Roberto Martín se topó con una nueva barrera cuando volvió en septiembre a su trabajo como camarero en un restaurante de Madrid. La ilusión de este joven, de 24 años y sordo desde niño, por recuperar una rutina perdida tras cinco meses de ERTE y una cuarentena se desvaneció al tomar nota a un cliente el primer día. “Con mascarillas no puedo leer los labios y necesito hacerlo para comunicarme”. Dedicó un tiempo a explicar cómo deben hablarle, pero ya nada es igual que antes. Se sentía ajeno en su propio trabajo. Su historia es común a la de más de un millón de personas que padecen algún tipo de discapacidad auditiva en España, según el Instituto Nacional de Estadística (INE).
Las medidas de seguridad impuestas para la contención del coronavirus han incrementado los problemas de este colectivo. El principal obstáculo es la mascarilla, de uso obligatorio. Carmen Jáudenes, presidenta de la Confederación Española de Familias de Personas Sordas (FIAPAS), explica: “Las mascarillas limitan o impiden que las personas sordas se apoyen en la expresión facial o la lectura labial, lo que dificulta su comunicación”. Los expertos coinciden, además, en que los tapabocas atenúan la voz entre tres y siete decibelios. “Y se suma la distancia de seguridad y las mamparas. Para una persona con problemas auditivos es el salto entre oír o no”, aclara Jáudenes.
Para el colectivo, la pandemia supone más dificultades que para el resto. A veces, tienen que pedir a otras personas que se retiren la mascarilla, pero no todo el mundo reacciona igual. Roberto Martín recuerda el día que acudió a solicitar una beca para continuar sus estudios de Realización Audiovisual. “El administrativo se negó a bajarse la mascarilla aunque estaba detrás de una mampara”. Araceli Luque, una jubilada de 74 años que también es sorda, cree que hay una nueva barrera menos conocida: la actitud de las personas. “El miedo es una reacción humana, pero a nosotros nos afecta más porque tendemos a aislarnos”, apunta.
Han surgido iniciativas de mascarillas con ventanas en los labios, pero no se ha probado su seguridad. El Gobierno se comprometió a homologar unos tapabocas transparentes con Marcos Lechet. Este sordo total desde los cinco años presentó hace dos semanas 80.000 firmas ante el Ministerio de Sanidad para solicitar su viabilidad a un precio asequible. Jáudenes recuerda: “La población sorda es diversa y sus necesidades muy distintas. Hay que dar respuesta a todas y las mascarillas transparentes son solo un apoyo visual”. Considera que las administraciones deberían buscar más soluciones, como la instalación de sistemas de radiofrecuencia en espacios públicos, con los que la información llega directamente a la prótesis auditiva.
Mientras tanto, la vida social de Diana Lobato, de 40 años, se ha reducido drásticamente. Ya no sale con sus amigos porque no puede comunicarse con ellos e incluso se siente responsable de que tengan que quitarse la mascarilla para entablar una conversación. “Estoy deseando que se acabe la pandemia para sentirme más relajada”, lamenta. El colectivo vivirá en un aislamiento social, siempre que los servicios o facilidades disponibles para la ciudadanía sean inaccesibles para ellos, según Concha Díaz, presidenta de la Confederación Estatal de Personas Sordas (CNSE).
La educación es uno de los ámbitos en los que más se han visto afectadas las personas con problemas auditivos. Natalia, de 11 años, acude al colegio madrileño Ponce de León, un centro bilingüe en lengua oral y de signos. Lleva audífonos, pero a veces se pierde en las conversaciones. “Me siento un poquito triste cuando no puedo entender a algunas personas”, comenta. Su profesora, Inés Jiménez, suple como puede las deficiencias de comunicación. “La lengua de signos emplea la boca. Ahora, tenemos que signar más claro, más amplio, subir el volumen de la voz y acercarnos para explicar”. El profesorado se las apaña con unas mascarillas transparentes no homologadas, pero reclama otras que garanticen la comunicación y la seguridad de los alumnos.
El acceso a la información, en un momento de cambios drásticos, se ha convertido en otro gran reto. Marta Muñoz, de 31 años, pertenece a una familia de personas sordas. Recuerda el 14 de marzo, cuando el presidente del Gobierno decretó el estado de alarma en España. “Era un momento histórico y mi familia y yo tuvimos que hacer una videollamada para ver si alguno se había enterado de algo”. No hubo manera. La presidenta de CNSE cree que el derecho a la información se ha visto “vilipendiado”. “La presencia de un intérprete de lengua de signos y un buen subtitulado en los mensajes institucionales no se dan siempre ni en todos los territorios por igual”, apunta. La solución, para Jáudenes, sería pensar con previsión en todos los ciudadanos.
Las asociaciones reclaman información, respeto y empatía. “Debemos ponernos en el lugar del otro. Hay que pedírselo a la sociedad, pero también a los poderes públicos”, afirma Jáudenes. Araceli Luque coincide. Desde que se quedó sorda con 50 años por un tumor cerebral, esta mujer vital y reivindicativa ha luchado por encontrar su hueco en la sociedad. Cree que la pandemia puede promover la inclusión, porque “después de lo malo, siempre llega algo bueno”. Y aclara: “Si no unes tus fuerzas a las mías, nunca dejaré de sentirme aislada”.
La pesadilla de las gestiones administrativas o médicas
Las gestiones administrativas o las consultas médicas se han convertido en un problema porque la comunicación ha pasado a ser casi toda telemática. Diana Lobato, de 40 años, usa una aplicación de móvil que transcribe la conversación. Un día durante el confinamiento le notificaron que sus citas se habían cancelado. “Para que la aplicación funcione, tengo que hacer yo la llamada. Me pasaban con una centralita y les explicaba que era sorda, que para entender la conversación tenía que llamar yo al médico, en vez de hacerlo él”. Recuperó sus citas tras el confinamiento.
“La falta de accesibilidad ha quedado evidenciada en la dificultad de acceder a los teléfonos de emergencias o de información sobre el coronavirus”, apunta Concha Díaz, presidenta de CSNE. Además, los servicios de asistencia psicológica y atención a personas mayores o en situación de riesgo que las administraciones habilitaron eran telemáticas y no disponían de protocolos para personas sordas.
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