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Noche de cine en las calles de Medellín

El portón del albergue para personas sin hogar de la Comuna 10 de Medellín se convirtió hace unas semanas en la pantalla de un cine. A las 20.00, medio centenar de habitantes de calle hacían cola para entrar por tandas y no dormir una noche más a la intemperie, sabiendo que no todos tendrían lugar. Cuando llegó el grupo de voluntarios de Everyday Homeless, en un todoterreno que haría de fuente de energía para el proyector y con un saco repleto de palomitas dulces y saladas, algunos decidieron salirse de la fila y coger sitio en esta sala improvisada. “A nosotros no nos visitan casi nunca. Toca aprovechar”, dijo Luis Fernando, de 51 años, seis hijos y más de 30 años durmiendo en veredas como estas.

Giovan lleva desde los seis años sin casa. Tiene 38. “Mi papá me echó y me tocó aprender a vivir solo”, cuenta sin soltar una bolsa negra. Dentro, copias en papel reciclado de sopas de letras y crucigramas que compra a 140 pesos y vende a mil. “Ya no robo”, presume. Pero le tocó. Un grupo de pandilleros le reclutó a las pocas semanas de habitar la calle. “¿Qué iba a hacer? Estaba solo y era muy niño. Robaba en supermercados, en tiendas, a la gente…”. Aunque dice que ya no quiere “ser así”. “Ahora vendo los cuadernitos con mi energía y todo mi respeto”. Su sueño es encontrar una novia y vivir tranquilo. “Ni siquiera le guardo rencor a mi padre. Aunque a veces lo veo pasar por delante de mí y ni me mira”.

El grupo de voluntarios de Everyday Homeless prepara las bolsas de palomitas antes de la proyección.Santiago Mesa

La vida en las esquinas es la expresión más burda de exclusión. Para muchos, pisarla es no volver a salir de la rueda de marginalización. Las drogas y la invisibilidad suelen ser las razones principales que perpetúan su condición. Por eso, algunos no se fían de los voluntarios. Otros ceden por las crispetas. Y la mayoría deambula. Van y vienen y miran pedazos de la película que proyectan hoy: Los días de la ballena, una historia sobre la rebeldía, el arte urbano y la violencia en Medellín. Para la directora y hoy una de las espectadoras, Catalina Arroyave es importante que se vean cintas aquí. “Esta es una película que cuenta una pequeña revolución y es muy callejera. Este es un buen sitio para compartirla. Además, el arte suele estar siempre en un espacio de culto, se estrenan en salas enormes o teatros, pero también pertenecen a estos espacios”, susurra durante el final del largometraje.

La idea del colectivo tiene todo y nada de pretenciosa: llevar cultura local a los habitantes de calle. Jorge Calle, cofundador de Everyday Homeless y representante legal, lleva 10 años fotografiando a esta población tan olvidada. Hace tres años que surgió este grupo y durante la pandemia tomó un rumbo asistencialista que se ha ido adaptando: “Nosotros traemos crispetas, pero nuestra intención no es acabar con el hambre. Esta es la excusa para parcharnos (socializar). Para que la gente entienda que esta realidad es otra cultura; y que probablemente esta gente no vaya a dejar de consumir, ni va a cambiar sus hábitos, pero siguen siendo sujetos de derechos”, cuenta durante la proyección. Incluido el del acceso al séptimo arte.

La entidad funciona con financiación de particulares y “algo” de la alcaldía. Los voluntarios son una pieza clave en las proyecciones y demás iniciativas del colectivo. Además del tiempo, se les exige dejar detrás la condescendencia y los prejuicios. “Empezamos a cuestionarnos el morbo que atraía a los propios voluntarios que venían cada ocho días”, cuenta el cofundador. “Queremos generar una relación con estas personas más real y provocar una reflexión. Por eso empezamos a incentivar los roles más comprometidos”. El cine saldrá a la calle al menos una vez al mes. “Nos toca de a poquitos”.

La comuna 10 de Medellín, un punto caliente donde se junta una gran parte de la venta de drogas de la ciudad y miles de habitantes de calle.Santiago Mesa

Ponerle cifras a esta realidad es casi imposible, precisamente por la invisibilización del colectivo y su propia condición de población flotante. Según los últimos datos del Departamento Administrativo Nacional y de Estadística (Dane) de 2019, hay 22.790 personas que viven al raso en Bogotá y los 21 municipios principales, entre los que está Medellín, con 3.788. Son el 0,13% de la población colombiana, el 88 % son hombres. Este recuento se hace en función de las camas de los albergues que, como este, no suelen dar cobijo —ni de lejos— a toda la población necesitada. Una estimación del periódico El Tiempo, prácticamente duplica esta cifra.

Para la secretaría de Inclusión Social, Familia y Derechos Humanos de la ciudad, el reto es la “dignificación” de esta población. “El principal objetivo es motivarlos de manera adecuada para que accedan a la oferta de la Alcaldía de Medellín y del sector privado. Hay que lograr que empiecen un proceso de resocialización”, afirma el secretario, Juan Pablo Ramírez Álvarez por escrito.

Entre los bancos, veredas y parques, se reúnen todos los problemas sociales del país: abuso de estupefacientes, desplazamientos forzados, gente a la que echaron de casa por se homosexual o tener problemas mentales, pobreza, criminalidad… “Pregunte qué falló en la humanidad y lo encuentra acá”, lamenta el fotógrafo. Pero no es la única narrativa. “Queremos desestigmatizarlos. Las mismas cosas que uno hace en la calle, las hace otro en un contexto diferente y son bien vistas. Ellos juegan dados aquí y otra gente lo hace en el casino. No somos tan lejanos. Toca romper con el estereotipo de la violencia; y dejar de verlos como el enemigo”.

Varios habitantes de calle comparten palomitas en la proyección de ‘Los días de la ballena’.Santiago Mesa

Luis Fernando, de 51 años, dice que no sabe lo que es tener mamá. Pasó su adolescencia en un internado y desde que cumplió la mayoría de edad, buscó cobijo en las esquinas. Es un hombre amable, que disimula su borrachera constante para contar su historia. “Venga, yo le cuento”, dice con sed de ser escuchado. Ofrece el mejunje que sorbe a un amigo que pasa. “El fresco no se le niega a nadie”, prosigue, y enseña su cédula de identidad con orgullo. En el carné, un joven sonriente nada se le parece al que lo porta. “Yo ya me hice a este mundo”, narra. Katherine, de 30 años, escucha los periplos de la vida de su amigo y se ríe a carcajadas con los detalles más inverosímiles. Hace un año y medio que logró alquilar una habitación junto a su marido, que pagan por noche. Son casi cuatro euros diarios. “Mi esposo vende cigarrillitos de madrugada y así la vamos llevando. Menos mal que conseguí salir de acá. Ya no duermo con miedo a que me apuñalen o me violen”.

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