Lo dijo Albert Camus, que en casi todo acertó antes de tiempo: “Nombrar mal un objeto es engrosar la infelicidad de este mundo”. La frase, en Francia, se cita tanto que ha acabado desfigurada. Pero recuerda algo esencial: las palabras importan, y las definiciones. Qué etiqueta ponemos a la nueva extrema derecha, por ejemplo.
En un momento en que Giorgia Meloni, heredera del neofascismo, acaba de llegar al poder en Italia; en que Marine Le Pen se afianza en Francia como primer partido de la oposición tras obtener el mejor resultado de la historia en las legislativas y las presidenciales; en que, en Estados Unidos, el Partido Republicano intuye un futuro sin Trump, importa cómo los llamamos. ¿Extrema derecha, nacionalpopulistas, neofascistas?
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Otro pensador francés, el contemporáneo Marcel Gauchet, descubrió lo resbaladizo de las etiquetas en plena campaña para las presidenciales en Francia, el pasado abril. Le Pen, líder de Reagrupamiento Nacional (RN), acababa de clasificarse para la segunda vuelta, en la que iba a enfrentarse con el presidente, Emmanuel Macron. El RN es un partido al que, habitualmente, se califica de extrema derecha. Fue fundado hace 50 años con el nombre de Frente Nacional por Jean-Marie Le Pen, padre de la actual líder, y por nostálgicos del régimen colaboracionista durante la ocupación nazi, y de la Argelia francesa. Marine Le Pen, al tomar las riendas del partido en 2011, quiso desdemonizarlo: le cambió el nombre, expulsó al padre y repudió sus salidas antisemitas y xenófobas y asumió los principios de la República y la laicidad.
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Gauchet, autor de El desencantamiento del mundo, declaró en la emisora Europe 1: “Desde el punto de vista de las posiciones en un tablero político que van de un extremo a otro, podemos decir que Marine Le Pen ocupa la posición de la extrema derecha. ¿Tiene que ver esta extrema derecha con lo que históricamente fue la extrema derecha en este país y en la cultura europea? Evidentemente que no. Marine Le Pen representa objetivamente una especie de derecha autoritaria, nacional, popular”. Y añadió: “Ganaríamos en claridad política si lo reconociésemos, pero una campaña electoral es la polémica permanente”.
Las palabras de Gauchet indignaron a colegas suyos en la intelligentsia, como el historiador Patrick Boucheron: “Lo que ha dicho Marcel Gauchet lo dice todo de él y nada de ella”.
La líder del partido de extrema derecha francés Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, el pasado 24 de abril en París. Thierry Chesnot (Getty Images)
Las etiquetas políticas pueden servir para describir, pero también para descalificar. Un socialista no opondrá ninguna queja a ser llamado socialista. Un democristiano, tampoco, seguramente. Todo se complica con los nuevos partidos, o los situados fuera de la corriente más o menos centrista. Sucede con Podemos o los insumisos franceses, hegemónicos en la izquierda de su país. ¿Cómo llamarlos? ¿Izquierda radical? ¿Extrema izquierda? ¿Populistas? ¿Nueva izquierda? Y sucede con lo que llamamos extrema derecha, término que sin duda descalifica: casi nadie, entre los partidos parlamentarios de extrema derecha, lo reclama. La cuestión es si la descripción es acertada. En este punto los expertos discrepan.
Dice Guillermo Fernández-Vázquez, autor del libro Qué hacer con la extrema derecha en Europa (editorial Lengua de Trapo) y profesor en la Universidad Carlos III: “Aceptando que hay mucha confusión terminológica, si nos referimos al punto de vista estratégico, una denominación adecuada puede ser derecha radical”. Y señala que el objetivo de estos partidos es suplantar a la derecha de raíz democristiana, y ser el referente en la derecha. Ya lo ha logrado en Italia y Francia. “No son derechas cuyo objetivo, al menos a corto o medio plazo, sea reinstaurar algo así como un franquismo 2.0, o un fascismo 2.0, sino suplantar o desplazar a los partidos conservadores”. Fernández-Vázquez añade, sin embargo, que desde el punto de vista ideológico podría llamárselos “derecha posfascista”, del mismo modo que se denomina poscomunista a una parte de la izquierda. “Aunque no pretendan reinstaurar el franquismo o el fascismo”, afirma, “sí que beben ideológicamente mucho de esas experiencias históricas”.
El historiador Nicolas Lebourg, autoridad en la materia, no ve inconveniente en calificar a Le Pen y a su RN de extrema derecha: “Cuando miramos todas las corrientes de extrema derecha en todos los países y en todas las épocas, el corazón de su visión del mundo es el organicismo”. Por organicismo se refiere a la idea de la nación como un cuerpo único que rechaza la lucha de clases, porque supondría un conflicto entre la cabeza y los brazos, y desconfía del elemento extranjero porque provocaría una metástasis, explica Lebourg. “No es injurioso [hablar de extrema derecha], no significa que está en contra de la democracia ni que vaya a matar a todo el mundo”.
Hay otra etiqueta recurrente para estos grupos: la de fascista. Robert O. Paxton, autor del clásico Anatomía del fascismo (Ediciones Península), responde en un correo electrónico: “La derecha extrema en Estados Unidos, Europa y otros lugares (Trump, Orbán y el resto) exhibe, en efecto, muchos rasgos del fascismo clásico: los mítines masivos, el nacionalismo extremo, la división del mundo entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, el culto al líder, la tolerancia de la violencia para apoyar el avance de los propios objetivos”. Paxton, sin embargo, observa diferencias. “Los fascistas clásicos creían en la subordinación de la economía a los imperativos nacionales como el rearme, mientras que la actual extrema derecha, especialmente en EE UU, quiere permitir que los hombres de negocios hagan lo que les plazca. La actual derecha extrema también está poco inclinada hacia las guerras de conquista o reconquista de territorio, aunque hay excepciones”. Concluye el veterano historiador estadounidense que habría que buscar otro término en lugar de fascismo: “A veces he propuesto usar el término ‘oligarquía’, pero esta palabra carece de la fuerza de fascismo. ‘Neofascismo’ me parece un nombre muy apropiado para la actual derecha extrema”.
El gobernador de Florida, Ron DeSantis, en un evento de campaña para las elecciones de medio periodo estadounidenses en Hialeah, Florida, el pasado 7 de noviembre. EVA MARIE UZCATEGUI (AFP via Getty Images)
La etiqueta puede plantear un inconveniente: el anacronismo. Tras la victoria de Meloni en Italia en septiembre, el director de la revista multilingüe europea Le Grand Continent, Gilles Gressani, escribió en Le Monde: “En realidad, la señora Meloni no encarna el retorno del fascismo, sino la aparición de una nueva fórmula política que podríamos designar con el neologismo ‘tecnosoberanismo”.
En un café parisiense, Gressani desarrolla esta idea: “No creo que podamos decir que Italia hoy esté en un marco en el que las próximas elecciones vayan a ser suspendidas o haya violencia política de intensidad. No estamos en una secuencia en la que podamos decir que estamos ante un retorno del fascismo. Pienso que hay más riesgo de retorno del fascismo en Estados Unidos. Y si verdaderamente queremos hablar de fascismo, el régimen putiniano se le parece mucho más”. El “tecnosoberanismo” describe la síntesis que intenta Meloni entre los principios nacionalistas y conservadores de su tradición política —una tradición radical—con la tecnocracia italiana y europea y la defensa del euro, la UE y la OTAN. Apunta Gressani: “La idea es que hay que sentarse en la mesa para cambiar las reglas del juego más que hacer estallar la mesa”.
El momento 2016 —el de Trump, del Brexit, de los populistas que insultaban y querían ponerlo todo patas arriba— ha pasado. Por eso las salidas de tono e insultos de Vox en España desafinan, incluso en su campo. La nueva derecha radical, la que acaricia el poder o lo ocupa ya, quiere demostrar que es fiable, que puede gobernar. En Estados Unidos, la figura emergente es el gobernador de Florida, Ron DeSantis, triunfador en las elecciones de medio mandato en noviembre. Un “Trump con cerebro”, le llaman. DeSantis vende competencia. En Europa, Meloni se presenta proeuropea y proatlantista y Le Pen obliga a sus diputados a ir con corbata y no montar escándalos en la Asamblea Nacional. Ya no propugna ni el Frexit ni la salida del euro. Incluso propone enmendar la Constitución para introducir el derecho al aborto, con límites, es verdad, pero difícilmente un partido de extrema derecha tradicional lo aceptaría.
La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, durante una conferencia de prensa en Roma, el pasado 10 de noviembre. Antonio Masiello (Getty Images)
Este ejemplo subraya las dificultades para seguir describiendo al RN como un partido de extrema derecha, según Jean-Yves Camus, codirector del Observatorio de las Radicalidades Políticas en la Fundación Jean-Jaurès. “En cuestiones de identidad, de seguridad, de inmigración, incontestablemente es derecha radical”, dice. Históricamente, añade, la extrema derecha “quiere conquistar el poder por la fuerza, no reconoce la democracia, es partidaria del corporativismo, desea liquidar las asambleas parlamentarias…”.
No es fácil dar con la etiqueta adecuada y puede acabar pareciendo una discusión sobre el sexo de los ángeles. A fin de cuentas, ¿importa cómo se los llame?
Responde Jean-Yves Camus: “Es importante para los politólogos y los historiadores, cuyo oficio es hacer distinciones y nombrar las cosas con precisión, pero también en el plano político, y desde el punto de vista de la izquierda. Cuando un cargo electo o responsable de un partido de izquierdas llama extrema derecha a una formación que no lo es, le hace un favor, porque estas formaciones claman enseguida que los persiguen. Hay que combatir a estos partidos basándose en el fondo de sus programas y no pegándoles etiquetas que refuerzan, en sus electores, el sentimiento de ser marginados”.
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