Negro medio blanquito

Tengo desde hacemás de 30 años un amigo muy querido. Es Alejandro Gándara, el escritor. Ganó el Nadal con una novela titulada Ciegas esperanzas, el Premio Anagrama de Ensayo con Las primeras palabras de la creación y el Herralde de Novela con Últimas noticias de nuestro mundo. Fue el creador de la Escuela de Letras y ahora dirigela Escuela Contemporánea de Humanidades. Quiero decir que ha hecho muchas cosas en la vida y que tiene grandes logros a las espaldas. Pero ninguno tan grande como el hecho de haber dejado de ser un gruñón, un misántropo feroz y un somormujo (ave famosa por su capacidad para permanecer con la cabeza debajo del agua durante mucho tiempo; o sea, una criatura que prefiere ausentarse de cuanto pasa en tierra).

Cuando nos conocimos, Gándara era tan célebre por sus libros como por sus arranques atrabiliarios. Su pésimo carácter era legendario y durante años tuve que defenderle bastante a menudo, dentro del mundillo de las letras, de las críticas de los que le consideraban insoportable. Siempre supe ver, por debajo de sus bufidos y sus púas, su necesidad afectiva y su corazón amable, esto es, digno de ser amado. Pero lo cierto es que parecía difícil que consiguiera salir de su pozo negro. Y a veces mordía, y hacía sangre. Puede que ahora estén ustedes leyendo con cierto asombro estas palabras mías, y tal vez piensen que, con amigos como yo, no hace falta tener enemigos. Pero calma, que ya iremos llegando.

Pasaron los años y Gándara fue progresando adecuadamente, como diría un maestro concienzudo. Se volvió a casar (con la escritora Nuria Labari, un ser de luz que creo que ayudó mucho), tuvo dos nuevas hijas y en un momento dado dejó de refunfuñar. Yo era consciente de que había ido dulcificando su rugido, pero nunca me había parado a reflexionar sobre ello. Hasta ahora, que he leído su nuevo libro. Se titula Dioses contra microbios (Ariel) y es un texto originalísimo compuesto por un diario muy personal sobre el confinamiento y una serie de reflexiones sobre la Grecia clásica como origen de nuestro pensamiento y nuestra cultura. Un singular ensayo con una erudición que no pesa y lleno de delicadeza y de emociones.

De emociones, sí. Ese escapista de los sentimientos de antaño ha cubierto un camino alucinante hacia la vida plena. ¿Y cómo lo ha hecho? Lo cuenta en el libro: plantando los pies sobre el corazón de la Tierra y mirando de verdad: “Primero fue la atención, que es otra manera de decir que lo primero fue el amor. No hay mucha diferencia: si miramos mucho tiempo, los objetos del mundo nos enamoran (…) Así que la belleza fue primero. En el hecho de mirar ya hay belleza”, dice Gándara. También es necesario respetar las palabras: “Muy desde el principio los griegos entendieron que las palabras crean, que las palabras curan (…) Ese espacio que media entre nosotros y los dioses lo llamaron alma. Y está hecho de palabras”.

Ese misántropo, en fin, ahora reivindica a los otros. Sin comunidad, no hay vida y los monstruos acechan: “La soledad y el miedo son pareja. Encontrarse solo es tener miedo. Ser despojado del tiempo que da la comunidad, despojado del lugar en el mundo, desconocer la solidaridad o el amor, estar condenado a aprender únicamente con recursos propios, carecer de experiencias que ayuden en lo desconocido, sufrir los vaivenes de la fortuna sin más fuerzas ni habilidades que las propias, eso es estar solo. Y a la vez, esas son las cosas que dan miedo”. Si Gándara ha aprendido a hablar del amor y de la necesidad de los demás, es que existe la salvación para cualquiera. Lo digo de broma, pero muy en serio: “El espíritu se abre, las palabras vuelan, somos más grandes y abarcamos más mundo cuando hablamos sobre la mortalidad, el amor, el bien, la virtud, la belleza. Y a veces, inspirados, tenemos la impresión de habernos asomado a un balcón desde el que se contempla el universo”.

Me ha conmovido este libro. Por sí mismo, y por el trayecto que supone. Supongo que Gándara aún rugirá unas cuantas veces: hay una tenacidad inevitable en el temperamento. Pero qué largo camino ha recorrido. Mientras la pandemia entumece las mentes por doquier y llena de mezquindad los corazones, he aquí a alguien que ha aprovechado su tiempo. Brilla su libro entre mis manos, luminoso y frágil como una luciérnaga (igual que la vida). 


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