El señor Bolton es un viejito adorable que cualquiera querría tener como abuelo —yo, ya a esta altura, como primo—, con su bigote blanco desgarbado y su sonrisa bonachona. El señor Bolton, John Bolton, tiene casi 820.000 seguidores en Twitter, 73 años y casi 50 en los poderes de Estados Unidos. El señor Bolton tiene el grado de embajador porque lo fue del presidente Bush II ante la ONU y últimamente fue “consejero de seguridad nacional” del presidente Trump hasta que se pelearon y su jefe lo echó. Por eso, en ese vídeo, el señor Bolton hablaba con un periodista de CNN sobre lo golpista que se puso Trump después de perder las elecciones, y entonces el periodista le dijo que no era necesario ser brillante para organizar un golpe de Estado, un coup d’état, y el señor Bolton casi se ofendió:
—No estoy de acuerdo con eso. Como alguien que ha ayudado a organizar varios golpes de Estado —no aquí, pero sí en otros lugares—, puedo decirle que requiere mucho trabajo…
Dijo el señor Bolton, jactancioso, y a mí me dio como un ataque de nostalgia. Por un lado, de que hubiera una justicia: si existiera, si en algún lugar del mundo hubiera una, algún juez tendría que convocar al señor Bolton y obligarlo a explicar en qué países ayudó a organizar golpes de Estado y cuáles fueron sus desarrollos y sus consecuencias. Incluso si no pueden condenarlo: que se difunda, que se sepa, que quede en las conciencias.
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Y, por otro lado, una nostalgia más contraria, amarga, de aquellos años en que Estados Unidos se dedicaba a esas cosas. Todo, entonces, estaba tan claro, tan oscuro.
Fueron décadas: entre el fin de la Segunda Guerra y el fin de la Guerra Fría, América Latina era un territorio que Estados Unidos debía controlar a toda costa: un espacio que no podía permitir a sus brutales enemigos. La amenaza cubana aumentó los cuidados: por eso se pasaron esas décadas fomentando y armando todo tipo de golpes de Estado, dictaduras militares represoras, tanta tortura, tanto asesinato —todo, por supuesto, para defender la democracia—.
Pero después de quedarse con el mundo —de creer que se quedaban con el mundo— en 1989, América Latina dejó de interesarle. Por un lado, ya no había amenaza militar, y las técnicas de guerra estaban cambiando tanto que cada vez era menos necesario controlar territorios con bases costosas y molestas cuando unos misiles en casa podían reemplazarlas. Y, por otro, la economía y los transportes se habían globalizado tanto que ya no se precisaba que las bananas llegaran de Honduras o el cobre de Chile o el petróleo de Venezuela: había muchas otras fuentes posibles, y un carguero solo tardaba unos días más y costaba, a veces, unos dólares menos.
(Hay una prueba empírica: en los años noventa, cuando el triunfo del neoliberalismo global llevó a varios gobiernos ñamericanos a vender sus empresas públicas —energía, comunicaciones, transportes, minerales—, casi ningún capital de Estados Unidos intentó comprarlas y, al fin, se las quedaron capitales europeos. Eso no habría podido suceder 20 años antes ni, seguramente, sucedería en estos días.)
Ahora Estados Unidos vuelve a mirar hacia Ñamérica porque está asustado. Porque terminó de entender que el mundo ya no es suyo —si lo fue, fue breve—. Que los chinos, más o menos aliados con los rusos, amenazan muy claramente su supremacía y se les cuelan allí donde pueden. Asia, por supuesto, África, desde hace décadas, y ahora, cada vez más, América Latina. Entonces quiere recuperar su viejo patio trasero, lo intenta.
Ahora hay allí, para su inquietud, una serie de gobiernos que, con sus más y sus menos, no están tan dispuestos a aceptarlo. Para debilitarlos, la diplomacia americana los acusa de ser autoritarios. A veces es cierto, y es un problema. Pero no uno que Estados Unidos pueda resolver. Por eso, para saber a qué nos atenemos, no sería malo que recordáramos cómo lo hacía cuando lo hacía. Que, por ejemplo, el señor embajador adorable bonachón fuera obligado por esa justicia que no existe a contar qué golpes de Estado, cuántas muertes carga en su mochila —por servir a su patria, por supuesto, por la defensa de ese país que confía en Dios y en las armas más que en nada—. Así quedaría claro en qué consiste —en qué consistió, tantas veces— su lucha por la democracia. Y así, por lo menos, recordaríamos de qué estamos hablando cuando hablamos de ella.
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