Un grupo de mujeres marcha en Santiago de Chile en el cierre de la campaña por el apruebo celebrado el 1 de septiembre de 2022.Alejandro Olivares (Bloomberg)
Chile ha sido siempre un país extraño, me digo a mí misma en el medio de una gigantesca multitud. Estoy en Santiago, en el acto de cierre de la campaña del Apruebo y a mi lado un hombre baila reguetón disfrazado de nueva Constitución. Otro, ya anciano, alza un cartel que dice: “Por una vida digna”. En la fachada de un edificio: “Un nuevo Chile florecerá” y más allá un enorme lienzo: “Ya nada nos dará lo mismo. Lo mismo nunca nos dará nada”. Estamos cerca del referéndum, donde el país decidirá si aprobar o no una nueva Constitución. El ambiente es festivo pero también crispado. Es una elección histórica, la más importante de mi vida, y la campaña, siguiendo el guion de Donald Trump, ha estado dominada por la desinformación y noticias falsas propagadas sin pudor por los representantes del rechazo.
La comparación, aunque incómoda, es acertada. Al igual que en el caso de Trump, la campaña del rechazo ha estado apoyada por grandes grupos económicos que han realizado donaciones multimillonarias dentro y fuera del marco de la ley. Por si esto no bastara, la desinformación y las mentiras han sido sus herramientas predilectas. Mintieron en la franja televisiva, que debió ser fiscalizada a diario por la sociedad civil, desinformaron en las propagandas de radio e imprimieron miles de volantes con medias verdades sobre el texto. Así lo han indicado medios internacionales como Reuters, en una nota titulada “Chile combate un mar de medias verdades a días del referéndum” o la BBC que habló de “La brutal desinformación sobre la nueva Constitución propuesta para Chile”.
Las mentiras abarcaron puntos sensibles para la sociedad. Dijeron, por ejemplo, que la nueva constitución permitiría el aborto sin límite de semanas, cuando lo que hace el texto es mandatar al legislador para que fije las condiciones de la interrupción voluntaria del embarazo. Dijeron también que la nueva constitución dividiría el territorio, cuando el texto dice explícitamente que Chile será un Estado unitario. Dijeron que con el nuevo marco constitucional se acabaría “el sueño de la casa propia” aunque el nuevo texto no solo reconoce la propiedad privada sino que establece por primera vez el derecho a la vivienda digna. Dijeron que los pueblos indígenas tendrían más derechos que el resto de los chilenos cuando lo que hace el texto es reconocer una plurinacionalidad que siempre ha estado ahí y saldar una deuda de despojo largamente arrastrada.
Desconcertados y molestos, sin medios de comunicación a su servicio ni donantes millonarios, los partidarios del apruebo recurrieron a una herramienta inesperada. Un arma antigua que, sin embargo, por lo general no defrauda: la lectura. La nueva constitución se transformó en el best-seller del año. Largas filas se agolparon ante las puertas de las librerías. Mujeres y hombres, niños y niñas, chilenos, migrantes, y hasta algunos turistas despistados ansiaban leerla. El libro se vendió en los quioscos, se gritó a viva voz en las esquinas, se discutió en las aulas y en las sobremesas de los almuerzos. Se rayaron en las paredes sus palabras: “dignidad”, “igualdad”. Se tarareó, se declamó, se convirtió en poema y hasta en canción. Y esto permitió que algunos puntos valiosos rompieran el cerco de desinformación y mentiras.
El texto no tiene parangón en el mundo y no lo digo livianamente. Soy una abogada renegada, tal vez debí empezar esta columna por ahí. Fui una buena alumna, aplicada y seria, aunque incómoda en ese papel. Sentada en la última fila de la Faculta de Derecho, pronto comprobé que Kafka tenía razón: estudiar derecho era como alimentar el espíritu con aserrín. Y tal vez el peor aserrín de todos fue la Constitución de 1980. Un texto ultra-conservador, aprobado en un plebiscito fraudulento en plena dictadura de Pinochet y que ha regido en el país más de cuarenta años. Esa Constitución hizo de Chile el laboratorio neoliberal del mundo: transformó la educación y la salud en bienes de consumo y privatizó todo lo privatizable incluidas las pensiones y las aguas. Una vez que recuperamos la democracia, los gobiernos progresistas bailaron conformes al ritmo de ese modelo. Hablaron del “milagro chileno”, del gran crecimiento del PIB, se autodenominaron “jaguares” e “ingleses”, apostaron a un supuesto chorreo de las riquezas, y escondieron bajo la alfombra una desigualdad francamente vergonzante. Además de materias primas, Chile produjo en treinta años a los ricos más ricos del continente.
Transcurrieron décadas: los noventas, los 2000. Generaciones nacieron y crecieron con el neoliberalismo como modelo. Pagar para educarse. Pagar para sanarse. Todo para jubilar, años después, con una deuda impagable y pensiones de hambre. El modelo permeó todo: las subjetividades, los vínculos, el cine y hasta la literatura. Pero subterráneo y mudo fue creciendo el descontento y de ese descontento multitudinario nació la necesidad de escribir un nuevo libro.
Se trata de la primera constitución ecologista del planeta. La primera en admitir que existe una crisis climática y que debemos tomar medidas para mitigar sus consecuencias. Para ello, no solo establece deberes para el Estado sino que redefine al ser humano, abandonando la fantasía de liberal clásica de la autonomía individual a favor de un paradigma de interdependencia. Dependemos los unos de los otros y a la vez dependemos de la naturaleza, dice un texto francamente innovador. Es un cambio profundo, pero no es extraño que esto ocurriera en Chile. Se trata del país que lleva más años regido por el modelo neoliberal y sus consecuencias se han hecho visibles de maneras muy concretas. Se han secado los ríos y otros han sido desviados por las mineras o los monocultivos. Hay zonas de sacrificio medioambiental y miles de personas sin agua potable. Hemos tenido, en Chile, un atisbo de lo que nos espera como humanidad. Y ante esa imagen devastadora no hubo más opción que cambiar el paradigma.
Se trata, además, de una Constitución feminista. No solo consagra el derecho a interrumpir en forma voluntaria un embarazo, sino que establece que la democracia deberá ser paritaria. Reconoce, además, que los trabajos domésticos y de cuidados son socialmente necesarios y establece la necesidad de avanzar hacia la corresponsabilidad. El texto también reconoce a las diversidades y disidencias sexuales, a una amplia variedad de familias, establece que los tribunales deberán fallar con enfoque de género y mandata una educación no sexista.
Todos estos artículos fueron leídos a coro en el cierre de campaña del Apruebo. Yo los escuché como quien escucha la descripción de un país imaginario. Eso hace el lenguaje, tanto el de la literatura como el del derecho. Palabra tras palabra, crea realidad.
En unas horas más finalmente conoceremos el resultado. Como en toda elección, habrá ganadores y perdedores. Sin embargo, de aprobarse el nuevo libro, quienes votaron en contra habrán ganado también. Habrán ganado derechos. Habrán ganado democracia. Habrán ganado igualdad. Habrán ganado dignidad. Si esta noche Chile se declara un Estado social y democrático de derecho, si se reconoce plurinacional y ecológico, si fuerte y claro declara que su democracia es paritaria y que es una república solidaria, habrá, apenas, unos pocos perdedores: el machismo, la mentira, la codicia y, por cierto, el guion de Donald Trump.
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