Vivimos en una época en la que el turismo masivo hace que algunos de los lugares más extraordinarios del planeta, como Venecia, agonicen de éxito. Según el momento del año, visitar el Museo del Louvre en París o la Capilla Sixtina del Vaticano puede ser una tortura o un placer. Antes de viajar en julio a Nueva York había leído en algún lugar que el gentío había empezado a quitar al High Line su encanto. Pero el temor era infundado. Nueva York es tan grande y tiene tantos atractivos que, salvo en Times Square, uno no siente el agobio de las aglomeraciones.
Para hacer este paseo hay que escoger una hora, eso sí, en la que no apriete el sol. Lo más recomendable es el principio de la mañana o el atardecer (en verano cierra a las 23.00). Y si no, agua, gorra y crema solar.
El High Line es un parque estrecho y elevado de 2,3 kilómetros de longitud que aprovecha una antigua vía de tren utilizada entre 1934 y 1980 para el transporte de mercancías. Tras quedarse sin uso, iba a demolerse. Unos vecinos formaron Friends of the High Line y lo impidieron. Inaugurado en 2009 (la tercera fase se abrió en 2014, y la última incorporación, The Spur, en junio de 2019), salpicado de obras de arte y poblado por arbustos, flores, pequeños árboles y algunos puestos de comida y refrescos, se ha convertido en una tranquila oportunidad para caminar viendo desde nueve metros de altura parte del West Side de Manhattan. A esa tranquilidad para el paseante contribuye la prohibición de patinetes, perros y bicis. Tampoco se puede fumar.
Al norte, comienza cerca de Hudson Yards, una zona con nuevos rascacielos que se ha puesto de moda, junto al río (no deja de asombrarme la cantidad de edificios que se siguen construyendo en Nueva York). Recorre Chelsea y, ya en el Meatpacking District, más al sur, termina junto al Museo Whitney, proyectado por el arquitecto Renzo Piano en 2015. Hay accesos intermedios para volver al paseo mediante escaleras y ascensores.
Una serpiente verde
En Hudson Yards, antes de ir al extremo del High Line, subí a The Vessel, de Thomas Heatherwick, una escultura —o una estructura— revestida de acero cobrizo de corte futurista formada por 154 escaleras interconectadas, con plataformas intermedias, que recuerda a una composición de Escher, con sus trayectos a ninguna parte llenos de figuritas humanas. Un nuevo icono neoyorquino desde su apertura el pasado mes de marzo. Desde la plataforma más alta observo los rascacielos que la rodean, el Hudson y una serpiente verde, el High Line.
Tras esa subida, camino por una pasarela que conecta con el inicio del parque. Empiezo el paseo, flanqueado de vegetación y con bancos de vez en cuando. El primer tramo está animado por música clásica que pelea con el ruido del tráfico, algo así como la lucha entre un cisne y un tritón. Muy pronto está The Spur, donde se expone una escultura de la artista Simone Leigh, un enorme busto de bronce de una mujer negra. Abajo se sitúa Little Spain, la pica en la ciudad estadounidense del chef José Andrés y los hermanos Adrià, un coqueto mercado donde se encuentran platos, tapas y productos españoles.
Aquí y allá me irán saliendo al paso pinturas y esculturas: letras formando las palabras “LOVE” y “AMOR”, puertas pintadas con figuras femeninas, estatuas de la Libertad con trajes de colores… Y a la altura de la calle 28th surge el llamativo edificio de Zaha Hadid, moderno, envolvente y deseable…, aunque sus apartamentos están quedándose sin vender, pues Hudson Yards es lo que ahora demandan los ricos. Sigo caminando. Con el Empire State al fondo, me fijo en un edificio en cuya fachada han pintado un Gandhi y una Santa Teresa de vivos colores. Más adelante se ve un grafiti con los rostros de Warhol y Frida Kahlo, también abigarrados. Tanto colorín en figuras de tanto calado puede interpretarse como una banalización, pero admito que me gusta.
A la altura de la 18th está el edificio IAG de Frank Gehry, característico por sus fachadas curvas, con el bloque de apartamentos de Jean Nouvel —seguimos con la colección de arquitectos estrella— detrás, un poco a lo Mondrian. En la 15th se puede bajar al Chelsea Market, con tiendas de ropa, librerías y otros comercios dispuestos en dos niveles. En uno de sus restaurantes, el Lobster Place, la langosta cocida se come de pie, en mesas de chapa alargadas
Termino el recorrido y entro en el Museo Whitney. Tras ver algunos cuadros de Morris Louis, Hopper, Wesselmann y Jasper Johns, tomo un café en su terraza, para asimilar lo visto. Aunque en Nueva York siempre hay que asimilar algo: ahora me invaden las vistas de casi 360 grados, el Empire, el World Trade Center, la estatua de la Libertad —diminuta allá lejos—, el perfil de Nueva Jersey…
El High Line ha hecho que toda la zona se revalorice, subiendo precios y alquileres. Muchos de los vecinos que lucharon por su conservación no podrán afrontar esa subida, con lo que volveríamos al éxito y al fracaso, esos dos extremos que a menudo están mucho más cerca de lo que pensamos. Y entramos en un debate urbanístico muy actual: cómo mejorar barrios sin expulsar de ellos a sus habitantes más humildes.
Martín Casariego es autor de ‘Con las suelas al viento’ (La Línea del Horizonte).
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