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Palabras que nos comemos con patatas


El sector de la alimentación nos obsequia con caldos caseros que no se han hecho en casa, con croquetas de la abuela que no ha cocinado nadie de la familia, ni siquiera una tía, y con ensalada de cangrejo que carece de cangrejo. Algunos productos entran en el retorcimiento de las palabras como Pedro por su casa. En la cual, por cierto, el tal Pedro sí haría comida casera, a nada que se pusiese a ello.

El envase tomado del estante dice: “Ensalada de cangrejo”. Pero luego, en la letra pequeña, esa que necesita lupa, ya sí consta que del tradicional crustáceo no se ha añadido rastro alguno, sino algo llamado “surimi de cangrejo”, palabra ésta escrita a así, en cursiva: cangrejo. Más adelante se mencionan los “ingredientes del surimi de cangrejo”, ahora en redonda: “carne de pescado, aroma, estabilizantes, agua, almidón, sal (…), crustáceos, potenciador del sabor, carne de cangrejo, colorantes”… Me pregunto si esos crustáceos, ese pescado y ese cangrejo se habrán escrito ahí en cursiva porque cuando los sacaron del agua estaban como de lado, inclinados hacia su derecha.

Otro envase muestra en su tapa un imponente cangrejo de mar junto a las palabras “Ensaladilla de cangrejo”; pero luego en los ingredientes se lee: “Sucedáneo de cangrejo, agua, surimi, carne de pescado”. En este caso no aparecen las cursivas, con lo cual se deduce que el sucedáneo salió derecho del agua.

Para aclararnos debemos conocer la palabra “surimi”. No es fácil, porque si uno mira dentro de ella no halla gran cosa. No pasa como en “pescado”, que es lo que se pesca. O con “alimento”, que es lo que alimenta. No. “Surimi” no dice nada, salvo que uno vaya al diccionario y vea que este término de origen japonés significa “pasta hecha a base de carne de pescados blancos, con la que se elaboran sucedáneos de mariscos o de otros pescados”.

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El reglamento general 1169/2011 aprobado por el Parlamento Europeo señala que la información alimentaria no inducirá a error al sugerir la presencia de un determinado ingrediente cuando se ha sustituido por otro. Pero da igual, en el estante sigue la “ensalada de cangrejo”.

Y…, ay, no debí haber sometido a la aplicación Yuka el código de barras del envase después de haber comido lo que contenía (estaba rico): Porque responde: “Malo. 7 sobre 100″. El producto similar, que guardo para otro día (estará rico también), da mejor resultado: “Mediocre: 36 sobre 100″. Para tirar cohetes.

En algunos envases de lo que también llamamos “cangrejo” se lee “Palitos del océano”; y en otros el fabricante tiene buen cuidado en decir “sabor a” (bien pequeñito) “cangrejo” (bien grande). Pero luego en la carta de infinidad de restaurantes escribirán “ensalada de cangrejo”, por mucho que todos intuyamos, y el restaurante sepa, que está elaborada a base de pescado de escaso valor comercial y que no contiene ni rastro de ese artrópodo del orden de los decápodos.

Sí, de acuerdo. La culpa es mía por no pescar en persona los crustáceos o por no comprarlos vivos para cocerlos sin que se den cuenta, como nos pasa a los seres humanos cuando algo empeora poco a poco.

Pero a lo que iba: ya no compramos alimentos, sino palabras. “Ensaladilla de mi madre”, “Escarola de nuestro huerto”, “Empanada artesana”… Y estos días se añaden turrones de diversos sabores que carecen de los ingredientes necesarios para llamarse “turrón”. Parece no importarnos que las palabras mientan.

Como en todo esto vamos para atrás, va a resultar que los únicos cangrejos auténticos somos nosotros.

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