‘Nunca’: la Tercera Guerra Mundial según Ken Follett

Durante muchos años, James Madison ostentó el título de ser el presidente más bajo de Estados Unidos, con su metro sesenta y tres de altura. Hasta que la presidenta Green batió ese récord. Pauline Green medía apenas metro y medio. Y como le gustaba señalar, Madison había derrotado a DeWitt Clinton, que medía más de metro noventa.

Ya había pospuesto su visita al País de Munchkin en dos ocasiones. Desde que estaba en el cargo, el operativo se había programado una vez cada año, pero siempre había algo más importante que hacer. Esta vez, la tercera, sentía que debía ir. Era una agradable mañana de septiembre del tercer año de su mandato. Este ejercicio era lo que se conocía en términos militares como un RoC Drill o Ensayo de la Operación, y su objetivo era que los altos cargos gubernamentales se familiarizaran con lo que debían hacer en una situación de emergencia. Simulando que Estados Unidos estaba siendo atacado, la presidenta Green salió rápidamente del Despacho Oval en dirección al Jardín Sur de la Casa Blanca.

La seguían con paso presuroso varios miembros clave de su gabinete, que nunca se encontraban muy lejos de ella: su consejero de Seguridad Nacional, su secretaria jefe, dos guardaespaldas del Servicio Secreto y un joven capitán del ejército que llevaba un maletín forrado en cuero conocido como “el balón nuclear”, que contenía todo lo que la presidenta necesitaba para iniciar una guerra atómica.

El helicóptero que los esperaba formaba parte de una flota, y por analogía con el resto de los aparatos en los que viajaba la presidenta, recibía el nombre de Marine One. Como era de rigor, un marine uniformado de azul se cuadró en posición de firmes mientras ella subía con paso ligero las escaleras de la aeronave.

Pauline recordó que la primera vez que había viajado en helicóptero, hacía ya unos veinticinco años, había sido una experiencia bastante incómoda, con duros asientos de metal en un espacio angosto, y tan ruidoso que resultaba imposible hablar. Ahora era muy diferente. El interior del aparato era como el de un jet privado, con confortables asientos tapizados en piel beis, aire acondicionado y un pequeño lavabo.

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Aterrizaron en un complejo de naves de almacenamiento situado a las afueras de Maryland. Su nombre oficial era Instalación n.º 2 de Almacenamiento de Archivos Excedentes del Gobierno de Estados Unidos, aunque aquellos que conocían su verdadera función lo llamaban simplemente el País de Munchkin, en referencia al lugar al que Dorothy había ido a parar tras el tornado en El mago de Oz.

El País de Munchkin era una instalación secreta. Todo el mundo había oído hablar del Complejo de Raven Rock en Colorado, el búnker subterráneo donde los altos mandos militares tenían planeado refugiarse en caso de que estallara una guerra nuclear. Raven Rock era una instalación real que cumpliría una misión trascendental, pero ese no sería el lugar al que iría la presidenta.

Mucha gente sabía también que, en los subterráneos del Ala Este de la Casa Blanca, se encontraba el Centro Presidencial de Operaciones de Emergencia, utilizado en situaciones de crisis como la del 11-S. Sin embargo, no estaba diseñado para hacer frente a un desastre postapocalíptico de larga duración.

El País de Munchkin podía garantizar la supervivencia de un centenar de personas durante un año.

La presidenta Green fue recibida a pie de nave por el general Whitfield. A sus casi sesenta años, era un hombre de rostro redondeado y rollizo, actitud afable y una marcada carencia de agresividad marcial. Pauline estaba bastante segura de que a aquel hombre no le interesaba lo más mínimo matar enemigos, a pesar de que, al fin y al cabo, para eso se adiestraba a los militares.

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Al entrar en el ascensor, Pauline sintió desaparecer en el acto la irritante sensación de impaciencia que le provocaba aquel simulacro, más bien innecesario. Aquello resultaba francamente impresionante.

—Con su permiso, señora presidenta —prosiguió Whitfield—, descenderemos hasta el nivel inferior y luego iremos subiendo.

—Me parece muy bien, gracias, general. Mientras el ascensor bajaba, Whitfield explicó con orgullo:

—Señora presidenta, estas instalaciones le proporcionarán una protección absoluta en el caso de que Estados Unidos sufra una de las siguientes contingencias: una plaga o pandemia; un desastre natural, como el impacto de un meteorito contra la Tierra; tumultos o disturbios civiles de máxima gravedad; una invasión consumada por parte de fuerzas militares convencionales; un ciberataque a gran escala; o una guerra nuclear.

Si aquella enumeración de catástrofes potenciales pretendía tranquilizar a Pauline, no lo consiguió. Solo sirvió para recordarle que el fin de la civilización era posible, y que ella tendría que refugiarse en aquel agujero bajo tierra para intentar salvar los últimos vestigios de la raza humana.

Pensó que preferiría morir en la superficie.

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La Sala de Crisis era una réplica de la que había en los subterráneos de la Casa Blanca, con una larga mesa en el centro flanqueada por sillas para sus asistentes. En las paredes había una serie de grandes pantallas.

—Aquí recibimos toda la información visual que llega a la Casa Blanca, y a la misma velocidad —explicó Whitfield—. Podemos ver todo lo que ocurre en cualquier ciudad del mundo hackeando las cámaras de tráfico y de videovigilancia. Contamos con radares militares que suministran información en tiempo real. Como bien sabe, las fotos vía satélite tardan un par de horas en llegar a la Tierra, pero aquí las recibimos al mismo tiempo que en el Pentágono. Podemos captar la señal procedente de cualquier cadena de televisión, lo cual puede sernos de gran utilidad en las raras ocasiones en que la CNN o Al Jazeera consiguen una historia antes que nuestros servicios de inteligencia. Y contamos con un equipo de lingüistas para subtitular de forma instantánea los informativos emitidos en idiomas extranjeros.

Las instalaciones disponían de una planta energética con un depósito de combustible diésel del tamaño de un lago, un sistema autónomo de calefacción y refrigeración, y un tanque de agua de casi veinte millones de litros alimentado por un manantial subterráneo. Pauline no era una persona especialmente claustrofóbica, pero experimentó una sensación de ahogo ante la idea de verse atrapada allí abajo mientras el mundo exterior quedaba del todo devastado.

***

Una vez de vuelta en el helicóptero, Pauline se abrochó el cinturón y sacó de su bolsillo un pequeño objeto de plástico, plano y rectangular, del tamaño de una cartera. Era lo que se conocía como “la Galleta”, y solo se podía abrir rompiendo el envoltorio plástico. En su interior había una tarjeta con una serie de cifras y letras: los códigos que daban autorización para desencadenar un ataque nuclear. El presidente del país debía llevarla consigo todo el día y tenerla junto a su cama toda la noche.

—Gracias a Dios, la Guerra Fría ya acabó —dijo Gus al ver lo que estaba haciendo.

—Este horrible lugar me ha recordado que seguimos viviendo al borde del abismo.

—Solo debemos asegurarnos de que esa Galleta no llegue a utilizarse nunca.

Y Pauline, más que nadie en este mundo, tenía esa responsabilidad. Había días en que sentía el peso de esa carga sobre sus hombros. Y ese día le resultaba especialmente pesada.

—Si alguna vez vuelvo al País de Munchkin —dijo—, será porque he fracasado.

Autor: Ken Follett.

Traducción: José Serra Marín, Raúl Sastre Letona y Ana Isabel Sánchez Díez.

Editorial: Plaza & Janés, 2021.

Formato: 840 páginas, 24,90 euros.

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