EL PAÍS

Ni autonomía ni estrategia

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Como la civilización occidental según una sentencia famosa de Gandhi, la autonomía estratégica europea es una excelente idea pero de existencia precaria y quizás nula. Son ideas que molestan, naturalmente. La de civilización occidental, a los occidentales incivilizados, pero también a los enemigos de Occidente, incluidos muchos occidentales. Y la de autonomía estratégica europea, a quienes quieren una Europa siempre subordinada, con deseos repartidos entre los que la prefieren subordinada a Estados Unidos y los que están por su subordinación a quien sea, con tal de que no sea Estados Unidos. Además, naturalmente, de los que prefieren que no tenga existencia alguna y regrese al pasado de las viejas naciones, grande cada una de ellas en su pequeñez, tal como Trump quiere que sea también Estados Unidos.

Una Europa con autonomía estratégica hubiera enfrentado la ayuda a Ucrania por sí sola, o con una ayuda de Washington subsidiaria y no imprescindible, como sucede ahora. El esfuerzo realizado hasta ahora tiene mérito, hay que reconocerlo. Primero en la pandemia, sobre todo con las vacunas. Después con los fondos de recuperación. Incluso en la autonomía energética ante la dependencia de Rusia. Y ya con la guerra, con las sanciones, la acogida de refugiados y los créditos para financiar el suministro de armas. La dirección es buena: hacia la autonomía estratégica. Pero queda tan lejos, que por el camino todo puede perderse. Si a finales de 2024 no ha llegado la paz o los europeos no se han dotado de suficientes medios militares, el regreso del trumpismo puede dejarnos desnudos, sin autonomía, sin estrategia y, como trágico corolario, sin Ucrania y sin Europa.

Emmanuel Macron viene diciéndolo desde el primer día. No es el único, pero nadie lo hace con tanto énfasis ni magnetismo ante los focos. Como ha sucedido con todos los presidentes franceses desde Charles de Gaulle, su voz es la de Francia, siempre obsesionada por mantener el rango que ocupa en el poder mundial, aunque sea a través de la idea europea, y por reivindicarlo cada vez que alguien lo pone en duda. Es lo que ahora sucede, cuando se barajan y reparten las cartas en la desordenada y virulenta transición desde el mundo dominado solo por Washington a otro multipolar, en el que China, el aspirante, se complace en los efectos de equidistancia y división que suscita la mera idea de una Europa estratégicamente autónoma, que pueda adoptar una posición propia en el reparto de poder en curso en Asia.

Falta mucho trecho, es cierto. No va solo de tanques, aviones y tropas. ¿Puede hablarse de autonomía estratégica sin una fiscalidad europea que no deje huecos a la evasión y a los paraísos fiscales? ¿Y sin una política común de asilo e inmigración razonable y respetuosa con los derechos humanos? Falta autonomía y falta estrategia, pero sobre todo falta Europa. Finalmente, Europa siempre ha sido la solución, nunca el problema.


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