En foto, el precandidato demócrata Pete Buttigieg, en New Hampshire. En vídeo, análisis de Pete Buttigieg. FOTO: AFP / VÍDEO: EPV
¿No tiene claro aún cómo se pronuncia Buttigieg, el apellido de origen maltés del demócrata que ha dado la campanada en los caucus de Iowa? Pregunte en New Hampshire. Pete Buttigieg —para un hispanohablante sería algo como búdellech o bútellech— lleva meses pateándose este Estado y el viernes por la noche, en una de esas fiestas que se organizan en los bares para seguir los debates electorales, quedaba claro que en este trozo de América aprendieron a decirlo hace mucho.
“Yo lo conocí en febrero de 2018 por mi hijo, que lo había descubierto en Facebook. Nos enteramos de que tenía un acto con votantes aquí en Raymond y vinimos a escucharle. Me fascinó. Al acabar, vino a saludarnos y yo le hice preguntas difíciles. En lugar de responder rápido, estuvo pensando un buen rato y me contestó cosas muy meticulosas, muy reflexivas. Después leí su libro. Sencillamente, me encanta”, explica Robin Clemens, de 55 años, en el Breezway Pub de Manchester, la ciudad más poblada de New Hampshire. Junto a él, un grupo de seguidores escucha embelesado cada una de las intervenciones del demócrata. Y tiene muchas, porque ha llegado a las primarias de este Estado en un momento en que los ataques de los rivales se han multiplicado tras ganar en Iowa.
Buttigieg fue la sorpresa de la carrera demócrata cuando anunció su candidatura. Un hombre de entonces 37 años —ahora 38— que aspiraba a convertirse en el primer presidente millennial de Estados Unidos y no tenía más experiencia en gestión pública que dos mandatos como alcalde de South Bend, una ciudad de Indiana de poco más de 100.000 habitantes. Graduado en Harvard, políglota, muy culto, religioso, veterano militar de Afganistán y casado con un profesor, llegó a esta batalla como una curiosidad. Ahora, la sorprendente victoria en los caóticos caucus de Iowa la semana pasada le han posicionado —pese al polémico recuento— como un aspirante real a la Presidencia.
“Trump capitalizó el enfado de esa gente que no se sentía escuchada y les hizo ir a votarle. Pete apunta a esa misma gente que no se siente escuchada, porque viene de una comunidad industrial del Medio Oeste que ha visto decaer. Él les escucha y les entiende, pero en lugar de instigar su enfado, les da esperanza, les dice: ‘Vamos a ver qué podemos hacer para que sientas que perteneces a la comunidad”, apunta McKenzie, voluntaria en su campaña.
En el espectro ideológico de la carrera demócrata, Buttigieg se encuentra en un terreno intermedio entre el centrismo del exvicepresidente Joe Biden y el giro a la izquierda de los senadores Bernie Sanders o Elizabeth Warren. Buttigieg defiende la posibilidad de una sanidad pública para todos, pero sin eliminar la opción de los seguros privados. También quiere una universidad pública y gratuita para las familias con ingresos de hasta 100.000 dólares anuales, pero no con un carácter universal.
Girar a la izquierda o amarrar el centro. Ese es el gran dilema demócrata de esta campaña, pero Buttigieg se revuelve contra la disyuntiva. Durante un viaje en su autobús de campaña en noviembre, junto a un grupo de periodistas, se manifestaba así: “Está claro que los senadores Warren y Sanders apelan a quienes tienen ese deseo de pureza”, pero “yo simplemente rechazo la idea de que haya que escoger entre ser valiente o unir a los estadounidenses, que las políticas valientes sean precisamente las divisivas”.
No suenan los tambores revolucionarios en la campaña de Buttigieg, sino una melodía de ideales y esperanza de aire obamaniano. Para J. Miles Coleman, analista del Center for Politics de la Universidad de Virginia, la comparación es evidente. “Su apelación a los valores, el optimismo, la elevación del discurso… También es parecido en su enfoque de situarse como savia nueva frente al Washington de siempre”, explica.
El especialista en política Stephen Stronberg lo resumía así en un artículo de opinión esta semana en The Washington Post: “Buttigieg ha encontrado la fórmula ganadora obvia: ser un clon de Obama”. “Lo que le distingue no es su programa electoral, muy parecido al de los demás, sino que le hace sentir a los votantes que pueden apoyarle sin necesidad de ir a las barricadas ni renunciar a sus principios”.
Buttigieg niega la disyuntiva entre valentía y unidad, como Obama la negaba entre idealismo y pragmatismo. El propio expresidente, en el ocaso de su mandato, señaló a Buttigieg como un posible relevo futuro demócrata durante una entrevista en The New Yorker. El exalcalde defiende la idea de la gran coalición de votantes, de distintos perfiles y sensibilidades, que llevaron en su día a la victoria del expresidente.
Hay argumentos para esa estrategia. Esta campaña, apunta Coleman, “va a ser decisiva en los Estados que varían de voto y en los que ganó Trump en 2016, y allí muchos electores van a sentirse cómodos con alguien que no quiere eliminar los seguros privados”.
Robin Clemens tiene razón. En las distancias cortas, Buttigieg —voz grave, rostro aniñado— parece meditar mucho lo que le preguntan, responde de forma serena y siempre con ideas de calado. Cuesta agarrarle en un renuncio sobre cualquier asunto y es capaz de hacer preguntas complejas sobre el independentismo catalán o el Brexit. Como Warren, destaca entre los votantes más formados, pero puede resultar agotador para muchos electores que prefieren al político que parece el vecino de al lado. Su juventud no le ha convertido en el ídolo juvenil que sí es Sanders, de 78 años.
Pese a su éxito en Iowa, Pete Buttigieg va, al menos de momento, quinto en los sondeos nacionales. Tiene algunos puntos débiles que irán asomando después de New Hampshire, como sus dificultades con el voto afroamericano y el hispano. Según una encuesta publicada en enero elaborada por The Washington Post e Ipsos, Buttigieg solo concita un 2% de apoyo de la comunidad afroamericana, sector en el que Biden lidera con el 48%. Tampoco obtiene más que un 3% entre los hispanos, según otra encuesta realizada por Reuters e Ipsos en noviembre. Pero la victoria en Iowa y el buen resultado que se le presume en New Hampshire —llega segundo en los sondeos, con el 22,5%, por detrás de Sanders, con el 26%— pueden darle un empujón. Las pruebas de fuego llegarán muy pronto, en los próximos caucus del 22 de febrero en Nevada y del 29 en Carolina del Sur, con un enorme peso de la población hispana y afroamericana, respectivamente.
Si la carrera de Barack Obama enfrentó la duda de si Estados Unidos podía votar al primer presidente negro de la historia, la de Buttigieg afronta la pregunta sobre el primero abiertamente homosexual. El joven político se ha topado con situaciones ofensivas que recuerdan que aún queda mucho por normalizar. Esta semana, en un programa, le mostraron el vídeo de una mujer de Iowa que le acaba de votar, pero pretendía retirarle el apoyo al enterarse de que estaba casado con un hombre. El precandidato respondió: “Yo me postulo para ser su presidente también, por supuesto me gustaría que viera que mi amor es igual que su amor por los suyos, y mi matrimonio, tan importante para mí como para ella el suyo, si es que está casada. Pero si no es así, si soy presidente me levantaré cada mañana para tratar de tomar las mejores decisiones para ella y para la gente a la que quiere”.
Clemens admite que será difícil verle ganar la nominación para ser el político demócrata que se enfrente y, más aún, que derrote a Trump en noviembre. “Trump es el que va por la renovación del mandato [lo que históricamente da más probabilidades de victoria], tiene muchos seguidores… Pero creo que cuando América lo conozca, se va a enamorar de él”, insiste. De momento, los estadounidenses han aprendido ya a pronunciar Buttigieg.
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