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Netanyahu: el ‘rey’ al que destronaron sus herederos

Benjamín Netanyahu, el primer ministro que más tiempo ha gobernado en Israel, parece resistirse a abandonar la residencia oficial, en la calle Balfour de Jerusalén, como si fuera el palacio de un rey, después de 12 años de mandatos consecutivos. Los usos institucionales le conceden algunas semanas de plazo para mudarse sin agobio a alguna de sus propiedades —en el mismo acomodado distrito de Rehavia o en la primera línea de mar de Cesarea—, tras la constitución de un nuevo Gobierno de amplia coalición el pasado domingo. Pero en lugar de permanecer en Balfour como invitado temporal del nuevo inquilino, el ultranacionalista Naftali Bennett, Netanyahu ha seguido recibiendo visitas oficiales como si aún siguiera en ejercicio del cargo. Su encuentro con Nikki Haley, exembajadora de Estados Unidos ante la ONU, ha levantado ampollas entre la clase política israelí, donde ya se han oído voces para que el Estado deje de asumir sus gastos de mantenimiento. Cuando fue destronado en las urnas al término de su primera etapa como mandatario (1996-1999), tardó más de seis semanas en desalojar la residencia oficial.

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“Es prematuro despedirse de Netanyahu ahora. Su salida no es irreversible y seguirá siendo muy activo en la oposición”, apunta el analista e historiador Meir Margalit. “La impresión general es que volverá pronto y más reforzado”, pronostica. La caída del primer ministro era buscada por la oposición, que le ha desafiado en cuatro elecciones desde 2019, pero ha desconcertado a la derecha israelí.

“No han sido los negocios, es decir, la ideología: ha sido algo personal”, corrobora Yehuda Shaul, cofundador de la ONG Rompiendo el Silencio, de veteranos del Ejército, ahora al frente de un instituto de análisis. “El cesarismo, su obsesión por ocupar el poder para siempre”, argumenta, “le ha llevado a asesinar políticamente a quienes le han retado desde su propio campo del centroderecha”.

El primer judas de la derecha fue el exministro Avigdor Lieberman, un ultraconservador laico que decidió romper con Netanyahu hace dos años tras las primeras elecciones con resultados no concluyentes. El también exministro Gideon Saar le desafió sin éxito en unas primarias internas del Likud, el partido controlado con mano de hierro por Netanyahu, poco antes de formar su propio partido en los últimos comicios. Y ahora le ha tocado el turno a Bennett, estrecho aliado en el Gobierno desde hace ocho años.

Los tres habían sido sus herederos, a quienes tuteló como mentor. Jefes de gabinete interno en el Likud o el Gobierno, primero; ministros de confianza, más adelante. “Los traicionó demasiadas veces, hasta que perdieron la fe en cada una de sus palabras”, aseguraba Anshel Pfeffer, biógrafo de Netanyahu, en una columna en Haaretz poco después de su salida del poder.

El pacto de los delfines del rey de los conservadores con fuerzas centristas y de la izquierda, además del inédito respaldo de una formación árabe israelí (la principal minoría, un 21% de los ciudadanos), alumbró la coalición a ocho bandas de casi toda la oposición que hace una semana le destronó. “El odio común que le profesan estos líderes de pequeños partidos de la derecha ha sido determinante en su derrocamiento”, apostilla Shaul.

Benjamín Netanyahu con el líder palestino Yasir Arafat en la Casa Blanca en 1996.PAUL J. RICHARDS / AFP via Getty Images

“Netanyahu había detectado a tiempo la necesidad de buscar apoyo en ciertos sectores árabes para mantener su liderazgo”, subraya el analista político Daniel Kupervaser. Llegó incluso a hacer campaña en las comunidades de origen palestino, después de haber mantenido una política marcadamente antiárabe durante décadas. Legitimó la presencia de estas fuerzas, antes excluidas, en una coalición gubernamental, precisa Kupervaser, con el efecto adverso de que ha sido la oposición la que se ha beneficiado finalmente de su tacticismo.

Hace dos años batió el récord de permanencia en el poder del fundador del Estado judío, David Ben Gurion, pero ya había entrado en los libros de historia. De 71 años, Netanyahu (conocido como Bibi por su apodo familiar), fue el jefe de Gobierno más joven y el primero nacido en el país tras la independencia. También ha sido el primero en ser juzgado por corrupción mientras ocupaba el puesto.

Nieto de un rabino e hijo de un historiador sionista de derechas, la peripecia vital de Netanyahu viene a coincidir con la propia historia de Israel. La nación ascética y colectivista en la que nació es hoy la potencia militar hegemónica regional y líder tecnológico global, con una sociedad que se ha tornado políticamente más conservadora. Dos vuelcos sociales que él ha contribuido a impulsar en cerca de cuatro décadas de actividad política. Estuvo al timón del Gobierno por primera vez tras el asesinato del laborista Isaac Rabin, en 1995. Después tardó 10 años en recuperar el poder, pero desde 2009 hasta ahora los israelíes no habían conocido otro primer ministro.

La transformación económica del país es uno de los principales activos en su haber. “Nadie le puede quitar el reconocimiento por su legado de crecimiento”, admite Margalit, encuadrado en la izquierda pacifista y exconcejal de Jerusalén, “aunque se haya debido en gran parte a la venta de armamento y tecnología militar”. Una riqueza no distribuida equitativamente en las distintas capas de la sociedad, donde amplios sectores de las comunidades árabe y ultraortodoxa judía se sitúan bajo el umbral de la pobreza.

“No se puede decir que Netanyahu esté acabado”, tercia Shaul desde el Centro Israelí para los Asuntos Públicos, “y sigue siendo el político israelí más dotado y hábil, y con mayor nivel de maniobra en la escena internacional”. “La misión de su vida es que no exista un Estado palestino”, sostiene este activista defensor de la solución de los dos Estados. A pesar del desgaste sufrido por Netanyahu, el Likud fue el más votado en las legislativas del pasado marzo, aunque sin poder sumar mayoría en la Kneset (Parlamento) para conformar una coalición gubernamental.

El primer ministro saliente de Israel, Benjamín Netanyahu, en la Kneset (Parlamento), en Jerusalén el 13 de junio.Ariel Schalit / AP

Tachado de político oportunista, cuya única ideología ha consistido en sobrevivir en el poder frente a las adversidades, Netanyahu ha mantenido sin embargo ideas geopolíticas muy precisas: “En Oriente Próximo hay una simple verdad: no hay lugar para los débiles, que son masacrados y borrados de la historia. Los fuertes, para lo bueno y para lo malo, sobreviven. Son respetados, y al final son los que hacen la paz”. Definió así el eje de su doctrina exterior en 2018, en la ceremonia que rebautizó el reactor nuclear de Dimona, cuna del arsenal atómico secreto israelí, con el nombre de Simón Peres, el dirigente histórico que alumbró el programa nuclear del Estado judío, y a quien había precisamente derrotado en las legislativas de 1996.

Como recuerda Pfeffer, su biógrafo, Netanyahu ya apostó en 1993 en su libro Un lugar entre las naciones por un Estado judío fuerte y desarrollado para eludir la presión internacional de hacer concesiones a los palestinos. “El mundo debe aceptar la posición de Israel y retirar de la agenda la cuestión palestina”, condensa este experto la visión del mandatario. Sus ideas parecen haber sido proféticas, al menos para normalizar las relaciones diplomáticas con cuatro países árabes, sin necesidad de pagar el peaje de la entrega de territorios. Promovidos y amparados por el entonces presidente estadounidense, Donald Trump, en 2020, los acuerdos con Emiratos Árabes Unidos y Baréin, monarquías del Golfo con las que Israel ya mantenía relaciones soterradas, fueron seguidos por el reconocimiento de Sudán y Marruecos, países con los que había establecido cooperación militar en la sombra.

Aunque ordenó tres campañas bélicas contra la franja de Gaza —la más demoledora y prolongada (cerca de dos meses) fue librada en 2014 y la última concluyó hace apenas un mes—, Netanyahu ha preferido las contiendas discretas, como la que le enfrenta a Irán y sus milicias satélites en Siria, donde se suceden periódicamente los ataques aéreos israelíes.

No tuvo que lidiar con una nueva Intifada palestina, pero sus mandatos quedaron marcados por regueros de violencia. Como la oleada de ataques con cuchillos entre 2015 y 2016 en Jerusalén y Cisjordania. O las manifestaciones en la frontera de la franja de Gaza, que se cobraron más de 200 muertos palestinos entre 2018 y 2019. O la reciente escalada de protestas en la Ciudad Vieja de Jerusalén, con epicentro en la mezquita de Al Aqsa, tercer lugar sagrado del islam. “Bajo sus gobiernos se ha humillado y reprimido a los palestinos, que de tanto en tanto estallan”, explica el historiador Meir Margalit, quien como edil estuvo a cargo durante años de las relaciones con los residentes de la parte oriental de la Ciudad Santa, de mayoría árabe.

Desenvuelto sabra, nativo de Israel que ha sabido interpretar la diversidad social de un país de castas, Netanyahu también puede pasar por un resuelto estadounidense de Filadelfia o Boston, donde transcurrió parte de su infancia y se formó en la universidad. Esta doble faceta le ha acompañado durante toda su existencia. Se ha codeado con estadistas en los foros internacionales, pero para una gran parte de los israelíes es ante todo uno de los suyos.

Como joven oficial de comandos en el Ejército fue herido en la operación de rescate de un avión secuestrado en el aeropuerto de Tel Aviv en 1972. La muerte de su hermano mayor, Yoni Netanyahu, en otra operación de comandos en el aeropuerto de Entebbe (Uganda), contra un grupo palestino que había capturado en 1976 a un centenar de pasajeros israelíes, le dejó profunda huella. También marcó su pensamiento político la atmósfera de tensión en la Guerra Fría que respiró durante su juventud en EE UU y que le escoró definitivamente hacia el bando conservador. Una década más tarde, Netanyahu era una figura clave de las embajadas de su país en Washington y ante Naciones Unidas. Destacó como hábil estratega de la diplomacia pública y su imagen emergió ante el mundo como portavoz de la delegación de Israel en la Conferencia de Paz de Madrid, hace ahora 30 años.

Benjamín Netanyahu durante su servicio militar, en 1976.AFP / AFP via Getty Images

Diputado a partir de 1988, ministro en sucesivas carteras, el ex primer ministro se hizo en 1993 con el control del principal partido de la derecha. Tras formar en 2015 el que fue calificado como el Gobierno más conservador en la historia de Israel, culminó reformas clave, de rango constitucional, que han marcado un giro histórico. Es el caso de la denominada ley del Estado nación judío, norma que conlleva un detrimento de los derechos de las minorías, como dejar de considerar la lengua árabe como cooficial. “El Estado de Israel no pertenece a todos sus ciudadanos, sino solo al pueblo judío”, vino a decir Netanyahu tras su aprobación en 2018. El estallido de violencia sectaria e intercomunal entre judíos y árabes en ciudades con población mixta activó hace un mes las alarmas sociales en Israel.

Durante sus 15 años en el poder ha tenido que lidiar con tres presidentes demócratas de EE UU que le han marcado el paso. Bill Clinton, en su primer mandato, y Joe Biden, en su salida del poder, además de Barack Obama, con quien chocó repetidamente. Le desafió en 2015 con un discurso pronunciado en el mismo Capitolio de Washington contra el acuerdo nuclear con Irán que impulsaba la Casa Blanca. La ruptura con el Partido Demócrata registrada entonces se reflejó en los últimos meses en la frialdad de sus relaciones con Biden.

La llegada al poder del republicano Donald Trump en 2017 dio un vuelco al paradigma de Oriente Próximo en favor de Israel. Para apuntalar sus últimas campañas electorales, Netanyahu se granjeó el sostén sin reparos de Trump, quien le obsequió con el reconocimiento de Jerusalén como capital israelí exclusiva y el espaldarazo a la soberanía sobre los altos del Golán (meseta siria ocupada por Israel desde 1967).

“Netanyahu forma parte de una alianza internacional iliberal, y ha puesto Israel al servicio de esta entente con Trump, el brasileño Jair Bolsonaro y el húngaro Viktor Orbán, entre otros, para legitimar la ocupación y el apartheid de los palestinos”, destaca Yehuda Shaul. “La expansión de los asentamientos se ha multiplicado bajo sus mandatos”, advierte, “y al final ese es el legado de problemas para el futuro que nos deja a los israelíes”.

Bajo los sucesivos gobiernos del líder del Likud, las colonias no han dejado de extenderse en Jerusalén Este y Cisjordania, donde viven más de 650.000 israelíes. En su primer mandato, Netanyahu heredó en 1996 la aplicación de los acuerdos de Oslo bajo la atenta mirada del presidente Clinton. Entregó, por ejemplo, al entonces líder palestino, Yasir Arafat, el control de la mayor parte de la ciudad de Hebrón. Pero a partir de 2009 —y pese a sus declaraciones formales a favor de la solución de los dos Estados y la congelación temporal del crecimiento de los asentamientos bajo la presidencia de Obama— se ha limitado a aplicar una mera gestión del statu quo del conflicto. Sin avances reales hacia la paz, pero sin ejecutar la anexión formal de los territorios. Su objetivo fue dejar que se pudriera el proceso de negociaciones con los palestinos, que permanecen canceladas desde 2014.

Netanyahu sigue siendo el líder del partido con mayor representación en la Kneset, donde la derecha suma casi dos terceras partes de los escaños. Como recuerda Anshel Pfeffer en Haaretz, además del ininterrumpido crecimiento económico hasta la pandemia, el primer ministro pilotó la más rápida y eficaz campaña de vacunación contra la covid-19. Sus logros no le han librado de ser apeado por el bloque de la oposición tras quedarse sin socios suficientes en la derecha. “Les mintió e intimidó a todos y rompió todas las promesas que les había hecho, por eso se ve ha visto forzado a dejar el poder”, concluye Pfeffer. “Los que fueron sus fieles lugartenientes se han convertido en sus peores enemigos”.

El exjefe del Gobierno peleó por la reelección en cuatro elecciones consecutivas en apenas dos años para no terminar entre rejas como su predecesor inmediato en el cargo, Ehud Olmert. Desde el poder pretendió afrontar con más recursos —buscando incluso la inmunidad legal— los cargos por soborno y fraude por los que está siendo juzgado en tres casos por un tribunal en Jerusalén.

La afición al lujo de la familia del mandatario —integrada por el primer ministro, su esposa, Sara, y su primogénito, Yair— fue la primera pista seguida por la brigada policial anticorrupción en la investigación de los casos de corrupción. Los Netanyahu recibieron caros regalos —joyas, puros habanos Cohiba o champán rosado— evaluados en un millón de séqueles (250.000 euros) de manos, entre otros, del productor de Hollywood Arnon Milchan, quien pudo recibir a cambio millones de dólares en beneficios fiscales.

Los otros dos casos en los que está encausado tienen que ver con la obsesión del gobernante por conseguir el favor de los medios de comunicación, a quienes culpa de todas sus desgracias políticas, pero que corteja con descaro. Tanto al editor del diario Yedioth Ahronoth, el de mayor circulación de pago en Israel, como a los propietarios del grupo de telecomunicaciones Bezeq, que controla canales de televisión y portales informativos, les ofreció prebendas económicas a cambio de contar con una cobertura favorable a sus intereses.

Israelíes ondean banderas fuera de la Puerta de Damasco en la Ciudad Vieja de Jerusalén, el 15 de junio de 2021, celebrando el aniversario de la ocupación israelí de 1967 de Jerusalén Este.EMMANUEL DUNAND / AFP

“Bibi ha dado un golpe fatal a la democracia en Israel. Pero sobre todo ha arrasado con la tolerancia”, remacha el historiador Margalit.

“La conducta de Netanyahu y su familia creó una imagen de que Israel se estaba encaminando hacia un reino [mesiánico] con Bibi como rey”, recapitula con una parábola el analista político Daniel Kupervaser. “La residencia del primer ministro se transformó en palacio real y el pueblo les debía rendir honores y agradecerles su predisposición a gobernar Israel”. Una gran parte de la sociedad se siente identificada con esa imagen, advierte este analista: “Su voto visceral es una de las grandes tragedias de Israel”.

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