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Ni cultura ni cancelación


El eufemismo “cultura de la cancelación” nació en inglés hace unos siete años: cancel culture. Y ha venido nombrando la cada vez más extendida costumbre de ningunear las obras de ciertos artistas por un batiburrillo de motivos, a veces falsos y a veces justificados. Darío Villanueva explica con detalle este fenómeno en su libro Morderse la lengua (Espasa, 2021).

A partir de esa tendencia se pone ahora en cuestión la literatura de Pablo Neruda porque a los 24 años abusó de una menor (lo contó él mismo en sus memorias, Confieso que he vivido, en 1974); lo cual se parecería a una hipotética propuesta de desmontar un rascacielos tras descubrirse que su arquitecto era un asesino. O se boicotea a Woody Allen —pese a que fue absuelto— por las denuncias que interpuso contra él su expareja Mia Farrow; o se expulsó a Kevin Spacey de una serie, hace cuatro años, al ser acusado de abusos (sin condena judicial hasta hoy, por muy verosímiles que nos parezcan).

Esta “cultura de la cancelación” parece afectar solamente a contemporáneos. Michelangelo Caravaggio (siglos XVI-XVII) fue un buscabroncas, un homicida fugitivo de la justicia, una mala persona; pero no por ello ha bajado el precio de sus cuadros.

El caso es que de cancel culture hemos acuñado “cultura de la cancelación”. Para qué traducir mejor. Para qué defender a la palabra “cultura”, que ahí no pinta nada.

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Ese sentido de “cancelar” sí encaja en parte con su cuarta acepción: “Borrar de la memoria, abolir o derogar algo”.

“Cancelar” viene del latín cancellare, que a su vez procede del plural cancelli: verja, límites, barrera. Es decir: ponerle una cancela a algo. Corominas y Pascual señalan que este sentido actual equivalente a “borrar” se relaciona con la idea de “trazar un enrejado sobre lo escrito”, de manera que se vuelva ilegible. Y ello explica también que en inglés to cancel signifique tanto “cancelar” como “suprimir”.

Sin embargo, la cancelación que observamos ahora no afecta sólo a lo ya escrito, al pasado: implica dañar a una persona en el presente. Y supone ir más allá de la ley. Los tribunales democráticos tienen la capacidad de condenar a alguien a la cárcel, a pagar una multa, a indemnizar a sus víctimas; pero la pena adicional de anular su desempeño artístico o literario no figurará en la sentencia; porque eso no está previsto en los códigos, sino que constituye un castigo accesorio ajeno al fallo.

Por tanto, aquí colisionan la libertad de los ciudadanos para rechazar la obra de alguien que no les gusta (por lo que sea) y el derecho del acusado a que no se le apliquen penas añadidas en una asamblea virtual tumultuaria.

Ahora la “cancelación” actúa contra los artistas rusos (y sólo ellos). A éstos (y no a otros) se les exige al firmar un contrato el salvoconducto de haber condenado las acciones de Putin. Aceptaron esa condición los directores de orquesta Vladímir Jurovski y Semión Bichkov, por ejemplo (reproduzco sus nombres transliterados al español desde el cirílico, sin pasar por el inglés). Pero Valeri Guérguiev, muy afecto al régimen, declinó hacerlo y se quedó sin dirigir en La Scala. Una reacción similar empieza a sufrir Will Smith tras su bofetada en los Oscar.

Cuando estos boicoteos combaten posiciones legítimas, “cancelación” oculta el concepto de “censura”. Cuando implican una pena extrajudicial, reemplaza a “condena popular”. Y en los otros casos equivale a una prohibición, y así podríamos decirlo sin tapujos y sin complejos. Conviene distinguir entre la represión de las ideas, el linchamiento mediático y una proporcionada reacción de veto social contra quienes notoriamente practican, justifican o toleran la violencia.

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