Nuestra eterna juventud


¿Quién no se imagina con 20 años saltando fuera de sí en una de esas farras juveniles que alimentan la crónica del fin de semana? ¿Quién no se ve derrochando esa energía, esa inconsciencia, ese desafío, esa arrogancia que desprenden imágenes como la célebre foto de Olmo Calvo que es ya parte de la historia gráfica de la pandemia en Madrid? No se trata de disculpar a los juerguistas que tanto escándalo suscitan. Lo que hacen puede ser una idiotez, solo que el pasado de casi todos nosotros está jalonado de idioteces así.

La pandemia ha situado a los jóvenes en la situación más paradójica. Cuando todo el mundo habla de enfermedad, ellos sienten la llamada de sus cuerpos desatados, una voz que llega desde el fondo de la jungla con un mandato inexcusable para el goce: hay que salir, reír, danzar, embriagarse, follar… La vida exige ser vivida y más cuando está en plena efervescencia. No atender esa llamada puede causar mucho dolor.

Antes los libros de estilo de los periódicos limitaban la denominación de joven a los menores de 21. Ahora los medios se la adjudican a cualquiera que no llegue a los 40.

La juventud es un espejismo de inmortalidad y en este caso más: el virus apenas causa estragos a esas edades. Eso que parece una bendición arrastra en realidad una condena. Un contagio no pasará de un leve contratiempo para los jóvenes, pero puede ser un agente letal para sus familias. Ellos no mueren, pero pueden matar. La pandemia les deja fuera de su sombra mortífera al precio de colocarles ante una gran responsabilidad. Por eso nuestra indignación cuando los vemos ignorar el peligro con alegría: “¡Son unos irresponsables!”. Lo son a menudo, sin duda. Como casi todos lo fuimos en alguna medida a esa edad.

La verdadera amenaza de la pandemia para los jóvenes es económica. Pueden estar tan seguros de que sus cuerpos saldrán indemnes de esto como de que sus opciones para ganarse la vida se complican cada día. La corriente de la historia los ha situado entre las dos mayores crisis en un siglo, entre los escombros de Wall Street y la peste de Wuhan.

El concepto de juventud ya no es lo que era. Antes los libros de estilo de los periódicos limitaban la denominación de joven a los menores de 21. Ahora los medios se la adjudican a cualquiera que no llegue a los 40. Hemos estirado unas cuantas décadas la edad del acné. Y con ella, los pecados juveniles, que ya no son propios de los estrictamente jóvenes: la impaciencia, el narcisismo, la volubilidad…

No, el problema no es que los jóvenes se comporten como jóvenes. El problema es que todos, entre nuestra avidez consumista y nuestros juguetes tecnológicos, nos hayamos instalado en un simulacro de adolescencia perpetua. De ahí sale este nuevo mundo en el que, por poner un caso, la política se reduce a un videojuego de estrategia. Y en el que los más gamberros de las redes sociales pueden ser los elegidos para gestionar los asuntos públicos.


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