Oídos sordos para una mujer que pide morir


No ha cumplido aún los 70 años y es muy posible que no los cumpla. Esta mujer de carácter que siempre fue independiente, que tuvo un buen trabajo, se casó, se separó, disfrutó de otras relaciones y le gustaba vivir la vida, ha decidido morir. Dice que el precio por seguir viva —un dolor constante, insoportable, inmune a los tratamientos más fuertes, un dolor que le impide dormir, leer, salir de casa y vivir sin ayuda— es ya demasiado alto. Hacía tiempo que barajaba la idea de prepararse un cóctel de pastillas, pero una amiga que trabaja en un hospital le quitó la idea de la cabeza con un argumento inapelable:

—Me dijo: “Mira bien lo que vas a hacer, que al final te vas a quedar más gilipollas todavía con todo lo que tienes encima”. Pensé que tenía razón y me pregunté: ¿qué puedo hacer?

Esta mujer cuenta su historia sin afectación ni dramatismo en el salón de su piso de Madrid, el pasado viernes por la tarde. Solo pone una condición innegociable: que su nombre no se haga público bajo ningún concepto. Al relato de su vida y de su decisión de morir como sea, por las buenas o por las malas, solo asisten su mejor amiga —la única que conoce su secreto y se lo guardará más allá de la tumba—; el doctor Fernando Marín, asesor de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), y el reportero. Dice que entiende y que valora la valentía de otros —Ramón Sampedro, María José Carrasco y su marido, Ángel Hernández, que la ayudó a morir exponiéndose a una condena—, pero que ella tiene sus motivos para el anonimato: “Hay personas a mi alrededor a las que podría perjudicar mi decisión”.

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Después de descartar el cóctel de pastillas, se pone en contacto con la asociación DMD, que realiza un detallado informe médico en el que se concluye que su “patología crónica osteomuscular” se inicia hace 14 años y que constituye “una enfermedad grave e incurable” cuya consecuencia es un “sufrimiento irreversible” agravado por su “intolerancia a los opioides”. El informe también señala que, el pasado mes de marzo, se le diagnostica un cáncer de vejiga “invasivo y de alto grado”. El doctor Marín explica que el caso reúne sin ninguna duda los requisitos que contempla la ley de regulación de la eutanasia que entró en vigor el pasado mes de junio y que convierte a España en el quinto país del mundo en regularla. El 7 de julio, la paciente acude a la consulta de la doctora que durante los últimos 10 años la ha tratado en el Hospital Gómez Ulla.

—Siempre me había atendido muy bien, con cariño incluso, y siempre estuvo a lo que yo necesitaba. Pero cuando le digo que le voy a presentar la solicitud para que me ayude a morir, se desmorona y se pone a llorar. Fernando, que venía conmigo, le cuenta que es médico, que está allí para acompañarme a solicitar la eutanasia de acuerdo a la nueva ley y le explica el contenido del informe. La doctora se queda en shock. Le dije entonces que yo entendería que fuese objetora de conciencia y que no quería complicarle la vida, pero me respondió que no era objetora y que me iba a ayudar. De hecho, fue muy cariñosa. Me dijo: “Me da mucha pena, porque yo te aprecio, son muchos años de relación”. Pusimos los documentos encima de la mesa, firmé la parte que me tocaba y ella firmó la suya. Le hicimos una foto con el móvil al documento y nos fuimos. Pero a los dos días me llamó y me dijo que se había hecho objetora de conciencia. Le contesté que no lo entendía y discutimos. Le dije que me había traicionado.

El día 14 de julio, esta mujer presenta una queja en el Hospital Gómez Ulla en la que deja constancia de que, dos días antes, su doctora del servicio de rehabilitación le había telefoneado para comunicarle que se había declarado objetora y que la solicitud para ayudarle a morir quedaba en manos de la subdirección médica del hospital, dependiente del Ministerio de Defensa. En el texto de la queja, la paciente advierte: “De acuerdo con la ley, mi solicitud debe incorporarse a mi historia clínica y, en el caso de que mi médica sea objetora, la Administración sanitaria me facilitará el contacto con otro médico para que gestione mi solicitud de ayuda para morir. Una semana después todavía no tengo ninguna respuesta, lo cual es claramente irregular. El médico responsable puede denegar mi solicitud siempre por escrito y de manera motivada en un plazo de 10 días”. Y añade: “Independientemente de que se haya nombrado o no la Comisión de Garantía y Evaluación, que depende de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, el hospital Gómez Ulla tiene la obligación de tramitar sin más demora mi solicitud. Les hago saber que mi voluntad clara, firme, reiterada e inequívoca de morir en el hospital se debe al sufrimiento constante e intolerable que padezco, por lo que les ruego encarecidamente que respeten mi derecho a decidir hasta cuándo debo soportar tanto dolor físico y psíquico”.

Hasta el momento, la respuesta de la Comunidad de Madrid y del Gómez Ulla es la misma: el silencio. El hospital ha contestado a la enferma crónica que ha remitido la queja a la Consejería de Salud. Y, consultada por este periódico, la Comunidad asegura que “hasta el lunes” no tendrá información sobre el caso. La falta de respuesta oficial, advierte el doctor Marín, deja a la paciente en una situación de indefensión.

La tarde va cayendo en el piso de esta mujer que ya no tiene esperanzas de que la respuesta de las autoridades llegue a tiempo. Su amiga, que asiste en silencio a la conversación, enciende la luz de la habitación.

—¿Está dispuesta a luchar esta batalla?

—Eso no va a depender de lo que yo quiera, sino de lo que mi físico me permita. Nada más. Sospecho que en breve va a llegar un momento en que no pueda más. Yo además no quiero morir aquí. Quiero hacerlo en un hospital o en un hotel, no quiero que venga aquí la policía, que se rompa el anonimato. A lo mejor podría hacer un esfuerzo por permanecer viva más tiempo, pero es que no quiero.

—¿Por qué no?

—Porque yo quiero vivir, a mí me gusta vivir, pero esto no es vivir. He vivido muy bien, me he divertido, me he casado, me he separado, he tenido novios, no he tenido novios, he viajado, no he dependido de nadie. Pero esto no es vida. No se puede vivir con este dolor. Quiero acabar con esto.

—¿Tiene miedo?

—No, miedo no tengo. La decisión está tomada. No creo que vaya a llegar a tiempo de que me puedan aplicar la ley. Siempre he dicho que no quiero vivir si no puedo tener decisión sobre mi vida. Y ya no puedo coser, no puedo leer. No hay nada que me ilusione. Nada. No se trata de un capricho, es que mi vida consiste en sufrir lo menos posible, y aun así mi sufrimiento es intolerable. Por eso digo que a lo mejor aguanto hasta octubre o a lo mejor no. Porque no sé si me voy a poner peor como consecuencia del cáncer.

—Y si no puede acogerse a la ley, ¿ha buscado alternativas para morir?

—Sí. Tengo alternativas. No son agradables, pero las hay. Pero psicológicamente es muy violento. Es violento pensar: “Me estoy suicidando”. Yo no quiero eso. No quiero suicidarme. Solo quiero que me ayuden a dejar de sufrir. Nada más. Para mí es inconcebible que haya una ley y que no se pueda aplicar.


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