Pablo Osés, el jubilado que emocionó con su carta a la directora de EL PAÍS: “Es cierto, toda mi vida ha sido muy bella”


A sus 89 años, Pablo Osés camina lento, pero firme, entre la multitud de libros que guarda en su casa de Fuengirola (Málaga). Destacan, por muy usados, los dos tomos del Diccionario de la Lengua Española. Cerca hay un cuadro con nudos marineros y una colección de piedras que le regaló su osteópata. Relata su vida con la tranquilidad de quien no tiene nada mejor que hacer y con las dificultades de quien necesita un audífono. Ha sido cura, coordinador de la Plataforma del 0,7%, ha viajado por España en Vespa y ha hecho dos huelgas de hambre.

Escribe cartas a los periódicos desde hace dos décadas y ya ha visto publicadas unas 400, que su mujer recopila en cuatro carpetas. La última es del pasado jueves. Iba dirigida a la directora de EL PAÍS. En ella, contaba que todas las noches elige de entre sus recuerdos una situación feliz para disfrutarla de nuevo antes de dormir. “Y no sé cuál escoger de tantas como tengo”, aseguraba. Sus 105 palabras se hicieron virales. “La vida ha sido muy bella”, resumía en un gesto de profundo agradecimiento, al tiempo que se mostraba convencido de que hay algo después: “Me da un pálpito de que tiene que seguir en la misma línea. No sé cómo, pero estoy muy seguro de que será genial”.

“Es que es cierto: toda mi vida ha sido muy bella. Siempre lo he pasado muy bien”, confirma, sentado junto a una pequeña mesa en el salón mientras ajusta las pilas de su audífono. También tiene dificultades para respirar, pero derrocha vitalidad. Sigue con ganas de comerse el mundo: ya planea su 90 cumpleaños, el 8 de julio. Quiere celebrarlo con un chapuzón en la playa de La Concha, en San Sebastián, ciudad en la que nació. De allí eran sus abuelos, José y Ferminia, que en 1875 se hicieron una foto junto a sus ocho hijos, a la que Osés ha ido añadiendo las imágenes de casi 200 familiares hasta reunir un enorme árbol genealógico que comprende cuatro generaciones. “Cuando lo completas, queda algo precioso”, afirma, orgulloso. Lo está también de que sus padres fueran de clase obrera. Él, chófer. Ella, modista.

Rodeado también de muchos discos, narra capítulos su vida bella. Y lo hace con la excitación de que lo mejor está aún por llegar. Le bailan fechas, a quién no, pero arranca directo. “Siempre he sido una buena persona”. La afirmación cae sobre su propio peso cuando se escucha su relato, lleno de compromiso social. Su trayectoria arrancó como jesuita. Quería hacer el bien y se fue a Madrid con 17 años para enrolarse en la congregación. Dos años de noviciado en Aranjuez, estudios de Filosofía en Alcalá, cuatro años de formación en Innsbruck. “Sí, en los Alpes austríacos, el sitio más bonito del mundo”. Más tarde vivió en París. “Con perspectiva, no dejo de pensarlo: vaya vidorra nos pegábamos en esos sitios”, afirma entre risas. Por eso lo dejó.

Antes, volvió a España para dar clases en la escuela de ingenieros del Instituto Católico de Artes e Industrias, donde él se había formado como ingeniero industrial. Dirigió el centro entre 1970 y 1974, año en el que se cansó. “Decidí ser electricista, dejar de servir a la burguesía para trabajar con los obreros”, contaba a este periódico en 1993. El periodista Rafael Ruiz habló con él con motivo de una huelga de hambre que había iniciado como coordinador de la Plataforma del 0,7% para reivindicar un mayor compromiso de los países ricos con los que no lo eran tanto. Estuvo un mes sin comer. “Solo pasé hambre el primer día, el resto bebía agua con sal y sin problema”, rememora. “Nadie nos hacía caso”, lamenta. Lideró también una acampada que duró meses en el paseo de la Castellana, cerca de la sede del Ministerio de Economía. “Tampoco nos hicieron caso”. Antes, había formado parte del Movimiento por la Paz, el Desarme y la Libertad que lideraba Francisca Sauquillo. Y, previamente, había promovido la construcción de viviendas sociales en Palomeras y Entrevías, en el distrito de Puente de Vallecas.

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En lo que define como una especie de comuna, conoció a su mujer, Luisa Domínguez, vallisoletana y con la que va camino de los 50 años de matrimonio. “Qué elegante vienes”, la piropea cuando ella entra en la casa a mitad de entrevista. Mientras su marido posa para la cámara, ella se echa a un lado. Habla bajito. “Tuvimos la suerte de coincidir y de compartir un pensamiento: las personas siempre deben ser lo primero”, afirma la que durante años fue responsable en Fuengirola de la ONG Málaga Acoge. Antes, ejerció de trabajadora social en la Comunidad de Madrid, donde acabó siendo directora del centro social de Vallecas. “Gracias a su trabajo yo pude dedicarme a mis luchas”, revela Osés, al que se le van los ojos y las palabras detrás de su mujer. Cuando ella se jubiló, se mudaron a la casa que construyeron sus padres en Fuengirola en los sesenta.

También hay hueco en la memoria para la casa que ambos compartían en las montañas segovianas y para los viajes en Vespa con su mejor amigo: “Un tal Mangala, éramos uña y carne”. Partían cada verano sin rumbo por la geografía española. Se acuerda de la noche que durmió en un boquete y con la tierra como manta en un olivar de Valdepeñas de Jaén. “Hay que aventurarse, vivir a fondo, acumular experiencias, aprovechar el tiempo”, recomienda a los jóvenes.

Oses consulta uno de los libros de su amplia biblioteca.Garcia-Santos

Su tiempo lo pasa leyendo en una hamaca burdeos en la terraza. Sobre la mesa descansan MaddAddam de Margaret Atwood y Ecce Homo de Nietzsche. De la estantería saca las carpetas con sus 400 cartas al director. “Siempre que se me ocurre algo, escribo”. Así de sencillo. Las redes sociales le resultan muy complejas, así que entra en su correo electrónico y escribe desde el rincón donde instaló el ordenador. Envía el texto a un puñado de periódicos y espera a ver qué cae. Dice que quien más le publica es La Opinión de Málaga y que el EL PAÍS lo hace dos o tres veces al año. En un repaso a la treintena de cartas publicadas en este diario hay alabanzas a los jóvenes que luchan contra el cambio climático, a la importancia de la amabilidad, a la cooperación internacional o a la fuerza del amor. Son siempre directas y con ciertas dosis literarias.

En una de septiembre de 2019 se quejaba de que su único hijo, Gonzalo, le pedía que caminase cinco kilómetros al día para estar en forma y que comiera sano, como le había recomendado el médico. “¿Por qué no me deja en paz? Se debería alegrar, y mucho, al ver que he logrado que no me asuste la muerte segura”, escribía. Contaba que su entorno le quería “anclar a este mundo” cuando él está convencido de que, cuando muera, irá a algún otro sitio en buena compañía. “No lo puedo demostrar, es algo inexplicable, pero lo sé. Somos eternos”, sostiene. Hasta que, como decía en su última carta, vuelque su carromato, quiere seguir escribiendo a la directora de EL PAÍS y mantener con vida un proyecto nuevo. Lo ha titulado Recuerdos especiales con mi madre. Son los que le acompañan, también, antes de dormir. La noche anterior, sin embargo, cerró los ojos pensando en la arena dorada de la playa de La Concha. Sueña ya con su 90 cumpleaños y el chapuzón en San Sebastián, uno de los paraísos de su vida bella.

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