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Poco dura la alegría en casa del pobre

—¿Quién tiene una hermana?—preguntó el hombre mientras bajaba del coche.

Ninguno de los niños dijo nada. Uno de ellos se esforzó en retener la pelota, que rodaba solitaria por la plaza; el resto se quedaron quietos, cegados por las luces excesivas del vehículo. Al final uno de ellos se adelantó.

—Yo. Yo la tengo.

El hombre hizo un gesto para que se acercase y él obedeció, desoyendo cualquier buen consejo materno que pudiese recordar. El hombre introdujo su mano en el asiento trasero y sacó un muñeco enorme con un cable colgando, anudado en una de sus piernas de fieltro. Mientras lo hacía, otro de sus amigos dijo que también tenía hermana, pero era demasiado tarde: iba a ser para él. Aún tuvo que acercarse un poco más para recoger el juguete, y nada más dejarlo entre sus brazos el hombre sacó un puro y lo prendió con impaciencia. Parecía enfadado, era terrorífico en su esmoquin blanco. El niño no estaba acostumbrado a ver a hombres como aquel, aunque no habría sabido explicar en qué era diferente al resto de personas del barrio. Sí que sabía reconocer que aquel coche era un buen coche y que había hecho algo valiente, algo que, al menos durante un par de semanas, lo diferenciaría de sus compañeros. No se fijó demasiado en el muñeco cuando lo cogió, sino en el hombre y su vehículo. Dentro había una mujer, en el asiento del copiloto. También fumaba, echaba la ceniza por la ventanilla, tenía los ojos rojos y la boca apretada, había estado llorando. Evitó la mirada del niño, que no podía quitar los ojos de su abrigo de paño y la marca que su pintalabios dejaba en el cigarro.

La Muntanya

Esta montaña representa, según relata su autor, Ignasi Monreal (Barcelona, 1990), unas fiestas aconfesionales, la voluntad de superación que surge con el cambio de año y la esperanza alimentada por el propósito de conquistar un ideal inalcanzable.

—Ea, vete ya —dijo el hombre, y le dio un golpecito en la cabeza que intentaba ser una caricia. Él obedeció corriendo, sin pararse a darle las gracias.

—¿Cómo eran ellos? —quiso saber la madre en cuanto llegó a casa—. ¿Jóvenes? ¿Cómo era el coche? ¿De dónde venían?

No recordaría hasta el día siguiente que tenía que echarle la bronca, afearle haber aceptado el regalo de un desconocido. La hermana menor jugaba con el muñeco, una especie de arlequín o duende de fieltro de unos 50 centímetros, con el pelo crespo y un farol que se iluminaba si lo enchufabas a la corriente. El padre apenas le prestó atención. Recogía los envoltorios del Día de Reyes sin entusiasmo, y se fue pronto a la cama.

—No lo sé. Mayor. Pero no como tú.

La madre le forzó a recordar, y juntos convinieron que se trataba de una pareja joven, quizás novios, que el coche era rojo y caro y grande, que no había nadie más dentro, que la mujer fumaba cigarros finos y el hombre un puro. Ella llevaba un abrigo de paño y el pelo recogido en lo alto de la cabeza, como en las revistas, y el coche venía de las afueras de la ciudad, no del centro, porque para pasar por la cancha sólo podía proceder de la carretera de los campos.

Préstame po Na vida

El título de la ilustración es un juego de palabras con una expresión asturiana, “préstame pola vida”, que quiere decir que algo te encanta. El autor, Juan Díaz-Faes (Oviedo, 1982), refleja las cosas que le “prestan” en esas fechas, intentando hacerlo con la gráfica de los típicos jerséis navideños.

Cuando los niños se acostaron, se quedó mirando el muñeco: no habría sabido definir su valor, pero lo imaginaba alto. No se parecía a nada que una pudiese encontrar en Galerías Preciados o en una tienda cualquiera, y esa falta de comparación lo dotaba de un aura excepcional, como si de verdad fuese un regalo traído de Oriente. Ni siquiera parecía prestarse al juego: el duende tenía un gesto maligno y se doblaba poco, era más bien una lámpara decorativa. Como el niño se llamaba José Manuel, lo llamaron Manolito.

Pasó la noche en vela pensando en él: ¿por qué una pareja como la que su hijo había descrito podría querer deshacerse del muñeco? Si bien era el Día de Reyes, no parecía que el motivo fuese la caridad: la mujer había estado llorando, el hombre deseoso de librarse de él. Aunque no había estado ahí, casi podía verla, rabiosa dentro del coche, sosteniendo el cigarrillo con unos guantes de ante y mordiéndose con fuerza el labio sin pensar en cómo se le quedaría el carmín después. La imaginaba como una versión más morena de Brigitte Bardot, y a él como un Sancho Gracia achaparrado, más bajo que ella. Al día siguiente trasladó la duda a su hijo durante la sobremesa, y él enseguida entró al trapo: ¿por qué esa gente quiso regalar a Manolito? ¿Tal vez habían discutido? Muchas familias peleaban en días de fiesta, el niño lo sabía bien. ¿Quizá habían roto? ¿A la mujer no le había gustado el regalo?

Durante la primera semana, la hermana menor se empeñaba en jugar con Manolito, pero luego preferiría hacerlo con una Nancy, mucho más práctica para ese fin. ¿A lo mejor era para otra niña, y a esa niña le había pasado algo? Esa hipótesis no les gustaba. Un mes más tarde, la hermana peinaba a veces la cabellera crespa de Manolito, casi lo único que se podía hacer con él. Tras ver una noche Historias para no dormir en la tele, a la madre y al niño, que había crecido demasiado deprisa, se les ocurrió que podía ser que dentro de Manolito hubiese algo escondido. ¿No pasaría poco después un coche de policía, o algo así?, le preguntó la madre. Pero no. No había pasado nadie. ¿Quién iba en coche por el barrio en una noche de Reyes, a las ocho de la tarde y con un frío aterrador?

Aun así, la madre y el niño descosieron a Manolito y buscaron entre el plumón de relleno algún compartimento secreto, sin éxito. Después de coserlo, la madre lo metió en la lavadora, porque de pronto el juguete se le antojaba algo malévolo, sucio. A la hermana no le importó: para marzo Manolito siempre estaba consignado en uno de los estantes, su cable colgando sin ningún enchufe para acogerlo, huérfano. Salió despintado de la lavadora, y cuántas tardes pasó la madre dibujándole de nuevo la cara, buscando un sustituto para su cuello de arlequín. El padre nunca participaba en sus disquisiciones: salía tarde de trabajar, y luego volvía del bar de la esquina de madrugada, cuando los niños ya estaban acostados. Su mujer le esperaba bocarriba en la cama, los ojos abiertos clavados en el techo o en alguna novela romántica. Quizá a él sí que le gustaba de verdad Manolito: les mantenía a todos entretenidos, el nuevo hombre de la casa.

—¿Y por qué esos señores nos darían a Manolito? —­preguntaba el niño casi cada tarde, cuando su hermana, su madre y él se quedaban sin conversación.

Para aquel entonces a la madre se le había ocurrido otra hipótesis, que nunca les dijo a sus hijos: un aborto, por eso la mujer lloraba. En su lugar seguían fantaseando sobre la ruptura de la pareja, o dónde habrían comprado a Manolito. La hermana ya jugaba con ellos, también estaba creciendo demasiado rápido. Si hablaban de eso antes de dormir, la mujer se quedaba despierta por la noche, mientras esperaba a que llegase su marido. ¿Quizás esa mujer tan parecida a Brigitte Bardot no había aguantado más que su novio fuese un infiel, un crápula, un bebedor, y ella sí había sabido plantarse a tiempo? ¿O tal vez estaba tan acostumbrada a los regalos y a los lujos que era capaz de desecharlos por una tontería? Para verano, Manolito había dejado de ser un muñeco para convertirse en una forma de iniciar conversación. Ni siquiera encendían nunca su farolillo. A veces intentaban que el padre entrase en su juego, pero nunca lo conseguían.

—Qué más da por qué nos lo dieran —­sentenciaba—. Lo que importa es que es nuestro.

Si se detenía en algún detalle, era en lo resuelto que fue el niño, adelantándose a los demás: apuntaba maneras, sería un gran hombre. Y entonces llegó la siguiente Navidad. La hermana seguía creyendo en los Reyes Magos, pero el niño quería acompañar a la madre en las compras. Les pilló el toro. Tuvieron que ir el mismo 4 de enero al Galerías Preciado del centro para conseguir una Nancy. El padre no había querido acompañarlos y el niño se portaba mal. Estaba demasiado excitado, todavía era pequeño, no se estaba quieto en el autobús, quería pararse en cada anaquel de juguetes. Moqueaba y gritaba demasiado.

Mi yayo Pepe

La Navidad le recuerda a la ilustradora Sandra Navarro (Valencia, 1984), alias Lalalimola, a su abuelo, una persona que no hablaba mucho. Iba al bar a ver a los demás jugar a las cartas y recorría el largo pasillo de la casa de arriba abajo a hurtadillas en busca de frutos secos que guardaba en el batín de su casa. A él le encantaban estos días de fiesta, de ahí este homenaje gráfico.

—¡Mamá, mamá, mira! —dijo en la cola para pagar. Ella corrió a censurarle, ¿es que no tenía educación?— ¡Creo que esa es la mujer que me dio el Manolito!

La madre la buscó con la mirada, siguiendo el dedo de su hijo.

—¿Estás seguro?

—No…, bueno, sí.

No se parecía a Brigitte Bardot, pero era igual de elegante, en su abrigo de pieles y con unos guantes de gamuza. Llevaba un niño de la mano, así que la hipótesis de que le había pasado algo quedaba descartada. Estaba unos puestos por delante en la cola, así que pudo observarla con tranquilidad. Por aquel entonces ya había pasado demasiadas noches pensando en ella, en cómo tenía que ser su vida, viajes, colonias, encuentros. El niño que la acompañaba era bueno. Apenas se movía y no decía nada, a diferencia del suyo. Cuando por fin pagaron, cogió a su hijo de la mano y desaparecieron. Era medio rubio, mucho más guapo que José Manuel, que le tiroteaba del brazo con nerviosismo. Al final tuvo que golpearle, algo que nunca hacía, y el niño sollozó hasta que pagaron la Nancy de su hermana. Pero la tristeza le duró poco, seguía revolviéndose como un criminal mientras iban a por el autobús. Ella ni siquiera le riñó. Pensaba en ellos, rodeados de bolsas de regalos, a punto de coger un taxi para ir a una casa caliente y acolchada, con infinitos paquetes que poner bajo el árbol de Navidad.

—Oye, ya sé lo que estás pensando —dijo su hijo con seriedad.

Ella se volvió hacia él, ¿podía ser cierto? ¿Estaba pensando lo mismo?

—¿En serio? ¿Qué pasa?

—A lo mejor a su hijo no le gustó Manolito, y por eso nos lo regalaron —dijo, con una sonrisa irregular e inocente cruzándole la cara. Seguía siendo un niño, pese a todo.


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