Pablo Heras-Casado (Granada, 44 años) concluye el domingo su viaje wagneriano en el Teatro Real. Han sido cuatro años metido en la tetralogía de El anillo del Nibelungo y de ahí, dice, ha salido transformado como músico. No tanto el chaval de barrio que fue, un auténtico quinqui, dice, sino en su crecimiento como director de orquesta. El hijo del policía nacional que cumplió el sueño de hacerse con una batuta se va ahora de Madrid a La Scala de Milán para dirigir allí Don Giovanni, de Mozart.
Pregunta. Algún director antes de meterse a estudiar El anillo del Nibelungo me confesó que tenía miedo. Sabes cómo entras, pero no cómo vas a salir de ese viaje. A usted, ¿cómo le ha sentado?
Respuesta. Bien, salgo de ahí reforzado, maduro, confiado. Siento que he crecido en estos cuatro años, metido en esos espacios que deja Wagner.
P. No sé yo si me está contando una milonga. Cuando se refieren a miedo, hablan de penetrar en las entrañas del lado oscuro. ¿Ha visto usted el monstruo?
R. Más en el libreto que en la música. Hay cosas insondables. Y entiendo a lo que se refieren. Quizás no llega a miedo, pero respeto, sí. Me queda camino por recorrer en ese mundo, claro que sí.
P. Desde la perspectiva de El anillo, ¿qué podemos aprender de los pifostios políticos de nuestros días?
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R. Es la historia de un fracaso y un error. De que nadie por mucho cálculo y poder que tenga puede salir bien parado de ciertas decisiones. A todos los niveles, pese a la fuerza, los pactos, los superpoderes de un Dios, nadie sale bien parado de algo podrido, cuando actúas con mala intención, cuando dejas de lado la nobleza y generosidad en tus actos.
P. ¿Vivimos un ocaso total?
R. A mí me gusta más la perspectiva de que se trata de un nuevo amanecer. Un amanecer que llega después de romper un orden establecido, de un mundo de castas y pactos siniestros. Ese nuevo amanecer llega a través de la compasión, el amor.
P. Justo lo que no era Wagner, un mal bicho.
R. No era bueno, pero lo hubiera querido ser, como Sigfrido. Deseaba conectar con una bondad natural, cierto anarquismo, el buen salvaje.
P. ¿Wagner es adictivo? ¿Una droga?
R. No he sido wagneriano, pero he entrado en él no desde el mito, sino desde su propia obra. Me he convertido en wagneriano no desde dentro, sin acceder por el mausoleo que le han montado.
P. ¿Transforma?
R. Uno llega a comprender el fanatismo que despierta Wagner, no tiene que ver con el religioso. Crea un universo musical, sonoro y conceptual que quien lo prueba no puede prescindir de ello. Es un despertar hacia otra dimensión. No hablamos aquí de religión, pero sí de ecologismo, progreso, lucha de clases… Volver al estado natural de las cosas.
P. A lo que no está fuera de su sitio.
R. Exactamente, ni adulterado, ni fuera de sí.
P. ¿Tiene la pandemia una lectura wagneriana?
R. Sí, sí, precisamente en eso: en que al revertir el orden natural de las cosas, lo acabamos pagando. Estamos en una situación límite ecológicamente, que tiene consecuencias. De eso habla El anillo…
P. También de intrigas y egos, cosas que se dan en el mundo de la ópera.
R. Tiendo a pensar que todo el mundo es bueno. En el mundo de la ópera también.
P. ¿Le han dicho que los reyes son los padres? No querría yo destruir su inocencia…
R. Los músicos estamos tan centrados en lo nuestro que nos es difícil sustraernos de eso.
P. A ver si es que los directores de orquesta van a vivir en una cápsula ajena a la realidad. Tengo otro amigo que dice que después de haber cubierto el mundo de la música clásica y la ópera ahora entiende bien el Vaticano.
R. Que existen intrigas, pues claro que sí, pero si me tienen que llegar, ya me defenderé.
P. Dice eso usted porque su padre ha sido policía.
R. Pues, precisamente, lo que mejor me ha enseñado él es a ser buena persona.
P. Cuando le dijo que quería dedicarse a la música, ¿cómo lo tomó?
R. Me dijo que muy bien, hijo, si te gusta, adelante. Mi madre tenía más fe.
P. Además, no quería ser una estrella del pop, sino de la música barroca y contemporánea. ¿Qué tipo de chaval era usted?
R. Alguien hace poco me dijo que lo quinqui vive un revival. Bien, pues yo era un quinqui, sin saber qué quería decir esa palabra.
P. ¿Un macarrilla?
R. Imagínate, en el barrio de El Zaidín, allí en Granada, donde viven mis padres todavía, con la moto de aquí y para allá.
P. Un cani…
R. Sí, sí, un quinqui, un cani.
P. O sea que su padre, que era policía, ¿tenía una buena pieza en casa?
R. Bueno, de algo se enteró. Lo que pasa que yo lo compensaba con una vida académica intachable. Y con una fuerza de voluntad tremenda para causas nobles, como la música. Hasta el punto de que mi padre colgaba los carteles de nuestros conciertos.
P. ¿Su madre también?
R. Pues ponía bocadillos, el cariño e incluso entró en uno de los coros en los que yo estaba.
P. ¿Y sus amigos?
R. Pues algunos de mis amigos, sin saber que era mía, entraron en nuestro garaje y me robaron la vespino.
P. ¡Qué me dice!
R. Sí, luego me la fueron devolviendo por piezas y me pidieron perdón: “Oye tío, lo sentimos, que no sabíamos que era tuya…”.
P. Menos mal que ha prescrito el delito y lo podemos contar.
R. Ha prescrito, ha prescrito, sí.
P. ¡Viva a la vida de barrio!
R. Desde luego, siempre. A mí me gusta la vida de barrio, es decir, pertenecer a un sitio donde en las tiendas te puedan fiar.
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