuelta a un gobierno unipersonal errático. Y en lugar de obligar a los países a entenderse, parece que la globalización ha creado nuevas fronteras para el enfrentamiento internacional.
Hace tres años, los expertos en relaciones internacionales Henry Farrell y Abraham Newman publicaron un artículo premonitorio titulado Interdependencia armada: Cómo las redes económicas mundiales modelan la coerción del Estado. Los autores sostenían, en efecto, que las guerras comerciales convencionales —en las que los países intentan ejercer poder económico restringiendo el acceso a sus mercados— ya no son el escenario de la acción. Por el contrario, el poder económico se deriva de la capacidad de restringir el acceso de otros países a bienes, servicios, finanzas e información decisivos.
Y gran parte de esta nueva forma de poder está en manos de Occidente, en especial de Estados Unidos. Sin duda, no somos los únicos que podemos ejercer presión económica. Rusia, que está siendo derrotada en el campo de batalla, intenta chantajear a Europa cortando el suministro de gas natural. Pero la gran sorpresa en la vertiente económica de la guerra de Ucrania ha sido el éxito temprano obtenido por Estados Unidos y sus aliados en el estrangulamiento del acceso ruso a bienes industriales y de capital fundamentales. Las importaciones rusas han empezado a recuperarse, pero las sanciones probablemente hayan supuesto un golpe decisivo a la capacidad bélica del presidente Vladímir Putin.
Lo cual me lleva a lo que podríamos denominar la doctrina Biden sobre globalización y seguridad nacional.
La semana pasada, Katherine Tai, representante de Comercio de Estados Unidos, pronunció un discurso bastante alarmante en el que pedía una política industrial estadounidense destinada en parte a proteger la seguridad nacional. Tai denunció las “políticas de dominio industrial dirigidas por el Estado” de China y declaró que el aumento de la eficiencia derivado de la liberalización del comercio “no puede conseguirse a costa de debilitar aún más nuestras cadenas de suministro [y] exacerbar las dependencias de alto riesgo”. El mismo día, el Gobierno de Biden anunció sus nuevos controles a la exportación, con China como objetivo. De repente, Estados Unidos ha adoptado una línea mucho más dura respecto a la globalización.
No tengo información privilegiada sobre qué impulsa este cambio de política, pero parece probable que sea un reflejo tanto de una nueva percepción de los peligros mundiales como de una mayor confianza en la capacidad de Estados Unidos para ejercer poder económico. Por una parte, está claro que del Handel [el comercio] no ha nacido el Wandel [el cambio]. La Rusia de Putin está, o estaba, profundamente integrada en la economía mundial, y también ha intentado conquistar a su vecino y está cometiendo horribles crímenes de guerra. Una invasión china de Taiwán sería sumamente autodestructiva, pero eso no significa que el presidente Xi Jinping no lo intente.
Por otra parte, el rápido éxito de las sanciones contra Rusia ha sido una demostración del poder económico de Occidente, y en especial de Estados Unidos. También lo fue, en cierto modo, un episodio anterior: la imposición estadounidense de sanciones contra la empresa china Huawei. China no devolvió el golpe, lo cual parece confirmar que, cuando se trata de tecnología, Estados Unidos sigue llevando la voz cantante.
¿Todo esto les pone nerviosos? Debería. Pero, como sabemos ahora, el mundo es peligroso, y no puedo criticar al Gobierno de Biden por su giro hacia la dureza, dureza genuina, no el pavoneo a lo macho de su predecesor.