De un día para otro, los proyectos se van al traste y solo existe el presente. Se pierde el trabajo, las facturas se acumulan, no hay para pagar el alquiler. Cada vez cuesta más tener algo en la nevera. Crece la angustia. Y llega ese día en el que por primera vez es necesario acudir a una cola para recibir comida.
La pandemia golpea duro, no solo en los hospitales. La economía se contrajo el año pasado un 11% en España, el mayor desplome desde la Guerra Civil. Llegó la crisis a un país que aún arrastra las consecuencias de otra crisis, la de 2008. Ya antes de que supiéramos qué es la covid, uno de cada cuatro ciudadanos estaba en riesgo de pobreza o exclusión, un tercio de la población no podía hacer frente a gastos imprevistos, casi la mitad tenía dificultad para llegar a fin de mes. Y ahora esto.
La consecuencia es que los bancos de alimentos atienden a 1.630.000 personas, casi 600.000 más que hace un año. Un incremento del 55%. En Cáritas, la subida de las peticiones de ayuda ha sido del 57% desde marzo del año pasado. Medio millón de personas ha recurrido a esta organización por primera vez, o tras mucho tiempo sin necesitarlo. En Cruz Roja se ha llegado a multiplicar por cinco la entrega de comida y bienes básicos.
“Muchos hogares que tenían un nivel de vida modesto se han encontrado en situaciones de verdadera calamidad. La crisis afecta especialmente a jóvenes, a parejas jóvenes con hijos, a muchas familias monoparentales y a sectores precarizados, como personal de limpieza, sin contrato, o quienes tenían empleos en la economía sumergida. Son los nuevos perfiles que nos encontramos”, explica Carlos Susías, presidente de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y Exclusión Social, que agrupa a más de 8.000 ONG en España.
Los servicios públicos están desbordados. “Estimamos un 30% de aumento de las personas que acuden a servicios sociales”, afirma Ángel Parreño, miembro de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. “No damos abasto por falta de fondos y porque la Administración española es lentísima. Se aplica la Ley de Subvenciones y se exigen una cantidad de papeles y de trámites que para nada se adecúan a la urgencia y la necesidad”, lamenta.
En medio de toda esta maraña, el ingreso mínimo vital, que nació como un salvavidas para quienes carecían de ingresos, no está teniendo el alcance esperado. “Hay 160.000 beneficiarios [los últimos datos, de diciembre] y se preveían 860.000, y dos tercios de las solicitudes se rechazan”, sostiene Luis Ayala, catedrático de Economía de la UNED. Los expertos piden agilidad en los cambios para adecuar la prestación a la realidad de la pobreza. “Cuando se paró drásticamente la actividad económica, los que vivían al día quedaron al descubierto”, señala Ayala. “Un shock como la pandemia puede ser transitorio y durar un año y medio o dos años, pero puede tener efectos crónicos sobre muchos hogares”.
Ítaly Zapata, 35 años | Madre soltera en paro
“Si yo no llevo dinero a casa, no lo hace nadie”
Ítaly Zapata tiene marcado en el calendario el 10 de marzo. “Ese día hace un año empezó todo. Me echaron del trabajo y desde entonces mi vida ha ido a peor”, afirma. Limpiaba y cocinaba en una residencia de ancianos de Madrid hasta que el centro despidió a parte de la plantilla al inicio de la pandemia. Zapata perdió su única fuente de ingresos y después de un año buscando, no ha encontrado nada. Es madre soltera de dos mellizas de 11 años y un adolescente de 15. “Si yo no llevo dinero a casa, no lo hace nadie”. Casi la mitad (47,3%) de los niños que viven en familias monoparentales están en riesgo de pobreza, según el Instituto Nacional de Estadística. Alrededor de dos millones de hogares en España están formados por un solo adulto con hijos, la mayoría con una mujer al frente.
La familia de Zapata vive ahogada en la economía del día a día. Ítaly dejó de recibir el subsidio por desempleo (410 euros) en enero. “Ahora me dedico a revender zapatillas a amigos y conocidos por redes sociales para sacar algo, pero solo consigo 40 euros algunos días del mes”, explica. La familia recibe apoyo económico y una bolsa de alimentos semanal de la Fundación Balia. Cáritas también les proporciona comida. El resto es todo resistencia. Zapata solicitó el Ingreso Mínimo Vital en junio del año pasado: “Me dicen que está en estudio, así que seguiré esperando”.
Mientras tanto, se las apaña como puede. Hace una semana se mudó con sus hijos a un piso compartido con una desconocida. “No podía seguir pagando uno solo para nosotros”, aclara. Los muebles de su nueva residencia son prestados o recuperados de algún contenedor. No tienen calefacción y a menudo el frío arrecia en el hogar. “Cada noche coloco varias mantas sobre los colchones de mis hijos y les arropo con un par de eléctricas. También les pongo varias capas de ropa bajo el pijama y algunos pares de calcetines para evitar que se resfríen”, cuenta.
Lleva meses buscando empleo “de lo que sea”. Teme que un día surja alguna oportunidad que tenga que rechazar al no poder conciliar. No puede echar mano de su familia que está en Colombia, su país de origen. “Tengo que amoldarme. Solo puedo trabajar por las mañanas cuando ya he dejado a las pequeñas en el colegio, por la tarde tengo que estar en casa”, dice. En el pasado ha renunciado a varios empleos por no dejar a sus hijos solos, sobre todo a una de las niñas que necesita más atención al tener una enfermedad rara: “Si tengo que quedarme con ellos, no puedo trabajar, pero si no lo hago no gano dinero”.
A menudo la ansiedad le pesa. Piensa en abandonar, salir corriendo de esta pandemia que ha arrasado su modesta vida. Pero otras veces encuentra la motivación en pequeños momentos del día a día. En las charlas con sus hijos después de ver una película en la televisión, incluso en las discusiones que a menudo se encarga de sofocar. “Miro a mis niños y sé que no puedo rendirme”, dice.
Perfecto Natan Silva, 23 años | Camarero en ERTE
“Hasta emigrar se ha puesto difícil”
Con solo 23 años, Perfecto Natan Silva se ha sacado un máster en “buscarse la vida”. Hace 12 meses, era uno de esos contados jóvenes españoles emancipados de sus familias. Trabajaba a media jornada como camarero en un restaurante de Lugo y cursaba un ciclo de FP en producción y fabricación mecánica. Compartía piso con su novia y le daba incluso para ahorrar. Ahora se mantiene a flote a duras penas con 380 euros al mes. Casi la mitad se le va en el alquiler y ha tenido que aparcar los estudios.
La primavera confinada le dejó sin ningún ingreso. Su restaurante lo incluyó en un ERTE, pero no cobró la prestación hasta mayo y la red de seguridad que se había tejido con esfuerzo se rompió bajo sus pies: “Pasé un mes y medio sin ingresar nada y tuve que tirar de los ahorros”. De junio a octubre volvió al restaurante, aunque el nuevo cierre de la hostelería que se decretó en Galicia durante la segunda ola lo mantiene desde entonces en un nuevo ERTE: “En verano ya intuí que la situación iba a empeorar y estuve ahorrando para lo que se me venía encima”.
Perfecto obra milagros con los números y recibe ayuda de amigos y familiares. Hasta se siente “afortunado”, dice, porque no tiene cargas familiares ni deudas. Ha dejado el ciclo de FP, con la covid merodeando no le hace gracia meterse en aulas “de 25-30 personas y sin distancia”. “Hago cuentas muy ajustadas, solo me permito necesidades básicas”, explica sobre su austera vida. “Se me cae la casa encima y tengo preocupaciones, pero intento hacer deporte y mantener la mente ocupada para estar distraído”.
Dedica todo el día a buscar trabajo. Después de un año, le ha echado el ojo a sectores que en pandemia necesitan incluso más mano de obra, como la limpieza y la alimentación. “Son ámbitos en los que la rueda va a tener que seguir girando pase lo que pase”, esgrime.
Superó una adolescencia con muchas dificultades y aquella lucha le ha dado armas para defenderse de esta crisis. Sacaba unas notas “horribles” y estuvo a punto de dejar los estudios. Por problemas familiares dejó su hogar y se trasladó a un piso tutelado por la ONG Igaxes. “Entré sin nada literalmente”, recuerda. Allí le enseñaron a buscar empleo y a compaginarlo con los estudios, a administrar su dinero, a encontrar piso, a organizarse… “Aprendí a vivir, a salir adelante, cosas que muchas veces no enseñan los padres a sus hijos”, dice.
Entre sus amigos veinteañeros ve cómo se extiende la preocupación. Este gallego nacido en Brasil, que llegó con su familia cuando tenía cinco años, cree que a su generación el coronavirus no les va a dejar ni la opción de coger la maleta: “Mi futuro siendo joven en España lo veo muy complicado. Quien pueda permitírselo emigrará, pero con las restricciones internacionales hasta eso se ha puesto difícil”.
Sonia Rodríguez, 35 años | Embarazada en paro
“Solo quiero ofrecer a mi hijo una vida normal”
La pandemia ha puesto patas arriba la vida de Sonia Rodríguez. Esta mujer de 35 años vivía con su marido en un confortable piso en Hostalet de Balenya, en Barcelona. Llevaba tiempo sin encontrar trabajo en la hostelería, a lo que se ha dedicado toda su vida, pero vivía desahogada con los 1.800 euros mensuales que ganaba su pareja como camionero. La felicidad fue aún más plena después de quedarse embarazada de su primer hijo hace seis meses. Sin embargo, la estabilidad se truncó en diciembre, cuando la empresa de transporte despidió a su marido. “Estos meses han sido muy duros, porque hemos pasado de tener una vida medianamente buena a vernos sin nada”, cuenta.
Nada más conocer la noticia, la pareja se mudó a una casa de campo que la familia de ella conserva en Buitrago de Lozoya, en la sierra de Madrid. “Está mal acondicionada, pero no podíamos seguir pagando el alquiler en Barcelona ni buscar otro piso”, aclara Rodríguez. No perciben ningún ingreso y él todavía no ha cobrado el paro. Buscan empleo sin éxito mientras conviven con la angustia de no saber cómo sobrevivir al mañana. “No podemos hacer una compra de comida completa. Tenemos que elegir entre carne, pescado o verdura”, afirma. “En mi estado debería llevar una dieta variada, pero es imposible mantenerla en estas condiciones”, dice mientras se acaricia el vientre.
A la espera de encontrar una oportunidad laboral, Rodríguez inició hace unas semanas un peregrinaje para conseguir algunos enseres básicos. Cada quincena, acude a una de las conocidas como “colas del hambre”, en la plaza San Amaro, en Madrid, donde la Fundación Madrina reparte comida. Esos días madruga especialmente para coger un autobús que le deja en la ciudad, un trayecto de ida y vuelta que le cuesta 10 euros. “Vendría más a menudo, pero no me puedo permitir pagar el viaje”, dice. Varios conocidos le han ofrecido llevarla en coche, pero ella no siempre acepta porque le da apuro que se gasten gasolina en traerla. Llega puntual a las 9, cuando la cola empieza a rodear la parroquia del centro de la plaza. “Me paso aquí toda la mañana, pero al menos puedo llevar a casa algo de pan, leche, pasta o arroz”, apunta.
Mientras espera en una de las sillas reservadas para embarazadas y personas mayores, recuerda los proyectos que la pandemia ha borrado de su vida. “Íbamos a comprar una casita más grande para cuando tuviéramos al niño, queríamos prepararle una habitación y comprarle todas las cosas que necesitara”. Ya no es capaz de imaginar grandes lujos como viajar en Semana Santa o verano. “Ahora solo quiero tener la oportunidad de trabajar y darle a mi hijo una vida digna”. “Nunca me imaginé pidiendo comida”, dice, a veces siente vergüenza. Su motivación la lleva en el vientre: “Solo quiero ofrecer a mi hijo una vida normal y enseñarle que es una lucha constante, a veces para conseguir lo más básico”.
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