Olaf Scholz arrastra el mismo maletín desde hace más de 30 años. El viernes, al salir del jet rumbo a su último acto electoral en Colonia, el aspirante a canciller del Partido Socialdemócrata (SPD) llevaba la vieja cartera que empezó a usar cuando era un joven abogado laboralista en Hamburgo y que ha paseado por los despachos más importantes de Berlín. Cuando le preguntan por qué no se compra una nueva, él simplemente responde que no ha encontrado otra que le guste más.
Así, sin estridencias y sin levantar la voz, este político pausado y centrista está muy cerca de llegar hoy al puesto más importante de la política alemana. Muchos critican su estilo aburrido y monocorde. Él no se inmuta. “No aspiro a dirigir un circo”, respondía la semana pasada al tabloide Bild.
Nacido en Osnabrück, noroeste de Alemania, hace 63 años, Scholz no es amigo de los sobresaltos. Los periodistas que estos días han tratado de conocer aspectos más personales sobre él se han encontrado con un muro. Ni su mujer —Britta Ernst, también política socialdemócrata, ministra de Educación en el Estado de Brandeburgo desde 2017—, ni sus padres, ni sus dos hermanos —uno médico y otro empresario— ni sus amigos más cercanos quieren soltar prenda. Han hecho un pacto de silencio para no hablar del hombre sobre el que ahora recaen todas las miradas. El matrimonio decidió muy pronto no tener hijos por sus respectivas carreras políticas, conscientes de lo absorbentes que serían, explica el periodista Peter Dausend, que escribe desde hace años sobre el SPD en el semanario de Hamburgo Die Zeit.
El nombramiento de Scholz parecía cantado hace tiempo. La sucesión de cadáveres socialdemócratas que Angela Merkel había dejado a sus espaldas —desde Gerhard Schröder hasta Martin Schulz, además de otros candidatos entre medias— no dejaba muchas opciones. En el SPD no se divisaban grandes nombres alternativos para las primeras elecciones sin la canciller eterna. Pero su llegada a la cima ha sido inusual por muchos motivos.
Primero, porque ocho meses antes de ser elegido candidato había sufrido la humillación de ser derrotado por una pareja de desconocidos en la pugna para liderar el partido. Y segundo, porque es difícil encontrar en las encuestas una remontada similar a la que ha experimentado estos meses: de un tercer puesto muy alejado de los dos primeros a encabezar la carrera, aunque la distancia con la CDU se haya estrechado en los últimos días hasta hacerse prácticamente imperceptible.
En ambos casos, la ventaja y el inconveniente de Scholz son el mismo: su centrismo. Los militantes prefirieron como jefes de su partido centenario a los izquierdistas Saskia Esken y Norbert Walter-Borjans antes que al ministro de Finanzas de Angela Merkel, que en ese momento llevaba una política de control de gasto que muchos democristianos habrían firmado. En el recuerdo, además, pesaba su pasado como secretario general del SPD en la época de los recortes sociales de Schröder y su gestión como ministro de Trabajo en la primera legislatura de Merkel, cuando impulsó la ley para retrasar la edad de la jubilación a los 67 años. Scholz era entonces un político muy impopular entre muchos de sus compañeros. Pero es precisamente ese centrismo —y su capacidad implícita de captar votos en muchos caladeros— el que llevó al SPD a elegirlo como candidato y a que más tarde se disparara su popularidad.
Al contrario que su rival de la CDU, Armin Laschet, Scholz no ha protagonizado ningún resbalón en la campaña. Quizás porque no ha asumido ningún riesgo. Pero sí pueden pesarle algunos escándalos financieros ocurridos bajo su mandato como ministro de Finanzas, por los que esta semana ha tenido que declarar ante el Bundestag. No se le atribuye ninguna responsabilidad directa, pero sí faltas de supervisión.
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Es cierto que Scholz ha impulsado políticas ortodoxas. Pero también ha sabido sacar la billetera cuando lo veía necesario. Así lo hizo en la alcaldía de Hamburgo, que encabezó entre 2011 y 2018. Como ministro también ha inyectado un buen chorro de dinero en la economía durante la crisis del coronavirus. “Se empeñó en que Alemania saliera cuanto antes de la crisis del coronavirus. Y eso le ha dado mucha popularidad”, añade Dausend.
La vicepresidenta española Nadia Calviño, que ha coincidido con él en incontables reuniones de ministros europeos o del G-20, destaca el papel “fundamental” que jugó en la respuesta europea a la crisis del coronavirus. “Sobre todo en el lanzamiento de los programas de ayudas europeos SURE [para subvencionar las ayudas al empleo como los ERTE] y el Next Generation EU”, añaden en el equipo de la ministra de Economía. Desde el punto de vista personal, Calviño destaca de Scholz un carácter “respetuoso y que escucha a los demás” y unas convicciones políticas “profundamente europeas”.
En esta campaña, toda su retórica exuda un marcado tono social. Se ha comprometido a subir el salario mínimo a 12 euros, desde los 9,6 actuales, en su primer año de Gobierno. En cada intervención se dirige a los que peor lo están pasando, los que menos ganan, los que no tienen títulos académicos. Para ellos no solo promete mejoras económicas. Insiste en que la sociedad debe respetar a todos, sin importar su lugar en la escala social. “Me enerva ver en un restaurante que alguien trata con desprecio a los camareros”, aseguraba recientemente. Él reconoce ser rico, pero también insiste en que los que están en su privilegiada situación deben contribuir pagando más impuestos.
Si Scholz gana hoy las elecciones, los politólogos del futuro estudiarán su hazaña. No es solo que en esta campaña se haya presentado como el más merkeliano de los candidatos, ironizando con ello al dejarse fotografiar con el característico gesto de las manos de la canciller con forma de rombo. Es que ha logrado algo que a primera vista parecería incompatible: aportar el plus de la experiencia que le dan cuatro años como vicecanciller y ministro de Finanzas y, al mismo tiempo, prometer la ilusión del cambio. Estas son unas elecciones tan inusuales que el representante del partido que lleva 20 años sin ganar aporta capacidad de gestión probada mientras que la CDU, la formación que ha liderado el país 52 de sus 72 años, presenta a un candidato que jamás se ha sentado en la bancada del Gobierno federal. Los democristianos que critican a Merkel por no haberse hecho a un lado a tiempo tendrán, en ese caso, un argumento de peso.
Los cabezas de lista de los siete partidos con representación parlamentaria se enfrentaron el jueves en un último debate. Los moderadores preguntaron a cada líder a qué renunciaban en su día a día para contribuir en la lucha por el clima. Todos empezaron a contar lo mucho que usan el transporte público o los coches eléctricos. Scholz, en cambio, dijo que podría decir que alguna vez ha ido al ministerio en bicicleta, pero que le parecería un tanto hipócrita, teniendo en cuenta la cantidad de vuelos contaminantes que realiza por su trabajo. Una vez más, el viejo abogado trató de salir de la situación sin alardes.
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