No hay nada más moderno que la antigüedad


Todos sabemos que el mundo antiguo está muy presente en nuestra vida cotidiana: nuestro vocabulario político es griego, nuestros parlamentos tienen columnas y frisos clasicistas, nuestro derecho recoge añejas instituciones romanas y los viejos dioses y héroes siguen campeando por nuestros museos. Y, sin embargo, hemos de reconocer también herencias más insólitas —como la incorporación del mar a la política, la fenomenología o el carisma del poder, la fortaleza de las mujeres o el patriotismo constitucional— en la historia de Grecia y Roma. No todos son tópicos en nuestra deuda con los clásicos. Que esta consiste sobre todo en una continuidad nos lo hace ver el monumental libro de Pedro Barceló, El mundo antiguo, una suerte de legado académico y personal de primer orden de este catedrático hispanoalemán de historia antigua.

Creo que, ante un libro tan diverso y peculiar, conviene presentar al lector por partes su método y sus temas antes de dar una valoración crítica. Está dividido en ocho capítulos que recogen, de forma transversal y global, un panorama sobre diversos fenómenos del proceso histórico de la antigüedad. El primer capítulo, de forma sugerente, nos lanza al periplo de los mares en la historia antigua, desde la perspectiva mítica de los viajes a países lejanos, como la mítica Tarteso o la lejana India. Pero también de los primeros navegantes a través del Mediterráneo, fenicios y griegos, o la política de Atenas y Roma en pos del dominio de los mares. En un segundo capítulo se exploran los mundos literarios y políticos a propósito de las siempre vivas intersecciones del mito y la historia, desde el trasfondo político de Homero o Hesíodo, en la polis arcaica, hasta la propaganda mítica de Alejandro. Seguidamente, bajo el epígrafe ‘Culto y redención, Barceló examina la crucial experiencia religiosa de los pueblos antiguos entre individuo y colectivo, desde los dioses del Olimpo y los escrúpulos religiosos romanos a la irrupción del cristianismo a partir de Constantino y el cambio de paradigma de la figura del emperador desde la perspectiva cristiana. Especial interés tienen las páginas que se dedican a la cuestión acerca de la posible existencia de un fundamentalismo en el mundo romano, tradicionalmente tolerante, pero que se metamorfosea durante la antigüedad tardía en un estado que controla las creencias.

El foucaultiano título ‘Gobernar y servir’, en el cuarto capítulo, se refiere a las diversas dinámicas entre vigilantes y vigilados, de Pericles a Juliano, pasando por Pompeyo y Cicerón, que ejemplifican bien la dinámica de dirigentes y sometidos, entre la sociedad esclavista y los interesantísimos —según la tradición— liderazgos fracasados de la antigüedad. No podía faltar un capítulo dedicado a la guerra en el mundo antiguo, con batallas muy conocidas que supusieron un punto de inflexión en la antigüedad como casos de estudio, desde Salamina a Actium o Adrianópolis. Por aquí desfilan también violencias varias, golpes de estado, razzias, revueltas y conflictividad social en Alejandría o Constantinopla, entre otros ejemplos de disturbios en ciudades antiguas que son analizados trazando vivos paralelos con la posteridad. El capítulo sexto se centra en los estilos y formas de gobierno de la antigüedad, desde la experiencia democrática —a partir de Solón y Clístenes— hasta los modelos autocráticos, desde Augusto en adelante: sobre este, es especialmente atractiva la idea de “perpetuación del estado de excepción” que supone el Principado. Aquí se debe elogiar el interés de Barceló en analizar aspectos de la historia antigua desde una perspectiva que alude a la filosofía política contemporánea: pienso en Carl Schmitt, Giorgio Agamben o Jürgen Habermas. También se dedica especial atención al llamado “Dominado”, el imperio tardío, que abre la puerta al medievo, con la deconstrucción del poder imperial en tiempos de cambio ideológico tras la imposición del cristianismo como religión de estado con Teodosio. En lógica ilación, el capítulo séptimo aborda el tema clave para el final del mundo antiguo, la irrupción de los grandes monoteísmos, desde los siglos IV a VII. El monoteísmo como problema político, como etiqueta Barceló, precipita una nueva era: desde la entrada del cristianismo en el contexto político politeísta hasta el ascenso del Islam —de Marco Aurelio a Mahoma, como quería Peter Brown— se puede enmarcar la apasionante antigüedad tardía como anticipo de lo que vendrá después. Puede que la cesura se encuentre en el reinado de Heraclio, el último emperador romano de Oriente digno de tal nombre, último que lucha contra los persas y primero que ha de vérselas con los árabes. Finalmente, no es de extrañar que el último capítulo se centre en la iconografía del poder: algunas de las páginas más fascinantes del mundo antiguo se refieren a la fenomenología del poder a través de las imágenes —emperadores cristianos, los santos o el propio Cristo—, que abre las puertas a Bizancio y a la iconoclasia. La representación del poder, entre lo pasado y lo porvenir, será un tema recurrente a partir del siglo VIII. Y aun hoy sigue presente en la discusión política contemporánea, si pensamos, por ejemplo, en la tan de moda cultura de la cancelación.

En definitiva, he aquí la aportación más interesante de este libro, que nos permite mirar a la antigüedad bajo el prisma de la modernidad. Esta gran obra, de más de 800 páginas, nos presenta una antigüedad muy personal pero con perspectiva muy de nuestro tiempo. Lejos de trazar una historia cronológica, manualística o evenemencial, El mundo antiguo podría ser definido como una “historia en red” que nos permite “navegar” por ideas, fenómenos y personajes que hilvanan y actualizan nuestra deuda con la antigüedad. Lejos de los tópicos de siempre, Barceló indaga en ese siempre refrescante oxímoron que confirma, no solo la continuidad, sino la plena actualidad del mundo antiguo.

Pedro Barceló.
Traducción de Alejandro Cadenas González.
Alianza, 2021.
816 páginas. 36 euros

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