Paradigma de la mediocridad


Paradigma de la mediocridad. Esa es la fotografía de la corrida celebrada en Sevilla; y ya se sabe que esa es la antesala de la decadencia. Si se siguen criando toros de este tipo, sin un ápice de fuerza en las entrañas, concebidos para no molestar y colaborar con el torero, para que sean bondadosos antes que encastados, y nobles hasta el extremo de la tontuna, y las figuras los exigen en todas las ferias —en esta de San Miguel, Garcigrande lidia dos tardes—, esta fiesta desaparecerá sin necesidad de que los antitaurinos continúen su campaña o a algún político se le ocurra la feliz idea de su prohibición.

Un desfile de inválidos debería estar prohibido en La Maestranza; por pura decencia. Y un torero con la vergüenza suficiente para vestirse por los pies no deberá permitir que su nombre apareciera en los carteles en tales compañías.

Y mira que la plaza lucía espectacularmente bella en ese lleno aparente del ‘no hay billetes’, como si fuera la Feria de Abril aunque con luz del otoño. Pero se hizo el silencio, salió el primer toro, y todo se oscureció. No hizo más que pisar el albero sevillano, y dobló las manos, las patas y el cuerpo entero. Aguantó el presidente hasta el tercio de banderillas, y ya no tuvo más remedio que mostrar el pañuelo verde.

Pero ese contratiempo inicial no fue más que el prólogo de un festejo bochornoso para la fiesta; uno tras otro, con más o menos invalidez manifiesta, no hubo un solo toro que hiciera méritos para dejar en buen lugar el nombre de su familia.

Y eso que se pasearon dos orejas. La primera la cortó Perera, quien protagonizó uno de los escasos momentos interesantes de la tarde. Recibió al quinto con un abanico de vistosas y templadas verónicas, se lució después en un quite por chicuelinas, y tras brindar al público, se hincó de rodillas en el centro del ruedo, y así esperó a su oponente con dos muletazos cambiados por la espalda y cuatro derechazos con sabor antes de rematar, ya de pie, con un largo pase de pecho. El toro demostró su movilidad en dos tandas seguidas por ese lado, y se acabó su fuelle cuando el torero tomó la zurda. Tanto es así que se despanzurró en el albero y tuvieron que tirarle del rabo para que recuperara la verticalidad.

Otro momento de intensidad fue el arrimón de Roca Rey ante el sexto. Conocedor de que su toreo insulso no emocionaba a los tendidos, optó por dejarse llegar los pitones a la taleguilla, lo que hizo sonar la música y que el público se levantara de sus asientos.

Y hubo otro, este protagonizado por un banderillero, el sevillano Antonio Chacón. El segundo par al cuarto fue toda una secuencia de torería, valor, técnica y empaque. El toro, en la zona de tablas; el torero, en la segunda raya, y el encuentro tan fugaz como comprometido para que los dos rehiletes quedaran prendidos en el lugar exacto.

El resto es mejor olvidarlo. Allí estuvo también El Juli, a quien nadie le puede negar su condición de figura; también él podrá entender que su presencia resulta ya cansina. No le cortó la oreja a su primero porque la docilidad perruna del toro impidió cualquier atisbo de emoción. Ni el toro valía ni su toreo superficial tampoco. Pero ese es el toro que él y sus compañeros exigen; y si no triunfa es para que le dedique una sentada. Sosísimo y aplomado era el cuarto, y su labor fue sinónimo de la nada.

Perera cobró un bajonazo al segundo, en el que anotó un buen natural y ahí acabó su historia. Y Roca no pudo decir nada ante su inválido primero, y anotado queda que recurrió a la épica ante la imposibilidad de lucir con la estética.

Por cierto, cuatro palmas sonaron a la muerte del tercero. Estaba Roca Rey en el callejón, y cuando quiso salir al ruedo ya se había hecho el silencio. No lo dudó, tomó el capote y se plantó en el tercio Eso se ha llamado toda la vida ‘mendigar’ una ovación.

Un paradigma de la mediocridad…


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