Hay unos memes dando vueltas por ahí, protagonizados por un perro grande y musculoso y un perro diminuto e indefenso, que retratan con sarcasmo la actitud de diferentes generaciones ante las mismas cosas: la música, el trabajo, el coraje. Uno de ellos compara a los jóvenes del año 1212 con los de 2021. En él, el perro grande —que representa al joven de la Edad Media— dice: “Adiós, familia, tengo que ir a una cruzada a matar paganos y recuperar la gloria de Jerusalén”; a su lado, el perro pequeño —que representa al joven de esta época— dice: “Mamá, hay una cucaracha en mi cuarto y es de las que vuelan. ¡Ayúdame!”.
Todas las tardes mi abuela siria escuchaba los muertos. A esa hora, la emisora de la ciudad donde vivíamos pasaba los avisos fúnebres. Ella se acercaba la radio al oído, siempre a un volumen bajo, y cuando el locutor mencionaba el nombre de algún conocido se hacía la señal de la cruz y se disponía a ir al velorio. Ir a velorios era una de las pocas cosas que hacían que saliera de su casa (la otra era cobrar la jubilación). Se ponía un suéter negro, embutía un pañuelo perfumado en la manga y se marchaba a acompañar a los deudos esperando, supongo, que el día en que su propia muerte fuera anunciada por la radio —como lo fue— los amigos se acercaran a abrazar a su familia, como lo hicieron.
Hace unas semanas yo estaba en una ciudad desconocida, separada de mi hotel por siete kilómetros de autopistas monstruosas. Quise pedir un Uber para regresar. La aplicación no funcionaba. Después funcionó, pero no aceptaba la forma de pago. Finalmente la aceptó, pero entonces perdí la conexión. Empezó a llover a cántaros. No había taxis ni autobuses. Sentí un desamparo absurdo. Y, sin razón aparente, recordé a mi abuela escuchando los muertos. Ella había llegado a Argentina en la primera mitad del siglo XX. Hasta entonces había vivido en una aldea donde su familia se dedicaba a la cría de gusanos de seda (describía la casa de los gusanos con deleite: los hilos perlados, el ruido que hacían al devorar hojas de morera). Un día, al regresar de misa —era católica ortodoxa—, encontró a su madre y a su hermano muertos. “Vino un mal aire y se los llevó a todos”, decía. Quedó a cargo de su propia abuela hasta que su padre, que se había marchado a Argentina años antes, la mandó a llamar. Así que, obediente, se subió a un barco con un bolso y unas cadenas de oro, la única moneda de cambio con la que contaba y que le robaron en Trípoli. Tenía 12 años. Viajaba sola.
Aquel día de hace semanas, perdida entre autopistas, lidiando con el Uber, recordé a mi abuela siria y, para pensar en algo que no fuera mi situación ridícula, me dije que escribiría un texto acerca de aquella época en la que cada muerto importaba, y esta, en la que los muertos son apenas números. Me dije también que buscaría la manera de hablar de aquel mundo en el que los hijos de mi abuela fueron vacunados contra la polio con una vacuna desarrollada por Salk y perfeccionada por Sabin, dos científicos que jamás quisieron patentar el descubrimiento, y este, en el que nos protegemos de la peste con vacunas fabricadas por el señor Pfizer, la señora Moderna o don Johnson, cuyas patentes, según Oxfam, hicieron multimillonarias a nueve personas relacionadas con la industria farmacéutica. Entonces recordé un grafiti que vi hace mucho en Málaga. Decía: “Hazlo. Y si te da miedo, hazlo con miedo”. Y entendí que no quería escribir sobre los muertos ni sobre las patentes, sino sobre esta estúpida habitante del siglo XXI que soy —una mujer en una ciudad civilizada, munida de teléfono móvil y tarjetas de crédito y que, así y todo, se siente desprotegida—, y sobre aquella habitante del siglo XX que, a los 12 años, sola y sin un peso, atravesó el océano para encontrarse con un padre al que no había visto desde que tenía 5. Entendí que quería escribir sobre lo que me obsesiona desde hace meses: cuál es, en nuestro tiempo, la relación que establecemos con el riesgo y con la muerte. Que quería escribir, en fin, sobre el perro grande y sobre el perro chico. Pero todavía no sé cómo.
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