Planteaba esta semana el escritor J.M. Coetzee que los niños deberían conocer de primera mano cómo viven y mueren los animales que llegan a su plato. Ser conscientes, en resumen, del proceso mediante el cual Peppa Pig y la oveja Suzy acaban loncheadas en una bandeja de poliestireno antes de cumplir los tres meses y sin haber visto la luz solar.
No es la primera vez que el sudafricano deja caer la idea. Ya sugirió que acudir a un matadero sería tan beneficioso para las almas infantiles como una visita al museo; y a través de su alter ego Elizabeth Costello fantaseó con construir uno de cristal en el centro de la ciudad, barruntando que la gente “tolera el sacrificio animal porque no llega a verlo”.
El matadero urbano es una utopía, como lo es que todos tengamos un cerdo en casa —la propuesta de otro creador y buen conocedor de lo rural, el asturiano Rodrigo Cuevas— que nos abra los ojos a lo que implica el consumo de carne, su inmenso valor y el sufrimiento animal y medioambiental que conlleva el exceso. Ambas ideas son vistosas, pero difícilmente ejecutables. Mucho más factible resultaría tirar de otro cristal, el de las pantallas, y diseñar un espacio didáctico que haga conscientes a los niños del vasto trasfondo que esconde una sencilla merienda.
Si Barrio Sésamo, el patrón oro de los programas infantiles, supo hacer entretenimiento educativo con asuntos complejos como las adicciones, el racismo o el VIH y Érase una vez la vida tornó en inteligible y disfrutable algo tan arduo como el funcionamiento del cuerpo humano, por qué no intentarlo ahora con lo que alimenta ese cuerpo. Tal vez, de paso, logremos concederle una prórroga a este planeta que es de todos, al menos hasta que lo inmatricule la Iglesia.
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