El asalto a las principales instituciones de Brasil perpetrado el pasado día 8 por una turba de partidarios del expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro representa un nuevo recordatorio de las crecientes amenazas que se ciñen alrededor de la democracia en el mundo. El episodio, como el ataque al Capitolio de EE UU hace dos años, destaca por el valor emblemático del uso de la fuerza, pero se inscribe en un amplio marco de síntomas de deterioro global del tejido democrático.
Tan solo en las últimas semanas, aparecen múltiples señales en ese sentido: el dramático descenso hacia el abismo de la democracia peruana; la constatación de la involución de Túnez —antaño gran esperanza democrática en el mundo árabe—, que ha celebrado antes de Navidades unas elecciones con un 11% de participación que lo dice todo respecto a las credenciales del proceso; o la aprobación a principios de diciembre, en Indonesia —otra esperanza democrática en el mundo musulmán—, de un nuevo Código Penal que tipifica una persecución de la homosexualidad incompatible con cualquier estándar liberal; en Turquía, el Tribunal Constitucional ha bloqueado, en un año electoral, las cuentas del partido prokurdo HDP, el tercero más votado del país, que afronta un serio riesgo de ilegalización.
Estos desarrollos son solo los últimos en un fenómeno de deterioro democrático acerca del que instituciones y centros de estudio vienen alertando desde hace tiempo. Ello no excluye que, a la vez, las democracias muestren también notables síntomas de resiliencia, por ejemplo, con la capacidad de expulsar naturalmente del poder a figuras como Donald Trump y Bolsonaro, sobreponerse a las intentonas de sus partidarios más radicales, o demostrando en múltiples ámbitos su superioridad ante unos regímenes autoritarios que sufren grandes turbulencias.
Pero ello no puede inducir a la complacencia. La inquietud de los expertos es prácticamente unánime. Freedom House, por ejemplo, registra desde hace 16 años un retroceso de la libertad en el mundo. En ese periodo, cada año, son más los países en los que la organización observa un retroceso que aquellos que logran avances. El balance de 2021, por ejemplo, arrojó 60 en retroceso y 25 en progreso.
Asimismo, el Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral —IDEA, por sus siglas en inglés, una organización intergubernamental respaldada por 34 Estados— detecta que, entre el centenar de países calificados como democracias, hay desde hace una década un fuerte ascenso del número de aquellos que sufren un contracción moderada o aguda de sus cualidades democráticas. En el último análisis disponible, publicado en noviembre, había 48 en el lote en retroceso sobre un total de 104. Aquellos en mejora fueron 14.
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En la misma línea se pronuncia, por ejemplo, el Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo, que destaca en su último informe anual, entre otros asuntos, el aumento de países con niveles tóxicos de polarización. Según V-Dem, a escala global el mundo ha regresado a los niveles de democracia de 1989, cuando empezó una fuerte ola expansiva que se ha ido replegando en los últimos lustros.
Por otra parte, son muchas las encuestas de alcance internacional —por ejemplo, del Pew Center— que señalan niveles preocupantes de desconfianza en el sistema político democrático. Un estudio de la Universidad de Cambridge apunta al especial desapego en el seno de las generaciones más jóvenes.
“El panorama para la democracia a escala global no es halagüeño. La multiplicación de síntomas ominosos ha crecido muchísimo en los últimos años”, opina Kevin Casas-Zamora, secretario general de IDEA y exvicepresidente segundo de Costa Rica. “Los principales estudios en esta materia coinciden en mostrar una tendencia de deterioro”, dice Gerardo Berthin, vicepresidente de Freedom House responsable de programas internacionales.
¿Cuáles son las causas de este fenómeno? Obviamente son múltiples, y cada país tiene sus circunstancias específicas, pero hay algunos denominadores comunes.
“Sin duda, hay una crisis de las democracias”, coincide Paolo Gerbaudo, sociólogo en la Scuola Normale Superiore en Florencia y el King’s College de Londres y autor de Controlar y proteger: El retorno del Estado, que se publicará en abril en castellano (Verso Libros). “A mi juicio, una de las causas principales es la manera en la que la globalización ha convertido al Estado nacional democrático, el marco fundamental en el que se ha desarrollado la democracia que conocemos, en una estructura extremadamente frágil, porque se han deteriorado algunas capacidades, sobre todo la posibilidad de determinar la economía. Disminuye la capacidad de hacer cosas, cumplir promesas, y eso provoca desilusión, sentimiento de traición”.
Casas-Zamora apunta a tres grandes conceptos. En primer lugar, “la disgregación interna, con el auge de fuerzas centrífugas, la polarización extrema”. Después, “la pérdida de confianza en las instituciones democráticas como instrumentos capaces de proveer soluciones solidas a los problemas de la gente. En este ámbito, un elemento especialmente tóxico es la corrupción, que genera un elevado grado de desapego”. En Brasil, una de las razones clave del auge de Bolsonaro fueron los numerosos casos de corrupción del Partido de los Trabajadores (PT) en su prolongada fase de gobierno.
Por último, “el contexto internacional, en el que se paga hoy un precio inferior por emprender una senda autoritaria, y en el que hay modelos como el chino que combina una horrible represión con un alto grado de eficacia económica”.
Como Zamora-Casas, Berthin también señala la polarización, auténtica incubadora de problemas democráticos. En este apartado, son muchos los expertos que apuntan a las redes sociales como elementos específicos de nuestro tiempo que agravan un problema que no es nuevo. Se acumulan las evidencias que las retratan como aceleradores de las partículas del odio, la frustración, el desprecio al adversario.
Berthin, además, incide en la desigualdad económica como potente factor de frustración, y en los cambios demográficos-sociales que son percibidos por algunos grupos como realidades amenazantes.
Dentro de la amplitud de la casuística, pues, un eje principal de referencia del deterioro democrático es la línea que empieza con fallos del sistema —por ejemplo, ante las clases desfavorecidas por la globalización—, y prosigue con la generación de un descontento popular que posteriormente aprovechan lideres populistas que exacerban la polarización, creando un clima de animosidad en el seno de la sociedad y disfunciones o parálisis del sistema institucionales que luego son utilizados para justificar acciones que reduzcan controles y contrapesos.
Hay amplios sectores de las sociedades democráticas para los que la asunción de que el futuro será mejor se ha quebrado, lo que genera un rechazo sistémico que abre espacio a peligrosos intentos de cabalgar la frustración.
La llegada al poder de fuerzas populistas es uno de los elementos de mayor peligro para la estabilidad democrática. Yasha Mounk y Jordan Kyle publicaron en 2018 un interesante estudio en la materia. Los dos politólogos construyeron una base de datos, recopilando una serie de gobiernos definidos como populistas cotejando más de medio centenar de revistas académicas. Identificaron 46 líderes o partidos políticos con esos rasgos en el poder en 33 países desde 1990 hasta 2018.
Pues bien, el seguimiento arroja varios resultados inquietantes: este tipo de gobiernos permanece de media más tiempo en el poder que los no populistas; solo una minoría sale del poder con un normal proceso de transición; un 50% reforma la Constitución para reducir controles y reequilibrios del sistema o eliminar límites a los mandatos consecutivos. En cuanto al signo ideológico, los expertos concluyeron que una proporción parecida de liderazgos populistas de derecha e izquierda condujeron a un retroceso significativo de la democracia. Cinco de 13 en el caso de la derecha, 5 de 13 en el de la izquierda.
La resiliencia
Pese a todas estas fragilidades, las democracias demuestran estos días rasgos de resiliencia. No solo por cómo se han sobrepuesto a los desafíos trumpista y bolsonarista, sino también por la calidad de algunos de sus resultados, por su persistente superioridad frente a las autocracias en múltiples ámbitos.
Al principio de la pandemia, muchos observaron las dificultades de las democracias comparándolas con la gestión china, que pareció más eficaz, y reforzó ciertos argumentos sobre los beneficios del modelo autoritario. Tres años después, China se halla empantanada en un complejo manejo de la crisis de covid, mientras las democracias la han dejado a sus espaldas, con la brillantez farmacéutica en la producción de vacunas y con una reacción solidaria europea entre otros aciertos.
La guerra en Ucrania también evidencia la persistente superioridad militar de las democracias. La entrega de armamento de alcance limitado, el entrenamiento y suministro de información de inteligencia, han sido suficientes —junto con la valentía y la habilidad de las fuerzas ucranias— para frenar a una supuesta superpotencia como Rusia. Por otra parte, han demostrado un eficaz grado de coordinación entre ellas, y en el caso de las europeas —con la inestimable ayuda de una meteorología favorable— para sobreponerse al problema de la dependencia energética.
Estos rasgos de eficacia y vitalidad se suman a los cimientos inigualados de los proyectos democráticos, empezando por el respeto a la libertad del individuo y una plenitud de derechos sin parangón. Es preciso ponderar bien el significado de las protestas en China ante las brutales medidas de control pandémico, que indujeron un giro político con rasgos de pánico de las autoridades ante la ira ciudadana, o en Irán ante la lamentable discriminación de las mujeres.
Pero estos elementos positivos no bastan para garantizar un futuro luminoso.
“Las demandas sociales están creciendo a una velocidad exponencial. La capacidad de responder no ha avanzado al mismo paso. Es esencial que las democracias apliquen su virtuoso mecanismo de autocorrección a esto: lograr reducir la brecha entre demandas y capacidad de responder”, dice Casas-Zamora, quien sostiene que es necesaria una reformulación del contrato social.
En la UE, el viraje de la austeridad posterior a la crisis de 2008 a la respuesta anticíclica frente a la pandemia se parece mucho a un intento de nuevo contrato social. “Las políticas de austeridad son peligrosas para la democracia. El Next Generation EU [plan de recuperación] es, sin duda, un movimiento de maduración en ese sentido”, dice Gerbaudo.
El sociólogo invita en cualquier caso a no subestimar los asaltos a las instituciones fracasados de EE UU y Brasil, o la red ultra desmantelada en diciembre en Alemania que pretendía dar un golpe de Estado. “No han sido exitosos y tienen rasgos pintorescos. Pero no debe infravalorarse lo que significa. Hay debate si son aventuras fascistas o posfascistas. A mi juicio, recuerdan a esos movimientos de nacionalismo autoritario prefascista de finales del siglo XIX y principios del XX”. En el futuro podrían ser más eficaces.
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