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No hay epidemia que afecte más a los ricos que a los pobres

Tras meses de confinamiento, América Latina comienza a salir a la calle poco a poco. Sin embargo, para muchos, ha sido duro quedarse en casa, pues sus viviendas no siempre son dignas de ser llamadas así. Un año antes de la declaración de esta pandemia, que ha destapado las desigualdades sociales, el Banco Mundial advertía que dos de cada tres familias en la región necesitaban mejorar sus viviendas porque estas no cumplían con los estándares mínimos de bienestar y seguridad. Estos cambios siguen pendientes.

Algunas casas no cuentan con agua, alcantarillado, ventilación, transporte, electricidad o acceso a Internet; un cóctel de carencias que puede causar problemas laborales y de salud durante periodos extendidos de confinamiento. “Las ciudades han sido el epicentro de esta pandemia y la vivienda ha sido la primera línea de defensa y protección, lo cual arroja luz sobre una problemática pendiente de solución desde hace décadas”, subraya Tatiana Gallego, jefa de la División de Vivienda y Desarrollo Urbano del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Además, esta población vive en ghettos alejados del resto de la población, en barrios en la periferia y sin acceso a servicios básicos, zonas verdes, colegios u hospitales. Más problemas.

Pese a todas estas evidencias que emergen de nuevo con la covid, la lucha para tener una vivienda digna y resiliente parece estar congelada. Preguntada por la situación actual, Catherine Paquette, investigadora y urbanista del Instituto de Investigación del Desarrollo (IRD) de Francia, especializada en México y Chile, se muestra muy preocupada: “Lo que está pasando es muy dramático para los pobres y los nuevos pobres que todavía no vemos [que caerán en esta situación al perder su empleo en esta crisis]. Es pronto para saber qué aportará la pandemia porque todavía estamos en una fase de supervivencia”. Pero ahora que los latinoamericanos empiezan a sacar la cabeza del agua y entrar en su nueva normalidad, ¿qué enseñanzas se pueden sacar de la pandemia?

Pocos metros y mala calidad: mejorar los estándares

La pandemia ha vuelto a poner bajo el foco un problema de sobra conocido: el diminuto tamaño de las viviendas sociales, y la carencia de servicios y salubridad en sus barrios.

En Chile las viviendas sociales destinadas a familias llegaron a medir apenas 36 metros cuadrados y en casos extremos no más de 27. Hoy, la ley chilena establece el estándar mínimo en 55. La investigadora francesa explica que este país fue el primero en implementar una política de producción masiva de viviendas sociales en los años 90 con unos estándares de calidad muy bajos. A partir de los años 2000, la cosa mejoró.

Aun así, los chilenos viven pensando en su vivienda. Los más pobres, en cómo obtener una digna. Las condiciones en las que viven, en particular en condominios sociales heredados de la fase de producción habitacional masiva, dejan todavía mucho que desear. Es lo que confirma Marta Benedicto Cabello, psicóloga comunitaria especializada en participación ciudadana, intervención social y gestión de proyectos de desarrollo, con ocho años de experiencia con comunidades vulnerables en varios países de América Latina. Un día entró en una casa en Alto Hospicio (Chile) cuyo inquilino que llevaba más de un año viviendo con heces en su cocina. La tubería estaba rota y nadie había acudido a reparar nada. “Cuando pasé la puerta dijeron ‘por fin alguien nos viene a ayudar”, cuenta la experta. En ese lugar, nunca ha visto un ordenamiento territorial ni políticas de desarrollo urbano. “No tienen áreas verdes, ni servicios, ni transportes. Ahora mismo es de las ciudades en las que peor calidad de vida existe en todo Chile”, afirma.

Bloques de vivienda social en la Comuna de Puente Alto, al Sur del Gran Santiago, Chile.

Pero el virus ha hecho que algunas autoridades abran los ojos. El médico y ministro de Salud de Chile, Jaime José Mañalich, reconoció durante el confinamiento que no tenía conciencia de la magnitud del problema habitacional, ni del nivel de pobreza y hacinamiento de su país. Así lo recogieron varios medios chilenos a finales de mayo. A principios del mes siguiente, el movimiento social UKAMAU se levantaba para pedir un plan nacional de emergencia de construcción de viviendas de interés público y acabar con el déficit habitacional y el desempleo.

En otros países como México, Brasil o Colombia, que también siguieron el ejemplo de Chile en los años noventa, la situación es aún más inquietante: los estándares, por ahora, no cambian. Sigue habiendo viviendas que no miden más de 40 metros cuadrados y donde no caben los muebles básicos. “En estas condiciones, efectivamente, estos tiempos de pandemia y confinamiento son muy duros”, confirma Paquette.

Agilizar procesos: el error de tomar la casa como mercado

Los quebraderos de cabeza van más allá de las puertas de las casas. “La vivienda no está expresada como un derecho. Forma parte de un mercado y además no se dan las condiciones para un acceso a una vivienda social digna”, denuncia Benedicto.

El salario mínimo en América Latina aumenta desde 2000, según Antonio Prado, antiguo Secretario Ejecutivo Adjunto de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), pero sigue sin ser muy idóneo: entre unos 200 y 400 euros mensuales en función del país, en enero del 2020. Con la crisis, la región se hunde en un contexto de retroceso: la pandemia hará regresar la renta por habitante a niveles de 2009. Sometida a esta fragilidad económica, ¿cómo puede una familia acceder a una vivienda social? En Chile, por ejemplo, tiene que pertenecer al rango más pobre de la población con ingresos de menos de 300 euros (el salario mínimo es de 388,7) y tener esa cantidad en su cuenta de ahorro para la vivienda, detalla Cristóbal Céspedes Díaz, trabajador social chileno especializado en estudios internacionales y políticas públicas para el desarrollo. “Antes de 2015, se tenía que pedir un préstamo al banco para obtener una vivienda social. Ahora ya no. Menos mal”, cuenta antes de denunciar la cantidad de papeleo que obstaculiza el proceso. El acceso a través del crédito, sin embargo, sigue vigente en muchos otros países del continente.

Y aquí se presenta otro problema: muchas personas han perdido su empleo por culpa de la pandemia, en particular en los hogares pobres, y no pueden seguir pagando su casa. En América Latina, con o sin coronavirus, el endeudamiento por culpa del alojamiento es muy elevado y es posible que el piso, por su mala calidad, no dure el tiempo correspondiente al crédito hipotecario.

Céspedes explica que a los “más pobres” se les da un subsidio con el que acceder apenas a una vivienda sin servicios cerca y con una calidad de materiales muy mala. Benedicto agrega: “Todavía hay mucha gente sin vivienda en Chile porque, si la economía se basa en la construcción de más y más de ellas, se dejan muchos otros temas de lado como mejorar y facilitar el acceso”. El objetivo de estas políticas, cree la experta, es mantener a la gente unida al Estado para fomentar el mercado, la privatización y que los más necesitados sigan pidiendo subsidios, sin derechos sobre el territorio, dando lugar a más ghettos a los que nadie presta atención.

La pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de una reforma para ampliar la protección social de los más vulnerables. En línea con esta idea, Gallego añade que en los últimos 12 meses, países como México o Brasil han lanzado nuevos apoyos a la regularización y la titulación, combinadas con soluciones (subsidios y micro-créditos) a la mejora, el incremento y la autoproducción asistida de la vivienda.

Fortalecer y apoyar la cohesión vecinal

Una cuestión muy importante para la jefa de la División de Vivienda y Desarrollo Urbano del BID son “los efectos perversos del hacinamiento estructural”, que en condiciones de confinamiento obligatorio no solo intensifica las probabilidades de contagio dentro de la familia, pero también puede incrementar la violencia. El Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Hábitat) estima que un cuarto de la población urbana mundial vive todavía en barrios marginales y el mismo porcentaje se aplica a América Latina. “En esos barrios de vivienda social se da más bien la desconfianza y el miedo entre vecinos”, describe Paquette. “Me acuerdo que en un trabajo de campo en el Norte de México, una familia en un conjunto de viviendas sociales me contó que nunca dejaban la casa sola. Siempre había gente porque era común que entrara uno de los vecinos a robar”, testifica. Esta falta de cohesión entre la gente se debe, entre otras cosas, a que no eran ellos los que habían creado su barrio y que les habían asentado ahí, en casas individuales, lejos de todo y en particular de sus redes de solidaridad, esenciales para la vida cotidiana.

Sin embargo, después de estos meses de crisis, la gente ha comenzado a conocerse, apoyarse y organizarse. “Ahora es importante ver cómo podemos conservar estas formas de organización vecinal de cara al futuro. Es muy valioso y hay que fortalecerlo”, propone la investigadora francesa. A Benedicto y Céspedes también les gustaría que fuera a más. Para ellos, los movimientos sociales no son tan reivindicativos como deberían, vista la situación deplorable en la que están algunos ciudadanos. “Es verdad que se ha conseguido mucho con los movimientos en Chile, pero en Arica, por ejemplo, yo no he visto nada, no hay ayuda y la situación en muchos lugares sigue siendo desastrosa y no avanza”, lamenta la mujer. En busca de soluciones, Gallego reconoce que la interacción social necesita reactivar sus espacios públicos gracias a métodos innovadores como la convocatoria del BID Volver a la calle.

Por otra parte, los gobiernos locales, al no verse involucrados en los programas de producción masiva de viviendas sociales, pueden negarse a hacerse cargo de la gestión de los barrios una vez construidos al no tener recursos. Para solventar dichos percances, al igual que muchos expertos, Paquette es más partidaria de que el Gobierno apoye la producción social de hábitat, es decir, a los lugareños para que construyan y mejoren sus viviendas con apoyo técnico; lo que, además, fomentará la cohesión social.

¿Por dónde empezar? El barrio como solución

La lista de mejoras necesarias es larga, pero uno de los mayores retos para Gallego y Paquette es la regeneración urbana, es decir, el perfeccionamiento de las viviendas existentes, antes de dedicarse a la construcción de unas nuevas. “Las políticas habitacionales se enfocan en el segundo objetivo y poco en el primero porque no genera más economía ni beneficia a los desarrolladores inmobiliarios”, detalla la urbanista francesa. Y concluye: “Ojalá pudiera el regreso a la ‘nueva normalidad’ generar un cambio de paradigma en la materia. A no ser que los gobiernos elijan de nuevo apoyarse en la producción habitacional masiva para reactivar la economía… El riesgo es muy real”.

Gallego reconoce el peligro existente de una suburbanización “ineficiente y expansiva”, pero se muestra más esperanzada: “La reciente pandemia nos ha permitido realizar una reflexión profunda sobre los desafíos que presenta el modelo de desarrollo urbano y de vivienda actual, y sobre las oportunidades que se pueden abrir como respuesta a los cambios en el comportamiento de la población”. Bajo su punto de vista, la pandemia ha revelado nuevas posibilidades para reevaluar sistemas de planificación y ordenamiento del territorio más equitativos y adaptados.

Dudas sobre la estimación del déficit habitacional

La estimación del déficit de vivienda permite calibrar las metas de las políticas de producción de vivienda social. ONU-Hábitat elaboró un estudio al respecto que mostró la alta complejidad del tema. El BID estima el déficit en unas 38 millones de unidades, de las cuales 17 millones son viviendas nuevas que habría que construir y el resto, las que deben ser mejoradas. Se suman a estas, las necesidades anuales generadas por la formación de nuevos hogares que son de dos millones por año. “Pero todas las viviendas incluidas en el déficit habitacional en realidad no son viviendas por construir [muchas están por mejorar] y aquí está la trampa”, comenta Catherine Paquette, investigadora y urbanista del Instituto de Investigación del Desarrollo (IRD) de Francia.

Las cifras varían mucho según las fuentes. No existe un procedimiento único de medición y cada país tiene su metodología propia. Además, la estimación del déficit cuantitativo (viviendas que hacen falta en la actualidad) depende de lo que se considera como un hogar. Generalmente, se toma como referencia la familia nuclear, es decir, padres e hijos. Sin embargo, muchas familias están constituidas por más miembros para apoyarse dentro de los hogares, una forma de vida muy frecuente en la región y esenciales para las familias más humildes. Pero a esas personas extra también se les introduce en el cálculo de déficit cuando, muchas veces, no significa que no pueden acceder a una casa. El problema, en este caso, no es la falta de vivienda, sino la pobreza. “El tema del déficit, al parecer muy técnico y objetivo, no lo es para nada. Es político y altamente subjetivo. Estimarlo es un reto mayor”, finaliza Paquette.

La experta propone establecer un patrón de centralidades múltiples, con el barrio como unidad humana y económica. Este modelo puede “mejorar la gestión de los mercados de suelos, y por ende la asequibilidad de la vivienda y los niveles de segregación socioespacial que enfrenta la región”, precisa. También apuesta por una densificación inteligente que, al opuesto del hacinamiento, maximiza el uso el área y a la vez responde a aspectos geofísicos, climáticos y culturales, apropiados para la zona.

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