Si la vida no se hubiese convertido en una sucesión de temporadas de La Tierra Horror Story ahora estaría hablando de Outlander; de ¿Sabes quién es?, tan mediocre como excelsa es Toni Collette; de estar abonada a siete plataformas y que Al filo de la noticia no esté en ninguna. Pero si en Oviedo nos sacudimos arena del Sahara de los zapatos y eso no abre ni informativos locales, es difícil ignorar que Fukuyama se precipitó con su fin de la historia. A la historia le quedan demasiadas temporadas, la ficción es la que tiene problemas para competir por nuestra atención.
Querría arrebujarme ante el cerro Fraser, embobarme con la belleza de Caitriona Balfe, pero me absorbe la huida de Olena de Kiev; el destino del miliciano Igor, el niño de Chernóbil; los ovarios tamaño plaza Roja de Elena, la hierática historiadora que cuenta la guerra desde un sofá en Moscú. Se agotan los sinónimos de heroico para definirlos. A ellos, a quienes se juegan un pasaje a Siberia en las manifestaciones, a su insurgencia en prime time, a Oleksii Otkydach que sonríe como el Kenneth de 30 Rock. Son como nosotros, dicen. Como yo, desde luego, no. Hasta los gatos refugiados en sótanos kievitas exudan resiliencia, disciplina, parecen ajenos a su idiosincrasia felina. Mientras, para ir ayer al veterinario, mi Pachín necesitó una logística digna del traslado de Eichmann a Jerusalén y narcótico como para sedar a Currupipi incluido.
Añoro cuando los adultos aliviaban mis angustias televisivas enarbolando el Teleprograma cual código Hammurabi. Era Mary Ingalls quien estaba ciega, no Melissa Sue Anderson; era a Tom Jordache a quien cosían a navajazos, Nick Nolte seguía inflándose de pintas en Malibú. Añoro el pacto de ficción. Añoro encender la televisión para sufrir por los personajes y no por las personas.
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