Hoy tenía una idea la mar de atractiva para hacer un artículo, pero no me he animado a utilizarla. Como saben los lectores veteranos (perdón por repetirme), por razones de imprenta siempre escribo este artículo 15 días antes de su publicación. Lo cual significa que, mientras tecleo esto, estamos viviendo los coletazos del angustioso asalto a Ceuta, con miles de personas engañadas, deshidratadas y exhaustas; con niños agonizantes como el bebé que sacó el guardia civil Juanfran del agua (qué foto taladradora, me hizo un agujero en la retina); con cientos de menores apilados en almacenes como si fueran objetos perdidos (de algún modo lo son). Dentro de 15 días, o sea, en tu presente, habrá pasado la crisis y hasta estará olvidada, porque no queremos acordarnos. Pero hoy no me siento capaz de hablar de otra cosa. La perversidad del régimen marroquí, capaz de utilizar a todas esas personas como carne de cañón para sus intereses, me deja anonadada. Y el obsoleto y profundamente injusto orden mundial que permite o incluso fomenta todo esto me rompe el corazón. Es un tema obsesionante por lo doloroso. Los dedos se van solos a las palabras.
Las tragedias mundiales, los paroxismos del Mal, producen un extraño efecto en las personas. Ahí está la famosa frase de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, una opinión que siempre me ha parecido equivocada, empezando porque, por desgracia, ha habido muchos otros exterminios antes de Auschwitz. Como, por ejemplo, la destrucción de Cartago en el siglo II antes de Cristo: tras matar a 450.000 personas, los romanos sembraron las ruinas con sal para que en esa tierra empapada de sangre no brotara la hierba. Ni una brizna de vida en el reino de la muerte.
De las palabras de Adorno parece deducirse una idea que tampoco comparto: que, ante el sufrimiento absoluto, la búsqueda de la belleza es una aberración. Cuando yo creo, por el contrario, que esa es nuestra arma más eficaz para combatir la oscuridad e intentar ser mejores de lo que somos. Supongo que la frase era un grito de agonía, un movimiento reflejo ante el horror. Le tocó vivir la atrocidad del Holocausto, y es verdad que hay ejemplos del Mal tan colosales que una los siente como un puñetazo en el estómago, un golpe que te deja boqueante e incapaz de articular palabra. Quizá lo más difícil de sobrellevar sea el irremediable sentimiento de culpa ante las víctimas. Cuando parte de la humanidad está siendo atormentada, ¿cómo puedes tú disfrutar con tranquilidad la maravillosa suerte de estar a salvo? No has hecho nada para merecerlo y podrías haber sido uno de ellos. Creo que nos hemos inventado mitos como el cielo y el infierno o la reencarnación para soportar el sinsentido de esta injusticia colosal. Para poder decirnos: sufren porque están pagando por algo que hicieron en otra vida. O bien: ahora sufren pero irán al paraíso.
Luego hay individuos, los más brutos, los más miserables, que se defienden del desasosiego despreciando a las víctimas. Son esos descerebrados que, en crisis como la de Ceuta, se hacen los chistosos diciendo: “Si te preocupan tanto, llévatelos a tu casa”. O que se pavonean de haber nacido a este lado de la frontera y de no ser, pongamos, subsaharianos famélicos, como si tuvieran algún mérito personal en el azar genético.
Estos tontos feroces también ignoran que el mundo ha cambiado para siempre; que ya no podemos dividirlo entre nosotros y los otros; que, por pura conveniencia nuestra (ya ni siquiera hablo de empatía y de ética), las sociedades desarrolladas tenemos que ayudar económicamente a las más débiles; que hay que meter esa partida en el PIB como algo necesario para nuestra propia supervivencia, y establecer mecanismos de control y presión para evitar que los tiranos de turno dilapiden el dinero. Todo lo cual es complicadísimo, lo sé, pero también urgente.
En cuanto a los energúmenos que insultaron a Luna, la voluntaria de Cruz Roja que abrazó a un inmigrante, me gustaría decirles que todo su odio y su estupidez no va a librarlos de la debacle que se avecina. En este mundo global, o nos salvamos todos o ninguno. Cuando veo comportamientos así, en fin, lamento no creer en el infierno: consolaría pensar que toda esa maldad recibirá un castigo.
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