El sábado 8 de agosto era casi imposible encontrar una mesa para comer en Santoña (Cantabria, 11.000 habitantes). Como en los viejos tiempos, aquellos sin pandemia. Los abarrotados asadores servían sin parar raciones de sardinas y los clientes poco previsores y sin reserva tenían que conformarse con tomar algo mientras esperaban a que los demás comensales terminaran. Con mascarilla y bien separados, claro. Cosas de un verano atípico que concluye de la forma menos deseada: un confinamiento forzoso.Las autoridades sanitarias cántabras se han referido a ello como un “cordón sanitario”, que ya se ha publicado en el Boletín Oficial de Cantabria. Este miércoles comienzan dos semanas en las que nadie podrá entrar ni salir del pueblo salvo causa de fuerza mayor: solo se permite por motivos laborales, educativos o sanitarios. También es posible abandonar o acceder al municipio para cuidar dependientes o acudir al lugar de residencia habitual. La actividad económica queda reducida a lo esencial. Ni siquiera habrá terrazas de bares en las que lamentarse: todos deben estar cerrados y solo podrán atender pedidos a domicilio o para recoger. Además, se suspenden todas las actividades colectivas, ya sean de carácter deportivo o cultural. Las bodas, bautizos y funerales se limitan a un máximo de 10 personas. Todo con la premisa de evitar al máximo salir a la calle y eludir el contacto humano.Los 64 casos activos actualmente y los 77 registrados en todo agosto se traducen en que la incidencia acumulada en las dos últimas semanas sea de 526 casos por cada 100.000 habitantes, mucho más que la de Cantabria (193) o la media nacional (212). La directora de Salud Pública, Paloma Navas, ha explicado que el problema radica en “la forma de extensión”. No existe un brote claro al que culpar y aislar, no hay un foco que apagar. Se trata de una mezcla en el origen de contagios que dificulta tremendamente atajar la covid-19: el 32% procede del ámbito laboral, el 25% del entorno domiciliario y el 13% en círculos sociales. Se ha descubierto un brote en una de las múltiples conserveras locales, mientras que el resto de los casos, casi un tercio, procede de causas “desconocidas”. Una incógnita cuya falta de respuesta ha propiciado una cuarentena de, en el mejor de los casos, dos semanas.“Nos han cortado las alas”Este tristemente inolvidable 2020 no se borrará fácilmente de la memoria de Matia Necca. Este italiano se animó a abrir en enero en el centro histórico de Santoña el Vento, un restaurante especializado en comida de su país. Pronto tuvo que cerrar mientras las facturas seguían aporreando a su puerta. La zozobra parecía haber amainado y decidió reabrir hace tres semanas: el negocio “funcionaba bien” hasta que recibió otra bofetada de la pandemia. Este cocinero, con gorro y lustroso mandil blanco, es pesimista. “Nos han cortado las alas”, zanja.Los rostros de tres jóvenes veraneantes que pasean por la localidad expresan también tristeza cuando hablan del giro que ha contaminado sus vacaciones. Regresarán a Bilbao días antes de lo previsto, ya que la orden regional permite que los turistas vuelvan a sus casas cuando quieran. Naroa y June Niño e Iris Mikelez se resignan: “Están en juego vidas”. “Lo vemos normal, son medidas preventivas”, explican las chicas, “sorprendidas” e “impactadas” ante este nuevo confinamiento. El consejero cántabro de Sanidad, Miguel Rodríguez, lo ha catalogado como “fase 1 ligera o fase 2 más estricta, una fase 2 intensiva”. El caso es que los atractivos turísticos de Santoña pronto perderán la vida recuperada estas semanas, como la ruta del Faro del Caballo que recorre el monte Buciero y desde donde decenas de personas saltan al mar desde varios metros de altura, aun a riesgo de pegarse un buen costalazo si no caen bien. Este año la gente llevaba puestas las mascarillas incluso durante el titánico esfuerzo de bajar, y sobre todo subir, las 763 escaleras que llevan al faro.El debate también está servido en las terrazas. Pronto desaparecerán de las calles santoñesas esas sillas, mesas y sombrillas que oscilan por el viento de una apacible tarde soleada. Este miércoles por la mañana, la gente protesta. Un grupo critica tener que llegar a estos extremos y plantea alternativas como las de clausurar el pueblo pero permitir que los bares sigan abiertos. Así se ha actuado en confinamientos previos, como los de Aranda de Duero, Íscar y Pedrajas de San Esteban (Valladolid), donde los habitantes no podían desplazarse pero sí consumir.En la playa, niños y mayores se bañan y toman el sol. Se ven pocas mascarillas pero la distancia se cumple a rajatabla: cada familia permanece en su fortaleza de toallas y sillas. Manoli Miguel, de 70 años, reniega de “cordón sanitario” porque teme volver a verse encerrada como hace unos meses. “El pueblo ha estado lleno como nunca”, detalla, y lamenta que “pagan los de siempre”. Esther López, que ha acudido al paseo marítimo con sus hijos, teme que se cierren las escuelas, algo que de momento no se ha decretado. Los niños se bañan, ajenos a las novedades. La bandera verde ondea junto al agua. En tierra hay bandera roja.Las horas previas a que el “cordón sanitario” anude la libertad de movimiento en Santoña evidencian que todo ha cambiado de un día para otro. Horas antes de que el confinamiento fuera efectivo, el observatorio de aves que ofrece vistas espectaculares de las marismas de la ría de Treto mostraba una migración que nada tiene que ver con la naturaleza: la del miedo. Una hilera de coches abandonaba Santoña antes de que la Guardia Civil cerrara esa carretera. Ahora solo puede dejarse el pueblo por la única vía restante: una pequeña calzada, donde ya hay atascos, sobre el parque natural de estas marismas.Información sobre el coronavirus- Aquí puede seguir la última hora sobre la evolución de la pandemia- Así evoluciona la curva del coronavirus en España y en cada autonomía- Descárguese la aplicación de rastreo para España- Buscador: La nueva normalidad por municipios- Guía de actuación ante la enfermedad
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