Los cafés, brasseries y restaurantes cerraron puntuales. Minutos antes, por la calle Rivoli decenas de bicicletas y algún patinete eléctrico formaban un extenso pelotón que aceleraba en un sprint final para volver a casa a tiempo. A la medianoche del viernes al sábado, los parisinos que unos minutos antes todavía llenaban las terrazas o paseaban por el centro de la ciudad, habían desaparecido.
¿Todos? No.
Cuatro jóvenes sentados en un banco ante el Hôtel de Ville, la monumental sede del Ayuntamiento de París, desafiaban el toque de queda que el presidente francés, Emmanuel Macron, había ordenado el miércoles en una entrevista en televisión. Dicen llamarse Kenzio, Moha, Leah y Jul. Están devorando las hamburguesas y patatas que acaban de comprar en el McDonald’s. Tienen entre 17 y 19 años. Han pasado tres minutos de la hora en la que —se supone— deberían estar encerrados. No tienen prisa El diálogo es acelerado, por momentos delirante. La noche es larga.
Kenzio: Nos da igual. Si la policía nos controla, me marcho corriendo. O ya pagará mi madre. No vamos a dejar de salir porque Francia vaya mal. Si Francia no se ocupa de nosotros cuando vamos mal, nosotros no vamos a ocuparnos de ellos.
Moha: De todas maneras es un país de mierda.
Leah: Pues yo adoro Francia.
Kenzio: Es un pais mal dirigido. Sería mejor la anarquía.
Moha: No lo mezcles todo, tú no sabes qué es la anarquía.
Kenzio: Sí, ninguna ley.
En la entrevista televisiva, el presidente de la República tuvo unas palabras para los jóvenes que, ya durante el confinamiento entre marzo y mayo, se pasaron semanas sin salir de noche, que tuvieron que aprender a seguir los estudios desde casa y por ordenador y que, en plena crisis económica, han visto sus expectativas laborales reducidas. “Es difícil tener 20 años en 2020”, dijo.
Kenzio: ¿Sufrir, nosotros? Todavía salimos más que antes.
Moha: Macron me pone nervioso.
Se interrumpen, se ríen, se hacen una foto con el Hôtel de Ville detrás.
Han pasado 10 minutos de la medianoche, París y otras ocho grandes ciudades francesas están bajo el toque de queda. Se trata de confinamiento nocturno que, durante cuatro semanas como mínimo, impedirá a casi 20 millones de franceses salir a la calle entre las nueve de la noche y las seis de la mañana. Solo será posible circular con un justificante.
Pero apenas hay policía en las calles de París. Ningún control durante un paseo de más de dos horas, ni en las calles ni el metro.
En un programa televisivo, el filósofo Bernard Henri-Lévy había dicho: “Un toque de queda es cuando los alemanes están en París, cuando hay atentados del OAS [la organización terrorista que en los años sesenta se oponía a la independencia de Argelia], podría justificarse cuando hay atentados islamistas. No se justifica por un virus”. “¡Es terrorífico, es mórbido, es sórdido!”, decía en un vídeo en las redes sociales el actor Fabrice Luchini, para quejarse del cierre de los restaurantes y de los espectáculos, principales damnificados de la medida.
La decapitación, en la tarde del viernes, de un profesor cerca de París relativizó el debate sobre el toque de queda. Todas las discusiones de los últimos días —sobre las libertades civiles y el autoritarismo, sobre los errores de la gestión de la crisis o el miedo a la segunda ola— parecen menos graves, como si en estas horas Francia hubiese recordado que acecha la amenaza grave e inquietante del terrorismo islamista.
“Es emocionante estar con ustedes la última noche antes del toque de queda”, había dicho unas horas antes la escritora Virginie Despentes en una sala llena del Centro Pompidou donde estos días se celebra un seminario —con artistas, intelectuales y activistas invitados— en torno al filósofo Paul B. Preciado. “Son las 20.30. Mañana, a esta hora, estaremos todos en casa”, añadió. Las noticias del atentado no había llegado aún a la sala. Los espectadores y protagonistas lo descubrirían con espanto al salir.
Era el último espectáculo a esas horas durante las próximas semanas. Entretanto, ni cine, ni teatro, ni conciertos a partir de las 21.00 horas. Pasadas las once, los cinéfilos salían de los multicines del centro comercial de Les Halles. “Es molesto, porque no hay mucha gente en las salas por la noche y las normas de higiene se respetan”, dice una vecina del barrio que es asidua de estos cines.
Afuera, los cafés y restaurantes están llenos. “Les recuerdo que deben estar en sus casas antes de medianoche”, les decía a sus clientes, algunos de los cuales se demoraban en la terraza antes sus cervezas y cócteles, el patrón de Le Saint Honoré, Francis Richard. “Hoy hay más gente que de costumbre. Saben que es el último día”, comenta.
Nada señala que ha sonado la medianoche, París no ha cambiado de repente bajo el toque de queda, pero al rato el tráfico es más fluido y se hace más raro cruzarse con alguien por la calle.
Tres hombres discuten en la boca del metro Saint-Michel. “A partir de la medianoche”, dice uno, “estás fuera de la ley”. Son las 00.28.
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