Si alguien ha imaginado alguna vez un laboratorio de los horrores, se debe parecer bastante al de Vivotecnia (Madrid), del que el pasado 8 de abril la ONG animalista Cruelty Free International difundió varios vídeos grabados clandestinamente: monos, perros, conejos, cerdos y ratones siendo inmovilizados, zarandeados, ridiculizados, aterrorizados. Hace dos semanas, el 29 de mayo, una manifestación de centenares de animalistas pedía desde la capital que los 884 animales que siguen viviendo en el laboratorio, que permanece cerrado mientras se investigan los hechos, sean puestos en libertad. El impacto ha sido colectivo. Y quizás una de las causas de la conmoción sea que, por mucho que este laboratorio fuera muy lejos en su maltrato, somos conscientes de que el resto de los animales de laboratorio tampoco tienen una vida apacible. Qué falló en aquel centro está aún por determinar. Pero ha reabierto viejas preguntas que llevan tiempo rondándonos: ¿Es éticamente aceptable que dañemos en nuestras investigaciones a los animales? Si estos son seres sintientes, ¿deberíamos dotarlos de derechos y cesar la experimentación en ellos?
En 2013, la Unión Europea introdujo en la legislación el principio de las tres erres (reemplazo, reducción, refinamiento), que busca reducir el uso de animales en ciencia. Sin embargo, más allá de mejorar la calidad de vida de estos animales, su aplicación no está logrando su objetivo final, pues el avance en métodos alternativos que sustituyan a los animales va extraordinariamente lento. Por otro lado, varios países europeos, España entre ellos, no invierten ni un euro en desarrollar métodos alternativos. ¿Realmente queremos reducir el uso de animales en ciencia?
La preocupación por el trato que dispensamos a los animales viene de lejos. El gran filósofo alemán Immanuel Kant planteó en el siglo XVIII que el respeto de los humanos hacia los animales debe nacer del respeto hacia nosotros mismos. Kant comía carne y no discutía su uso en la ciencia, pero señaló que por el hecho de amarnos a nosotros mismos debemos abstenernos de causar sufrimiento gratuito a estos seres.
El debate académico sobre la ética animal no empezó hasta 1975, hace cerca de medio siglo, con el libro Liberación animal, del filósofo Peter Singer. El australiano, que es también abogado, señaló que los humanos somos especistas —discriminamos al resto de los seres vivos por ser de una especie distinta a la nuestra— y afirmó que los animales, como seres que sufren, tienen derecho a protección. Ocho años después, el filósofo estadounidense Steve F. Sapontzis añadió que, además, la experiencia del dolor en ellos es aún más grande, más terrible que en nuestro caso, pues no comprenden por qué están experimentando dolor (Morals, Reason and Animals, 1983, sin traducir al español). Y si unos pensadores se sitúan cerca de los animales, otros marcan las diferencias con ellos, como el filósofo Roger Scruton, que cree que estos no son sujetos de derecho (“solo los humanos tienen deberes, y por tanto, solo los humanos tienen derechos”), o Carl Cohen, que señala que estos carecen de juicio moral libre y, por consiguiente, no tienen derechos ni pueden tenerlos.
En los últimos 20 años, la protección de los animales ha dado muchos pasos adelante, pero quedan muchos frentes abiertos. “Actualmente, el uso de los animales se considera éticamente siempre aceptable si hay un beneficio para el ser humano”, resume al teléfono la chilena Fabiola Leyton, experta en Filosofía del Derecho y profesora en la Universidad de Barcelona. “La balanza se inclina en cada caso hacia los humanos”.
Las imágenes sobre la experimentación en animales han estado durante largo tiempo casi blindadas. Las que se han ido filtrando no sosiegan. Conejos con pus en los ojos. Ratones modificados con una oreja en el lomo. Perros con la piel rapada y enrojecida. Monos fuera de sí con el cráneo perforado… La mitad de los animales que se usan en los laboratorios europeos están modificados genéticamente. Un 15% lo pasa mal desde que nacen, pues la modificación genética que se les hace para que se asemejen en algún aspecto a los humanos les provoca malestar severo, según Cruelty Free International.
La sensibilidad hacia el sufrimiento animal está fuertemente agarrada en muchos estómagos. Los productos que no hieren a los animales son todo un nicho de mercado (el 59% de los europeos están dispuestos a pagar un precio más alto por productos alimenticios respetuosos con los animales, según el Eurobarómetro de 2016). Hasta hace un lustro, en España la comunidad científica era reacia a hablar públicamente sobre el uso de seres vivos en investigación, pues se topaba de bruces con la contrariedad del público general. Esta contrariedad ha estado presente desde los comienzos de la investigación. Ya a finales del siglo XIX, Claude Bernard, el que es considerado el padre de la fisiología moderna (descubrió, entre otras cosas, la función digestiva del páncreas), vivió el disgusto dentro de su hogar: su esposa, que se horrorizaba con sus métodos (abría a los animales por entonces aún sin anestesia), fundó junto a sus dos hijas un albergue para perros y gatos abandonados en una especie de compensación por las acciones de su marido (se acabaron separando).
En 2016, la Confederación de Sociedades Científicas de España firmó un acuerdo de transparencia sobre el uso de animales en experimentación científica, cuyo objetivo es comunicar cuándo, cómo y por qué se usan y qué beneficios se derivan de esta práctica. El pasado 2 de junio se sumaron varias instituciones, siendo ya 146 las firmantes del acuerdo, entre las que hay universidades, centros de investigación y empresas. La respuesta más extendida que ofrecen viene a afirmar que si queremos seguir avanzando como sociedad, la experimentación con animales es inevitable (para elaborar la vacuna contra el coronavirus, sin ir más lejos). Muchas veces se añade la siguiente coletilla: “Pero en cada caso se procura disminuir el sufrimiento animal y, siempre que es posible, se usan métodos alternativos”.
La coletilla hace referencia al ya citado principio de las tres erres —reemplazo, reducción y refinamiento—, que elaboraron en 1959 dos británicos, el zoólogo y psicólogo William Russell y el microbiólogo R. L. Burch. Según ambos, el problema “humanitario” en el uso de los animales en investigación radica en la severidad de los tratamientos que experimentan y el estrés que se les causa. Así que propusieron poner en cada caso estos principios en marcha, por el siguiente orden de importancia: sustituir todos los procedimientos que se puedan cambiar por otros en los que no sea necesario utilizar animales (reemplazo); usar el menor número posible (reducción); y aplicar la técnica más adecuada en cada caso para no dañar más de lo necesario al animal (refinamiento).
En estos días, el Centro Nacional de Biotecnología, adscrito al CSIC, está haciendo pruebas en ratones para testar una de las posibles vacunas contra el coronavirus que se están investigando en España. Los roedores están modificados genéticamente para que el virus cause en ellos los mismos efectos que en nosotros. Cuando estos proporcionen las primeras pistas, les tocará el turno a los monos cangrejeros y, finalmente, la vacuna se testará en humanos. Isabel Sola, codirectora del proyecto, afirma que existen modelos de pulmón humano, pero que no les sirven. “Necesitamos ver la protección que desarrolla un cuerpo”, afirma. “Hay que tener a animales completos para ver cuál es el mecanismo por el que el virus causa inflamación, para ver el edema en el pulmón. No tenemos alternativa”.
Dar con otras opciones a veces no resulta complejo. Se ha descubierto, por ejemplo, que usando ojos de gallinas o de vacas ya fallecidas se obtiene en algunos experimentos la misma información que inflamando los ojos de conejos vivos. Pero lo normal es que las alternativas sean bastante más complejas y caras de lograr. Cultivos celulares, investigación con embriones —de peces cebra, ranas o gusanos— que se sacrifican antes de que tengan sensibilidad, réplicas diminutas, como la que mencionaba Sola, de órganos que se comportan (más o menos) como nuestro corazón, pulmón, riñón…
Las tres erres tardaron en popularizarse, pero el principio ya ha sido adoptado, además de en la Unión Europea, en la mayoría de los Estados de EE UU o en la Organización Mundial de Sanidad Animal. Su aplicación ha tenido efectos muy positivos en los animales que se usan en investigación, pues ha mejorado su calidad de vida (se exige que tengan a su disposición juguetes, espacio para moverse o alimentación adecuada). Pero ¿ha disminuido su uso? ¿Los animales de laboratorio han sido realmente reemplazados por tratamientos alternativos?
En el mundo se usan unos 115 millones de animales (dato de 2012) para investigar. En la Unión Europea, en 2017 (último dato disponible), se hicieron 9.580.000 “usos en animales” (algunos de ellos fueron utilizados más de una vez), dato que se mantiene con pocos cambios en el tiempo. Si acercamos la lupa a España, comprobaremos que en 2009 se usaron 1.400.000 animales. Dos años más tarde, se aprecia una importante caída (del 35%). Sin embargo, en los últimos seis años apenas ha variado la cifra.
A pesar de que la legislación europea especifica que el objetivo final de las tres erres es dejar de usar animales “tan pronto como científicamente sea posible hacerlo”, los datos no reflejan una reducción considerable en su uso en Europa. Hace dos años, Kathrin Herrmann, una veterinaria experta en bienestar animal que trabajó durante 10 años desde Berlín supervisando el trato que reciben los animales en los laboratorios, se decidió a reunir a científicos, expertos en leyes, filósofos y activistas en el libro Animal Experimentation: Working Towards a Paradigm Change (Experimentación animal: trabajando hacia un cambio de paradigma, Human Animal Studies, 2019). “Viví muchas veces las limitaciones que hay para proteger a los animales debido a la forma en que se hacen las cosas: de manera descentralizada, con poco personal y con recursos muy limitados”, afirma por teléfono. Herrmann señala que el uso de técnicas alternativas que sustituyan a los animales ha sido, en su opinión, relegado.
¿Por qué sucede esto? Una de las causas es que se necesita mucha financiación para dar con métodos que funcionen. Solo seis países europeos —Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Alemania y Suecia— invirtieron 6,7 millones de euros (2014) en técnicas alternativas (Reino Unido, hoy fuera de la UE, invirtió 11 millones para esa misma partida). España, por su lado, aporta cero euros a técnicas de investigación alternativas. “La Administración ha considerado que no es su función”, afirma Guillermo Repetto, presidente de la red para el desarrollo de otros métodos de investigación. “Existe una directiva europea que la obliga a invertir en métodos alternativos y que le pedirá explicaciones por ello”.
La Unión Europea, que ya en 2009 prohibió la investigación animal en la elaboración de cosméticos, es quien impulsa en la región la búsqueda de métodos alternativos. Entre 2012 y 2016 aportó 350 millones de euros a la tarea y este año ha colaborado con 60 millones para tres proyectos. ¿Es una cantidad suficiente? Katy Taylor, de Cruelty Free International, afirma que no. La financiación destinada a elaborar métodos alternativos, señala, es mínima: un 0,12% del presupuesto total en ciencia de la Unión Europea (80.000 millones de euros). “No se le da la importancia que tiene. No interesa. Tanto la UE como los científicos han hecho suyo el principio de las tres erres y han dejado de hacerse cuestionamientos éticos sobre el trato que se dispensa a los animales. Estamos estancados”.
¿Deberíamos olvidarnos del principio de las tres erres? Cada vez más pensadores y expertos opinan que sí. Charlotte E. Blattner, abogada formada en Harvard y autora de Animal Labour: A New Frontier of Interspecies Justice? (Trabajo animal: ¿una nueva frontera en la justicia entre especies?, Oxford University Press, 2019, no publicado en español), afirma que sería lo más razonable. “Se ha quedado anticuado, pues nos mantiene en el inmovilismo”. Defiende que la única “salvación” de los animales es que les otorguemos derechos propios: a sus vidas, así como a su integridad física y mental. “Solo un cambio de paradigma en las leyes que afectan a los animales en investigación frenará su uso en experimentación”. Herrmann coincide y afirma que el principio de Burch y Russell se ha convertido en una especie de lavado de cara al público para aquellos que investigan con seres vivos. La intención política de reducir y reemplazar a los animales en ciencia, afirma por correo electrónico, ha sido siempre “solo eso, una intención. Es urgente que hagamos un cambio de paradigma radical en el compromiso de los políticos, en la legislación y desde la comunidad científica”.
La pregunta que queda pendiente por responder es: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar normativamente y cuánto dinero estamos dispuestos a pagar para que los animales dejen de sufrir por nosotros?
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