Nicaragua, una idea grande en un baratillo


Ahora que el infame espectáculo se ha consumado y que Daniel Ortega y Rosario Murillo se han amarrado al poder el pasado domingo en Nicaragua, es inevitable volver sobre las transformaciones que se han operado en el sandinismo para convertir los sueños que alimentaron aquel movimiento en lo que hoy no es nada más que un grotesca caricatura de lo que un día fueron esperanzas de libertad y justicia. El 20 de julio de 1979 las columnas guerrilleras entraron triunfales en la plaza de la República de Managua. Venían de una larga lucha y habían conseguido derrotar a Somoza. En Adiós muchachos, las memorias de uno de los protagonistas de aquella gesta, Sergio Ramírez, se recrea la atmósfera de esos días. “Era, de verdad, una conducta extraña, un cambio radical de costumbres, de hábitos, de comodidades, de estilos de vida, de sentimientos y de percepción del mundo”, escribe sobre los que se volcaron en el desafío de acabar con el “corrupto y obsceno” despliegue de “lujos y riqueza” de la dictadura somocista.

“La Arcadia de los primeros meses estaba teñida de una inocencia sin cálculos”, explica Ramírez en su libro, y habla del compromiso en el que se habían embarcado y que no tenía vuelta atrás. Todo o nada. “Nadie habría cogido un fusil para hacer una revolución a medias”. Ese fue su proyecto, renunciando a la transición pacífica a la que otros aspiraban, y al final bien pudieron decir que habían conseguido su propósito. Lo que ocurrió por el camino fue duro. Sergio Ramírez se refiere por ejemplo a los disparos de las tanquetas Sherman, los balazos de las ametralladoras Mazden y Browning y de los fusiles Garand con los que las tropas de Somoza liquidaban a los rebeldes, muchos de ellos jóvenes. A uno de ellos lo mataron de un tiro en una ofensiva de 1978. “Se puso al descubierto durante un combate callejero, entusiasmado porque el disparo de su lanzacohetes había alcanzado una tanqueta, y un francotirador lo cazó desde un techo”.

Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado confluyeron una serie de factores que convirtieron aquella época en un enorme laboratorio de cambios radicales. Las luchas anticoloniales, los experimentos revolucionarios, la liberación sexual y las drogas psicodélicas, las protestas contra la guerra de Vietnam, las sacudidas que vinieron de Mayo del 68: los jóvenes irrumpieron en el mundo con el afán de transformarlo con urgencia. Los sandinistas formaron parte de esa corriente. Acabaron con la dictadura de Somoza, y luego las cosas se torcieron y se cometieron errores. “La revolución no trajo la justicia anhelada para los oprimidos, ni pudo creer riqueza y desarrollo; pero dejó como su mejor fruto la democracia, sellada en 1990 con el reconocimiento de la derrota electoral”, apunta Sergio Ramírez.

Es esa democracia que Ortega y Murillo han dinamitado. “¡No era eso a lo que aspirábamos! ¡No, no era eso, en absoluto!”, dice uno de los personajes de Los demonios de Dostoievski cuando observa cómo sus proyectos para cambiar Rusia se han ido al garete. Una idea grande, “y uno tropieza inopinadamente con ella en un baratillo, toda desfigurada, cubierta de lodo, en ridículo atavío…”. Por altisonante que sea la jerga revolucionaria que siguen empleando Ortega y los suyos, no era eso, no es eso. Y le toca a la izquierda subrayarlo con la mayor contundencia y determinación.

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