Nació en papel. Luego, resonó en un teatro. Y, pronto, se proyectará en una gran pantalla. Pero Marta González de Vega espera que De Caperucita a loba en seis tíos alargue incluso más su recorrido. “Me fascinaría una ópera, o una serie”, se ríe. La guionista siempre tuvo en mente que su novela saltara a otros formatos. Al fin y al cabo, sucede constantemente: de libro a serie, de cómic a exposición, de película a videojuego. La adaptación, tan frecuente desde hace décadas entre literatura y cine, hoy seduce a todos los ámbitos culturales. Y viaja indiferentemente de uno a otro.
González de Vega ha acompañado a su criatura en el proceso: la escribió, la interpretó durante cinco temporadas sobre un escenario y está montando la película. La dirige Chus Gutiérrez, pero ella es la guionista y actriz. De paso, ha ido sumando públicos: lectores y aficionados de las artes escénicas, a la espera de los cinéfilos. Aunque subraya que la realidad está más mezclada: “Algunos ven la función tras leer el libro y, al revés, muchos lo compran después del espectáculo. Me hace ilusión tener la obra en cartel al tiempo que se estrena la película. Será interesante comprobar si se retroalimentan”.
El fenómeno fascina a buena parte de la industria cultural. Y asusta a los defensores de la innovación. “Hay, sin duda, un trasvase cada vez mayor y acelerado. Se busca rentabilizar los éxitos masivos, cada vez más escasos al darse una mayor variedad de productos”, asegura Marta Pérez Pereiro, profesora de la Universidad de Santiago experta en Cultura Audiovisual Contemporánea. “En cuanto una propiedad intelectual parece exitosa es inmediatamente adaptada”, agrega Thomas Leitch, académico estadounidense que ha dedicado un libro y muchos estudios al asunto.
Junto a este fenómeno emergen también unos cuantos debates. Se puede argumentar que así la obra original se enriquece y llega a nuevos públicos. Otros, en cambio, dirán que tiempo y dinero invertidos en volver a contar la misma historia podrían haberse destinado a otra nueva. En la discusión se mezclan afán de riqueza, repetición, originalidad, riesgos artísticos y creatividad. Aunque la decisión final, en el fondo, siempre corresponde al consumidor.
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Hay ejemplos casi diarios. El cómic de Paco Roca Regreso al Edén se ha transformado en una exposición, hasta el 24 de abril en el Centre Cultura La Nau de Valencia. Netflix ha lanzado la serie Arcane, que traslada a la pantalla el videojuego League of Legends, mientras que HBO Max prevé estrenar este año la adaptación de la que está considerada como una de las mejores aventuras digitales, The Last of Us. Fariña, la investigación del reportero Nacho Carretero sobre los narcos gallegos publicada como libro, ya comparte nombre con una obra de teatro, un tebeo y una serie. A las creaciones de los artistas han de sumarse también las de los fans, que readaptan en videojuegos, historietas o novelas sus tramas favoritas. Y el portal especializado Deadline apuntaba hace poco la siguiente “mina de oro” de Hollywood: los podcasts. De ahí, por ejemplo, proceden los cuatro episodios de Heaven’s Gate: the Cult of Cults, disponible en HBO Max.
Junto con las obras, también se ha mezclado el propio mercado. Prácticamente cualquier gran cita cultural, de la tecnológica E3 de Los Ángeles a la literaria feria del libro de Fráncfort, recibe a profesionales de otros sectores a la caza de un nuevo fenómeno que llevarse a su terreno. “Si hay una tendencia rompedora en Suecia, mi equipo tiene que saberlo”, resume Francisco Javier Sanz, director de la agencia de venta de derechos de Planeta. “Si quiero adaptar La bibliotecaria de Auschwitz [novela de Antonio Iturbe ya trasladada al cómic], que se ha traducido a una treintena de países, ¿por qué buscaría solo en España?”, insiste. De ahí que Sanz acuda cada año a los encuentros ad hoc entre editores y productores que celebran festivales de cine como Cannes, Venecia o Berlín.
Una de las razones es que los filmes que proceden de algún libro recaudan hasta un 53% más globalmente, según un estudio que la Asociación de Editores de Gran Bretaña encargó en 2018 a la consultora Frontier Economics. Aunque las cifras de la producción cultural también ofrecen algún indicio. Un español que quisiera estar al tanto de todas las novedades tendría que consumir cada día 1,2 películas en salas, ocho tebeos y unas 47 novelas —cálculo basado en datos de 2020 del Anuario de Estadísticas Culturales del Ministerio de Cultura y Deporte y de la Guía del Cómic—. Y todo ello, a falta de las decenas de obras de teatro, los cientos de videojuegos y filmes online y las miles de series (se estrenaron 9.737 a lo largo de 2019, según la web Imdb) que se lanzan cada año. Ante tamaño océano, una adaptación ofrece al navegante una ruta conocida hacia un puerto seguro. “Lo que la audiencia le pide normalmente al entretenimiento de masas son historias familiares con algún giro. Y es precisamente lo que las adaptaciones, y los relatos en general, proporcionan: una experiencia como las que ya vivimos, pero diferente”, explica el profesor Leitch.
Las ventajas son evidentes, para todos. El público vuelve a un lugar familiar y puede descubrir algo más sobre personajes que ya le gustaron. Una buena adaptación, además, ofrece una nueva lectura del original, según Leitch. “Un éxito previo da alguna garantía sobre el siguiente. Al director de SMedia [uno de los principales grupos de teatros de España] le llevé el libro. Y para sacar adelante la película podía decirle a un productor: ‘Ven a verme al teatro”, explica González de Vega sobre De Caperucita a loba en seis tíos. “La adaptación de mi novela a serie de televisión fue uno de los acontecimientos más afortunados que me han ocurrido desde que escribo y publico libros”, defiende Fernando Aramburu sobre Patria.
Un reciente reportaje en The Atlantic señalaba que el aterrizaje en la pantalla casi duplica las citas académicas que recibe una novela y multiplica por cuatro sus reseñas en el portal Goodreads. Las fajas que inmediatamente envuelven un libro llevado a la televisión o, al revés, el anterior estreno en la gran o pequeña pantalla que usan como reclamo los videojuegos de El señor de los anillos, Star Wars o The Walking Dead son muestras evidentes de que los beneficios se mueven en ambas direcciones. No es por nada que el sello ECC Ediciones destaca en su catálogo para 2022 varios de los cómics en los que se inspira The Batman, la nueva película del caballero oscuro, y califica el estreno del filme en marzo de “punto de inflexión” para su estrategia anual.
Más competencia
Tan seductoras noticias, sin embargo, han multiplicado también la voracidad de la industria. Y la competencia. “Es cada vez más difícil encontrar un buen guion original”, tercia Pascal Diot. Y constata que el Book Adaptation Rights Market del festival de Venecia, que él gestiona, ha pasado en pocos años de 12 a 26 sellos invitados. “De golpe, todos los productores buscan biopics. Y en cuatro meses quieren otra cosa totalmente distinta. Necesitas estar en contacto con ellos constantemente”, explica Francisco Javier Sanz. Tanto que la scout Clare Richardson aseguraba a The Atlantic que ya se están firmando acuerdos simultáneos: a la vez que una novela o tebeo recibe el visto bueno de una editorial se cierra también su adaptación. Porque obtener una opción sobre los derechos cuando la obra aún no está ni escrita aumenta los riesgos, pero baja el precio. Aunque Sanz prefiere otro modelo: “Intento evitar que se convierta en el mercado de carne. Tengo un montón de llamadas de productores que quieren opcionar un libro que publicaremos este año. Pero ¿cómo lo vas a querer si no lo has leído? Es el propio material original el que va a delimitar quién es mi socio”.
La prisa, como siempre, puede ser mala consejera. Igual que la obsesión. “Me parece que hay una cierta pobreza de ideas en los proyectos de gran presupuesto. Los productores de todos los medios intentan asegurar el máximo beneficio en un escenario de enorme competitividad, pero, al final, se produce uniformidad bajo la apariencia de diversidad”, afirma la profesora Pérez Pereiro. La invasión de adaptaciones, remakes, reboots y demás versiones de algo parecido puede acabar saturando al público. Y alguna compañía o autor flirtea con la idea de haber hallado la fórmula áurea en la repetición de algo exitoso. “Yo escribo mis novelas de acuerdo con criterios exclusivamente literarios. Durante el proceso, no dedico ni medio segundo a pensar en las posibles repercusiones del trabajo que me traigo entre manos”, tiene muy claro Aramburu. Explica que, en su caso, la clave para autorizar una adaptación es “la confianza” y que, a partir de ahí, se dispone a esperar el resultado: “Estuve informado. Eso es todo. No me impliqué nada porque no tengo vocación de inspector y porque no deseaba estorbar. ¿Que se equivocan? Allá ellos”.
El profesor Leitch recuerda, por si hiciera falta, que no hay ninguna adaptación que tenga el triunfo garantizado. Es más: puede darse incluso la reacción contraria. “El aumento del valor cultural de una obra en un sector puede disminuir su prestigio para ciertos públicos en otro”, escribía Simone Murray en el ensayo The Business of Adaptation. Como ejemplos, los lectores de cómics o novelas que se sientan traicionados por las respectivas versiones fílmicas. Leitch, al final, lo relativiza todo desde una perspectiva más amplia: “A lo largo de la historia, el modelo dominante de narrativa para la humanidad han sido las historias familiares, no las nuevas. Aristófanes se inventó sus tramas, pero Esquilo, Sófocles y Eurípides no. Virtualmente, cualquier poema de Chaucer, obra de Shakespeare o epopeya de Virgilio, Dante o Milton son adaptaciones de algo anterior. Y eso no ha rebajado su estatus artístico”. La clave, en otras palabras, es que el material sea bueno. Como siempre. La historia, una vez más, se repite.
El cine, principal acusado
“La industria del cine ha sido acusada a menudo de usar las adaptaciones para minimizar los riesgos. Pero su aptitud me parece totalmente razonable. El coste medio de una película de Hollywood ronda los 100 millones de dólares, lo cual convierte la producción de filmes en la forma de relato más dependiente de grandes capitales de la historia”, asegura el profesor Thomas Leitch. El académico sostiene que un autor como Stephen King puede permitirse un proyecto personal, como 22/11/63, porque, incluso si no se vende bien, solo habrá perdido un año de trabajo. Cree que el fracaso de una superproducción, en cambio, puede hundir a un estudio entero: “Si hiciera películas de 100 millones con el dinero de otros, me preocuparía mucho que obtuviera beneficios o, al menos, evitara acabar en pérdidas”. Eso sí, también resulta cuestionable el modelo de un Hollywood donde cada filme de las majors es un órdago millonario a una mesa de póquer donde la apuesta va subiendo y se sientan cada vez más jugadores.
Leitch entiende el hartazgo ante el aluvión de historias repetidas, pero también quiere subrayar los grises de un tema que le apasiona y ha estudiado a fondo. Así, mira al pasado para contextualizar. “Las historias originales siempre han sido un negocio arriesgado en Hollywood”, asevera. Y recuerda a Preston Sturges, uno de los guionistas más talentosos de los años treinta. “Cuando se pasó a la dirección, con El gran McGinty, en 1940, se convirtió rápidamente en su propia marca. Con alguna excepción, sus filmes de los cuarenta no eran siquiera adaptaciones de textos anteriores sino, una y otra vez, de su propia fórmula, incluso con el mismo reparto en roles parecidos”, explica. Y recuerda que Virgina Woolf, indignada ante una versión fílmica de Anna Karenina, sostuvo que el cine debería alejarse de las adaptaciones y dedicarse solo a proyectos específicos para la pantalla.
El profesor cita el caso de Alfred Hitchcock: “Cuando le preguntaban por qué nunca adaptó una novela como Crimen y castigo, contestaba que Dostoievski había logrado un resultado tan imponente que a él no le quedaría nada por añadir. A lo largo de su carrera, prefirió adaptar —y la gran mayoría de su obra está hecha de adaptaciones— materiales que algunos llamarían de segundo nivel y otros, más amables, de género”.
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