Placeres siguiendo el Duero portugués

La serpenteante carretera entre montañas que precede la llegada a Miranda do Douro, recién cruzada la frontera entre España y Portugal, es el preludio de lo que será este viaje. Abajo, el río Duero, la hoja de ruta, plácido y ancho, reflejando en sus aguas mansas el paisaje de un placentero recorrido de algo más de 300 kilómetros rumbo al Atlántico.

Miranda do Douro presume de pasado glorioso con sus murallas, su lengua propia (el mirandés) y su antigua catedral, donde la devoción no está en el altar, sino en una vitrina más propia de una juguetería. Ahí descansa el curioso Menino Jesús da Cartolinha, una talla en madera de un niño tocado con un sombrero de copa, como de dibujo animado, y acompañado de todo su ajuar. Su gesta milagrosa fue evitar la derrota de los portugueses a manos de las tropas españolas en la guerra de 1711. Hoy los españoles que cruzan la frontera lo hacen atraídos por la historia de la ciudad y también por la naturaleza en estado puro de la Estación Biológica Internacional del Duero. De aquí parte el Crucero Ambiental de Arribes, en el que se navega a bordo de un silencioso barco híbrido entre imponentes cañones y espectaculares formaciones rocosas. Este es el Duero más grandioso y salvaje. Con prismáticos se llegan a avistar nidos de águilas en los acantilados y nutrias chapoteando en las orillas. En un momento del recorrido la guía a bordo recoge una muestra de agua y usando un microscopio proyecta la imagen en una pantalla que se convierte en una pista de baile para las decenas de microorganismos que habitan en el río. Las entradas del crucero financian en gran parte la conservación y los proyectos educativos y medioambientales de este modélico parque.

Tras este chute de naturaleza, el cuerpo pide campo y busco hospedaje alejado del mundanal ruido en la diminuta villa de Aldeia Nova, en el hotel Puial de l Douro. Domingo, el dueño de esta antigua casa de labranza reconvertida en hotel rural, es profesor de lengua mirandesa y gran conocedor de la zona. Al amanecer se ofrece a acompañarme hasta el cercano y espectacular mirador de São João das Arribas. Después, siguiendo un camino de tierra que se abre paso entre rocas y arbustos, en un paseo que dura una hora se llega hasta otro balcón menos conocido: el Miradouro do Castrilhouço, donde el Duero dibuja uno de sus meandros más imponentes. Desde ahora y hasta el final de ruta los oteaderos épicos sobre el río serán compañeros de viaje.

Seguimos camino pasando por Vale de Águia, donde una casita de color añil decorada con azulejos se rebela contra la sobriedad del resto de viviendas de piedra. Junto a ella aparece una mujer guiando con una vara de avellano a una mula y un poni hasta un abrevadero, también de piedra, en el centro de la villa. En esta primera parte del trayecto las aldeas van a estar muy presentes. Por ejemplo, merece la pena desviarse hasta Marialva, una de las más bonitas e integrada en la red de Aldeas Históricas de Portugal, donde doy con mis huesos en Casas do Côro, el proyecto del matrimonio de Carmen y Paulo Romao, quienes compraron 20 casas derruidas hace 24 años y construyeron un encantador alojamiento boutique, una aldea dentro de la aldea, consiguiendo recuperar un pueblo condenado al olvido. Hoy Marialva es una de las villas medievales mejor conservadas y más coquetas. Protegidos por las murallas del castillo se encuentran los restos de la antigua ciudadela. Al otro lado de los muros, la iglesia de Santiago junto con la Capela do Senhor dos Passos y su exquisito techo cubierto con cajones policromados. El próximo proyecto del matrimonio y sus cinco hijos es la recuperación de la antigua estación de tren abandonada, así como tres casas de apeaderos a lo largo de la vía del ferrocarril que unía España y Portugal. Otra de ellas, la Casa da Linha Férrea, abrió el pasado año como un coqueto restaurante. Muy cerca de aquí espera una de las joyas de la antigua línea férrea: el evocador puente de acero sobre el río Côa atribuido al mismísimo Gustave Eiffel. Otra de estas aldeas históricas, más al sur, es Linhares da Beira, coronada por las dos vigorosas torres de más de 30 metros de altura de su castillo, construidas por los templarios.

El poder del fuego

Es hora de dejar atrás aldeas y fortalezas y adentrarse en el Alto Douro Vinhateiro. Para abrir boca, una visita a la fábrica familiar de barricas J. M. Gonçalves, donde los troncos de roble francés transformados por el poder del fuego se convertirán en refugio perfecto para el vino; en ellas se hará mayor sumando notas de madera a su repertorio. La madera es también la materia prima con la que otro artesano, Carlos Ferreira, da vida a diablos, faunos y más personajes del folclore de la región de Transmontana en forma de grotescas máscaras, que nacidas de su cincel en su pequeño taller en Sendim acaban en cualquier rincón del mundo vendidas por internet.

La ruta avanza pegada al Duero y, a partir de aquí, los paisajes de cañones y naturaleza indómita se transforman radicalmente en laderas peinadas por hileras de vides ocupando cada metro cuadrado de terreno disponible. Uno de esos paisajes de postal del Alto Duero se puede contemplar desde la terraza del Museo de Côa, una maravilla arquitectónica en sí mismo y todo un guiño a la última tecnología museística, con salas repletas de exhibiciones interactivas sobre el pasado rupestre del parque arqueológico de Vale do Côa, el conjunto paleolítico al aire libre más grande del mundo, declarado patrimonio mundial. Más espectacular aún que pasear por sus salas es calzarse las botas de trekking e ir a ver los grabados originales labrados en las rocas. En una vuelta de tuerca, el museo organiza visitas por el río en kayak, o incluso de noche, en las que los grabados, iluminados por la luz artificial de las linternas, parecen aún más mágicos.

La siguiente parada ya es 100% territorio de vino y quintas. Haciendas exquisitas en medio de valles cubiertos de viñedos con piscinas infinitas asomándose al Duero junto a bodegas donde se crían y envejecen los oportos y otros vinos de la región. Una de estas es la Quinta da Côrte, en Valença do Douro. Una señal al principio del desvío hacia la quinta alerta de un 30% de desnivel, valle abajo. Por fuera, la hacienda conserva el aspecto tradicional de una casona de trabajo, pero por dentro la visión del interiorista francés Pierre Yovanovitch la ha convertido en el alojamiento más chic de todo el curso del río. En la cocina, corazón de la hacienda donde se desayuna y cena, elementos originales como la inmensa chimenea recubierta de mosaicos se combinan con piezas de diseño vanguardista hechas por artesanos portugueses y franceses. La piscina, a la que se llega caminado por una vereda entre las vides, se emplaza a la sombra de unos alcornocales recordando a una poza natural integrada perfectamente en el paisaje. Cuesta abandonar este lugar, pero la promesa de una cena en el restaurante Casa das Pipas en la Quinta do Portal, a unos 20 kilómetros de aquí siguiendo una serpenteante carretera que cruza al otro lado del río, es una razón más que poderosa. El restaurante está en la localidad de Sabrosa, un nombre que le viene al pelo como se puede comprobar tan pronto llegan los primeros “momentos” del menú degustación. Vieiras y alcachofas de Jerusalem en salsa de moscatel, rabo de buey a baja temperatura con apio y pera… El delicioso menú, digno de tener una estrella Michelin, es la creación del chef Milton Ferreira, nacido aquí y formado en la Escuela de Turismo de Lamego.

A la mañana siguiente, las camionetas transportando a los trabajadores van llegando al campo. Estamos a finales de agosto y la vendimia, adelantada por el calor que hace en estos valles, acaba de empezar. Visito la bodega con la gerente de Quinta da Côrte, Marta Casanova, mientras un grupo de mujeres selecciona a mano las mejores uvas y separa los frutos dañados. La sala de crianza, junto a enormes toneles antiguos, es el lugar para aprender sobre el “beneficio” del vino de Oporto, proceso por el que se fortifica con aguardiente dándole su característico dulzor.

Desde Valença do Douro iniciamos el descenso hacia Pinhão asomándonos a las laderas para disfrutar del espectáculo del río zigzagueando entre las montañas y perdiéndose en el horizonte. Más allá de los azulejos que decoran la estación de tren, esta ciudad tiene poco que ofrecer, así que tras una visita rápida hay que seguir camino en busca de pueblos con más encanto. São João da Pesqueira, con su preciosa Praça da República y la fachada barroca de la Capela da Misericórdia cubierta de azulejos del siglo XVIII, es uno de ellos. La temprana hora del almuerzo portugués apremia, así que es buena idea decantarse por el popular restaurante Toca da Raposa, en la cercana Ervedosa do Douro. Cuando llego está completo. A mi cara de decepción responde María poniendo en marcha un plan b que consiste en sacar el mantel, las copas y los cubiertos a la calle e instalarme en una mesa de piedra de un parque a pocos metros del restaurante. Ante la mirada curiosa de los que por allí pasan y la compañía de dos perros callejeros adivinando posibilidades de sobras, disfruto de un excelente bacalao al horno, una ensalada de tomate y una tarta casera de higos en el que es el almuerzo más original del viaje.

Peso da Régua, capital del vino

La próxima parada es Quinta Nova, en Covas do Douro. Y si algo le faltaba a esta escapada para acentuar el efecto dramático del paisaje era una tormenta. El mirador panorámico de la quinta se convierte en un excelente lugar para ver los velos de agua en la lejanía, iluminados por fogonazos de rayos entre las nubes negrísimas. La lluvia invita a quedarse a cenar en este lugar con aire a country house inglesa, con habitaciones de techos de madera y moquetas, y un acogedor salón de invierno frente a unos amplios ventanales.

Es hora de dirigirse al meollo de la región vitícola del Alto Duero. La sinuosa carretera que lleva a Peso da Régua es considerada una de las más bellas del mundo. Régua, la capital del vino, recibe con sus tres puentes y el moderno edificio que acoge al Museu do Douro. Moderna es también la reconstrucción de los antiguos almacenes del ferrocarril, reconvertidos en tiendas boutique de vinos y estilosos restaurantes. En el mejor de ellos, Castas e Pratos, una carta de vinos infinita se alía con un suculento menú que incluye ceviche de corvina, raviolis de perdiz y un espectacular arroz caldoso de pescado servido en una generosísima cazuela para dos. A 17 kilómetros hacia el sur, Lamego, con su catedral, sus museos, sus palacios y, sobre todo, con el santuario de Nossa Senhora dos Remédios y los 686 peldaños de su fastuosa escalinata, es la hermana noble de la región. Nobleza también en el palacio de Mateus, a 30 kilómetros, con su fachada grabada en la memoria de una generación y en las etiquetas del icónico Mateus Rosé (el vino favorito de la reina Isabel II y de Jimi Hendrix).

Nos alejamos del vino para refugiarnos en una singular casa abierta este año por la entrañable pareja que forman Lena y Jose. Hospedarse en la antigua residencia familiar de Jose, hoy la Casa do Salgueiral, en Santa Marta de Penaguião, es trasladarse a otro tiempo a través del exquisito mobiliario conservado de la época de sus abuelos, combinados con la cuidada reforma de las habitaciones. Una hilera de parra lleva hasta la piscina dejando a un lado la espectacular capilla familiar donde una vez al mes se celebra misa. En el porche, compartiendo una deliciosa cena de arroz con pato y conversación con esta pareja de experiodistas, y brindando con vino de Oporto de 10 años de producción propia, parece que el tiempo se mueva más despacio.

Con ellos visito al día siguiente Caves Santa Marta, la cooperativa que agrupa a 1.200 pequeños productores de la zona. La denominación de origen Douro no es patrimonio exclusivo de las grandes familias vinateras, y en el vino que se produce aquí está el sudor y el sustento de muchas familias de la zona. La cooperativa tiene, además, un museo de piezas donadas por los productores y una galería donde artistas de todo el mundo usan los depósitos de cemento del vino como enormes lienzos.

Lo siguiente es una de esas sorpresas que a veces uno encuentra en el camino. El pequeño museo de animación Casa Museo de Vilar, en Lousada, es un lugar encantado donde la magia es posible. La maravillosa y antigua villa donde está instalada es también la morada y estudio de Abi Feijó y Regina Pessoa, dos de los mejores profesionales de la animación. En el museo, antiguos artilugios capaces de generar imágenes en movimiento se transforman en puro ilusionismo de la mano de las demostraciones de Abi. La magia continúa cuando, a través de su llamada a un empresario local, surge la oportunidad de visitar la que es, posiblemente, la mayor colección de motos de Europa. Perfectamente restauradas y colocadas en hileras como si fuese un museo, ocupando cada centímetro de una gigantesca nave industrial, más de 1.200 piezas de época se exhiben frente a mi atónita mirada.

Justo cuando se podría empezar a echar de menos el paisaje ribereño, el siguiente alto en el camino, Douro41 Hotel & Spa, en la localidad de Castelo de Paiva, nos lo devuelve en todo su esplendor. Todo aquí, incluso los ascensores de cristal, tiene vistas al río. Arquitectura contemporánea y minimalista en un edificio construido en terrazas asomándose a él. El barco del hotel lleva, en una travesía que navega entre islas y playas fluviales, hasta otro afluente del Duero, el río Paiva, donde el curso se estrecha y la vegetación se vuelve espesa, recordando más a un cauce tropical por el que flotamos con el motor apagado, en silencio, oteando las orillas en busca de nutrias. Es sobre el mismo Paiva donde se eleva el escalofriante puente en suspensión peatonal más largo del planeta, el nuevo 516 Arouca, con 516 metros de longitud y 175 de altura. Aquí están también los Passadiços do Paiva, una trepidante red de pasarelas de madera que recorren ocho kilómetros de gargantas, cascadas y restos arqueológicos.

El viaje toca a su fin. Vila Nova de Gaia, en la orilla sur del Duero, frente a la ciudad de Oporto, marcaba el final de trayecto para las barricas del vino producido en el Alto Duero y transportado en rabelos para ser envejecido en los almacenes y bodegas de Gaia (solo se consideraba Oporto si se envejecía aquí). Al río aún le queda un último estertor un poco más adelante, en el bellísimo Foz do Douro, donde alcanza su morir y se mezcla con el Atlántico. Después de tantos kilómetros celebrando la vida a su lado, prefiero dar la vuelta aquí y regresar con el Duero vivo, volviendo a admirar sus aguas dóciles desde los miradores que escoltan su curso.

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